jueves, 8 de diciembre de 2016

Humo Verde

Jueves, era jueves. Bajaba por la cuesta de Flores, y la noche dejaba ver la niebla con las tenues luces de los bares, el suelo se fundía como un cristalino camino de nieve que me llevaba a mi destino. Era pleno invierno, esas noches largas y oscuras que nos reunían a los pocos que quedábamos en el pueblo buscando el calor de la compañía.

– Hay cosas que solo pueden verse entre tinieblas – Murmuró un tipo que se fumaba un porro con impaciencia, no le pude ver la cara, pero tampoco le di importancia, al llegar al fin de la cuesta apenas podía recordar su voz.

Doblé en la esquina y entré a “La Bodeguilla” una taberna con clientela fiel, así como el inmueble, de dura piedra e interiores de madera, los años pasaban y “La Bodeguilla” seguía erguida, no como los clientes, que caían como moscas porro tras porro.

Desde el primer momento amé ese lugar, tal vez porque siempre estaban mis amigos allí, o tal vez porque su olor a madera me traía recuerdos, eso cuando se podía oler claro, el humo verde siempre estaba presente.

Antes de saludar llegué a la barra con Carlos, le pedí mi aguardiente favorito, ese que solo hay en Galicia y empiné el codo hasta que nada quedó del pequeño vaso. Después busqué con la mirada y sin mucho pensar me senté en la única mesa que estaba ocupada.

Fátima, Elena, Inma, y otros más. Me senté como siempre despachando a la concurrencia con una sonrisa ahogada y me sumergí en mis pensamientos, también como siempre. De pronto enganchaba la conversación y los temas del Barcelona VS Real Madrid no me llevaban a nada, así que volvía a ausentarme con el pensamiento sumergido en mi mundo.

Pero podía sentir algo en el ambiente, algo andaba suelto en la oscuridad, lo que parecía una noche cotidiana estaba a punto de convertirse en un viaje incomprendido. Pasaba lo de siempre, unos llegaban y otros se marchaban.

De pronto llegó Edu, venía de chollar y se pidió una cerveza; lo vi un poco serio y cuando me di cuenta estábamos los dos solos allí, el empezó a hojear el periódico y yo le pedí a Carlos; el señor de la barra que me pusiera a Neil Diamond.

– Joder tío, pero otra vez –

– Bueno, no hay nadie, solo estamos Edu y yo, y míralo, con el periódico en mano ni se entera que hablamos de el –

Refunfuñando me lo puso y me pedí una Estrella Galicia al tiempo que escuchaba “Solitary Man”.

Disfrutaba cada trago antes de ir a dormir, era tan aburrido estar allí, prácticamente sólo. De pronto Edu soltó el periódico y me empezó a hablar, lo hizo como si acabara de llegar, con toda naturalidad.

– Bueno, me voy a dormir, que mañana no hay nada que hacer – Le dije con sarcasmo

– Quédate y nos tomamos otra –

– No me apetece, tengo mucha pereza –

– Si te quedas nos tomamos una y nos liamos un porro –

Me empecé a reír y le dije altivo – Tus porros no colocan ni a una mosca –

Edu se encendió – ¿Qué no colocan dices? –

– Nada –

– Vale tío, vamos a mi casa, en Mesego, allí tengo una hierba que vas a flipar –

No le dije nada, nos quedamos en silencio mirándonos hasta terminar la cerveza, dio por entendido que iría con él, entonces salimos juntos del lugar y me monté en su coche.

El camino me mostró la niebla bajo las farolas que parecían congelarse, nuestra conversación fue más fría que el viento que nos cruzaba el paso, y pocos minutos después allí estábamos, en Mesego.

A decir verdad Mesego es una aldea muy triste por la noche, más en el invierno, cuando me bajé del coche podía jurar que no había un solo vecino, las casas de piedra con sus desvencijados balcones, el humo blanco que echaba por la boca corría más rápido que mis palabras, y después de Edu entré, llegué hasta donde él estaba preparando la chimenea con leña que el mismo había traído.

– ¿Y no pasas frío aquí? –

– No, para eso tengo la chimenea –

Me lo dijo al tiempo que sacó la hierba mala – Vas a flipar chaval –

– Eso ya lo escuché antes –

– Bueno tío, yo solo te lo digo –

Se empezó a hacer el porro, saco el papel y enrolló la marihuana poniéndole un filtro; pero algo raro había, no estaba mezclando la marihuana con tabaco y le pregunté – ¿Por qué no va mezclada? –

El solo se rió – Esta se fuma así –

– ¿Según quién? –

– ¿Vas a fumar o no? –

Me quedé callando mirando coma las llamas en la chimenea devoraban la madera que crujía convirtiéndose en cenizas. En mi distracción Edu ya se había encendido el porro y empezó a fumárselo. Sin decir palabra extendió su mano para ponerme el cigarrillo a mi alcance, con altivez esbocé una sonrisa y le di una profunda calada. Me quedé mirándolo y le dije – Esto no coloca –

– Dale tiempo –

Sentí que la calada era insuficiente y mirando con lentitud como se consumía el porro le di otra calada con la misma intención.

Devolví el porro a su dueño y otra vez miré esa chimenea que con sus llamas devoraba la leña. Edu me sacó de mi distracción – ¿Cómo te sentó? –

– Bien, ya te dije que esta mierda no coloca –

Pero algo raro empezó a ocurrirme, al ver la cara de Edu me asusté – ¿Edu, te pasa algo? –

Él se empezó a reír, sus carcajadas retumbaban en mi cabeza como cuchillos filosos taladrándome los nervios. Pero eso no era lo peor, su cara, estaba verde, tan verde como el humo, como la hierba, seguía con esa sinfonía macabra de carcajadas, le pedí que se callara, y no lo hizo.

Miré a la chimenea para distraerme y empecé a notar como crecía el fuego, parecían salirse las llamas y acariciarnos con sus brazos, podía sentir el calor quemándome la cara y torné mi vista a Edu buscando respuestas.

Nada peor me esperaba al ver la cara de mi amigo, os juro que era verde como un duende, sus ojos casi se cerraban de lo pequeños que se le veían y me preocupé por él, sus rojas pupilas le resaltaban las venas enfurecidas, y le pregunté con angustia – ¿Edu, Estás bien? –

Empezó a reír con más fuerza, sus carcajadas eran una tortura, las oía a lo lejos, las oía como si fueran producidas por un sintetizador, eran como las carcajadas de un robot, era un tormento y entre dientes solo pudo responderme – Tal vez el que no está bien sea otro –

¿Y si tenía razón? ¿Qué tal si yo me veía igual que él? Quise levantarme del sillón, pero no pude, las piernas no me respondían, hice muchos esfuerzos para ponerme en pie y alcanzar el gran espejo que estaba en el pasillo. Lo hice al fin, pero mis piernas no estaban conmigo, me sentía como un fantasma, como si ya hubiera muerto. Quise tocar mi corazón, para verificar que seguía latiendo, y lo logré, mi corazón se agolpaba en mi pecho como si quisiera abrirse camino y salir corriendo, lo hacía a una gran velocidad, contraria a mis movimientos.

Llegué al espejo y no me podía ver, tal vez si estaba muerto, lo del corazón era una señal muy aislada y con esfuerzo enfoqué, quería encontrarme, encontrar mi cara, mi cuerpo, saber que estaba de pie sobre mis piernas.

Me vi, mis ojos eran diminutos, parecían estar hinchados, como si varias avispas me hubieran picado el lagrimal, vi mi cuerpo, vi mis piernas, pero ya no sentía nada, ni mi respiración, empecé a inhalar aire con desesperación y mis pulmones parecían no inflarse, tenía la sensación de que era insuficiente todo el aire del mundo.

Vi como entraba la niebla a la casa, o tal vez el humo. En caso de ser la chimenea el fuego se había salido de control, eso era lo que no me dejaba respirar. De pronto sentí la mano de Edu en mi hombro, la colocó con brusquedad, lo miré, su cara era monstruosa, así como su sonrisa – ¿Te pasa algo? –

No supe que responder – Creo que estoy mal Edu – atiné a decir con nerviosismo

Él se empezó a reír, se tiró al suelo a carcajadas y reía, reía infernalmente – ¡Cállate! – Le grité – ¡Cállate! – Volví a gritarle con más fuerza, pero era inútil, Edu estaba poseído por un espíritu maligno, su mirada, su sonrisa, sus carcajadas eran demoniacas. Tenía que encontrar un hacha y cortarle la cabeza, solo así callaría esas carcajadas, me imaginaba su cabeza volando por los aires sin parar de reír.

Quise tocarlo para reprenderlo pero mis manos no lo alcanzaban, se multiplicaban como si yo tuviera varios dedos y manos que se movían sin control, en total desorden, interfiriendo unas con otras.

Mi corazón me llamó queriendo romper mi pecho, las taquicardias podían matarme si es que no estaba muerto ya, bajé las escaleras y salí al invierno abriendo las puertas de la casa de Edu – ¿A dónde vas? – gritó entre risas. Yo me quité la ropa en medio de la helada de la media noche para inhalar aire. Hacía mucho frio, pero yo no podía sentirlo, quería comerme la niebla, el aire y expulsar ese humo verde que me estaba matando.

Sentí la presencia de Edu, pero el ya no estaba allí, caminé en la libertad del invierno y de la oscuridad sin ropa en busca de aire, aire puro y fresco, aire que me devolviera la vida y que calmara las taquicardias de mi corazón.

Sentía el corazón hasta en el cuello, como si lo fuera a vomitar, las manos me sudaban y era invierno, pero yo sudaba. La noche no me trajo la cura, el aire tampoco, mi búsqueda fue inútil, no sentía mis piernas, era como si flotara, como si estuviera volando, mi cuerpo no me obedecía, estaba fuera de control, sólo recordaba las carcajadas de Edu, que eran una orquesta macabra.

La aldea estaba sola, parecía un fantasma penando en los caminos oscuros, con la misma angustia y sin miedo a nada más que a perderme, tenía que regresar por ayuda, volví a la casa de Edu y lo encontré tendido en el sofá, lo llamé, le grité, pero él no respondía, parecía estar muerto. Tal vez yo también lo estaba y no me quería resignar. Extrañaba sus carcajadas, quería que despertara, que volviera a reír, pero eso no sucedió.

Estaba atrapado en un mundo donde me encontraba sólo y no sabía que era lo que seguía, desconocía cuantas horas habían pasado, no tenía noción de las cosas con claridad. Mi vista borrosa vio la niebla, una niebla cálida que se convirtió en humo. Era la maldita chimenea, el fuego crecía y el cuerpo de Edu quedaría calcinado. No encontré nada para apagar esa fogata que devoraba la madera con brusquedad, el humo me cegaba y frente a mi había un gran ventanal de madera. No recuerdo con precisión cuanto media, tal vez un metro y medio de ancho por uno ochenta de alto.

No lo dudé, tenía que abrir ese ventanal para que no muriéramos asfixiados. Ese puzle no tenía pies ni cabeza, empecé a intentar abrir el gran ventanal con todo mi esfuerzo y no me era posible, cuando pude lograrlo este se derribó dejando caer todo su peso con furia sobre el suelo.

Supe que había hecho lo correcto, después de varios intentos por despertar a Edu le evitaría una muerte por inhalación de humo.

Aún era de noche, podía ser cualquier hora de la madrugada, vi el ventanal abierto y empecé a desvanecerme, llegué con lentitud al sillón que estaba frente a Edu y allí me acosté, toqué mi corazón que no paraba de latir con locura, sentí que se cansaría muy pronto y le pedí que frenara poco a poco, cerré mis ojos y me fui.

El humo se mezcló con la niebla y el turbio dio paso al claro, la noche al día y mis ojos se abrieron poco a poco. La luz entraba por el gran ventanal sin tocar el suelo, las duras llamas del fuego estaban disminuidas y yo podía sentir mi cuerpo, mis piernas y toque mi corazón al tiempo que hinchaba mis pulmones con una gran inhalación. No estaba muerto, estaba de vuelta.

Pude sonreír, pero Edu seguía sin despertar, lo miré roncando y por su boca salía ese humo blanco que provocaba el frío, aquel que se conoce como vahó. Al menos estaba respirando, estaba tan vivo como yo, y al fin despertó. Sus ojos eran rojos, como inyectados en sangre, pero sus rasgos eran totalmente normales – ¿Por qué hace tanto frío tío? – Dijo y se quedó pensando – Tengo tan bajas las defensas que aun al lado de la chimenea tengo frío –

– No es eso Edu, tuve que abrir la ventana –

– ¿Qué ventana? –

Mi mirada le señaló el camino y se encontró con el ventanal desvencijado y desarmado, su enfado fue muy grande – ¿Pero tú estás loco? Esa ventana no se abre, estaba sellada, te pudo haber caído encima, a ti cualquiera te vuelve a dar de fumar, te pones fatal, mira lo que hiciste, es como si hubiéramos dormido en la calle y es pleno invierno –

Me dijo varias cosas, pero yo solo podía sonreír, porque estábamos vivos, porque sentía mis piernas, porque podía respirar y dar tranquilidad a mi corazón.


viernes, 25 de noviembre de 2016

Tus Ojos Tristes

¿Atacaría con sus mil artimañas el Fantasma del Backstage?

En esta ocasión permanecía en total reposo, porque me encontraba de vacaciones por Guatemala que me llevaron a Tapachula, Chiapas. A propósito de la visita de mis padres decidí ir a la feria regional, y para mi sorpresa en el abarrotado recinto se presentaba el Divo de Juárez, Juan Gabriel. Tan lejos y tan cerca.

Llegamos con el ánimo que la ocasión ameritaba, la algarabía se sentía en el ambiente, el retumbar de los petardos, los colores y el olor de la comida flotaba en el aire. Entre el barullo y asombro de las peleas de gallos y exhibiciones ganaderas, mi madre me comentó que estaba muy emocionada de asistir a una actuación de Juan Gabriel, ya que forma parte de su top de artistas preferidos. Sus palabras encendieron el gatillo - ¿te gustaría conocerlo? Ella me sonrió tan asombrada e incrédula: eso sería maravilloso, con solo verlo cantar es un sueño cumplido.

El cosquilleo me había invadido nuevamente, me puse en pie como si en lugar de rodillas tuviese un par de resortes, y caminé para recorrer el palenque. No tardé mucho en divisar a unos mariachis, mi instinto me dijo que ése era el camerino. Caminé directo a ellos, al lado del grupo de mariachis estaba un fuerte dispositivo de seguridad, me acerqué titubeante, era muy difícil ganar, pero no tenía nada que perder y decidí arriesgarme.

Pregunté a cuanto mariachi y guardia de seguridad estaba a mi alcance, sobre la posibilidad de ver a Juan Gabriel; abogaba al hecho de que mi madre venía desde España para verlo, y que le haría muy feliz conocerle. Antes del no rotundo como respuesta, obtenía una mirada de desaprobación, la pregunta era tan tonta como pedir un préstamo a un desconocido. ¿A quién le importaba si veníamos de lejos? ¿Cuántos miles de fans hacían lo mismo? Pero yo no era uno de esos miles, y la persistencia me llevó a una larga hora de averiguaciones constantes.

Entre pregunta y súplica se abrieron las puertas del cielo, salió un chico que se identificó como Carlos, su acento era inconfundible, era de la misma ciudad en que yo nací en España; él reconoció también mi manera de hablar, se me acercó y me preguntó –¿qué haces aquí? Le conté la historia de cómo había llevado a mis padres al palenque, y de la ilusión que le haría a mi madre conocer a Juan Gabriel. Carlos me miraba asombrado, porque lo que yo estaba pidiendo no tenía sentido, pero nada se perdía con intentar.

Le comenté que quería obsequiarle mi libro al artista, y que mi madre y yo deseábamos conocerlo. Para mi sorpresa y buena suerte, que es mi sombra como Fantasma del Backstage, un señor mayor que se unió a la charla, resultó ser el Manager de Juan Gabriel, se identificó como Jesús Salas, quien se perdió en el largo pasillo por donde había llegado.

Mi corazón saltó y volteé para gritarle a mi madre que me acompañara, ella se acercó tan rápido como pudo atravesando el palenque, le hice señas de una esquina a otra y ella caminó hacia mí sin saber de qué se trataba. Esperamos poco más de quince minutos, que parecieron una eternidad, creí que el manager nunca saldría y que yo habría interpretado mal su mirada. Cuando casi había perdido la esperanza miré al señor salir por el pasillo, mientras me invitaba a pasar con un gesto de mano. Pasamos el cerco de seguridad y esa gran muralla parecía derrumbarse ante nosotros, mi madre sólo me seguía sin saber a dónde se dirigía.

El manager nos guió por el pasillo, y en menos de un minuto estábamos en el camerino, en el corazón de la intimidad del Divo de Juárez. Juan Gabriel reposaba en un sillón abanicándose por el fuerte calor, tenía las uñas largas y verlo de momento me causó sorpresa, yo no supe cómo reaccionar, miré a mi madre quien tenía la boca abierta, mientras él nos miraba expresivamente.

Juan Gabriel se puso de pie para recibirnos, y nos abrazó como se saludan los viejos amigos que no se ven desde hace mucho tiempo. No podía creer que estuviera estrechando al ídolo de millones de personas. Extendí mi mano para entregarle un libro de mi autoría que llevaba como regalo para él, y con voz temblorosa le dije – Este es un regalo para usted, Maestro  Me miró a los ojos y me preguntó –¿De qué es tu libro?  al tiempo que leía mi nombre en la tapa.

 Habla de algunas anécdotas personales, en especial de cuando viví en Palestina y todo lo que sucede en esa zona  

 ¿Tú crees que Jesucristo vivió allí de verdad? me respondió  

 No sé qué decirle, pero es triste que en el lugar donde están las religiones más poderosas del mundo se desarrolle una de las guerras más violentas por la misma fe  

Me miraba y reparaba una y otra vez en el libro, y me preguntó si debía leer en especial alguna parte.

 ¿De dónde eres?  

 De Vigo  

 Mi tecladista Carlos también es de Vigo. Estoy rodeado de Vigo  dijo suspirando por el bochornoso clima.

El maestro tenía una energía especial, no habló de música, tampoco de él, y siempre miraba a los ojos, nos hacía sentir tan cercanos. Dentro de esa mirada profunda había cicatrices, pero con una humildad y bondad infinitas. Conocer al hombre era más sorprendente que todo lo que se podía contar de él. Ahora entendía de donde venía toda esa inspiración y esa magia que realmente transmitía, al momento de cantar, de hablar y de vivir.

Mi madre le dijo que siempre lo había admirado y yo agregué  Gracias maestro, esto significa mucho para ella  

Juan Gabriel correspondió: yo amo a todas las madres del mundo, en mis conciertos siempre les dedico “Amor eterno”, allí en Acapulco se fue mi madre, pero le cumplí todos sus sueños.
Palabras de un hombre que erizaba la piel, satisfecho, aunque triste al recordarla, y abrazó a mi madre como si reviviera algo de su pasado.

Había gente en el camerino ofreciéndonos algo de tomar, pero ni siquiera pude mirarlos, cada segundo con Juan Gabriel era invaluable.  De la melancolía, pasó a la euforia y dijo – Yo vivo en Santa Fe, ojalá puedan visitarme algún día, y no dudes que leeré tu libro  

Agradecí con una sonrisa y le pedí una foto, lo que estará en esa foto será el recuerdo de aquella noche inolvidable. El maestro accedió y posó con mi libro al tiempo que lo abrazaba, lo mismo hizo mi madre. Seguimos charlando y le puntualicé – Maestro, agradezco el tiempo que nos ha brindado, pero usted tiene que salir a actuar y nosotros llevamos quince minutos aquí, espero no ser imprudente  

Con una sonrisa me aseguró: tranquilo, esta noche soy muy feliz. Llegó aquél que le coloca la ropa y el maquillaje, y supe que era momento de abandonar el lugar. Con un fuerte abrazo le dije adiós al maestro augurándole un espectáculo exitoso como los que él sabía dar. Se despidió con esa mirada profunda y cuando dejamos de verlo ya estábamos en el mundo real. Habíamos salido de ese largo pasillo y el abarrotado lugar nos hacía reparar en lo privilegiados que habíamos sido. Caminamos entre la multitud hasta nuestro asiento, los dos estábamos hipnotizados, nuestra alma seguía en el camerino del hombre de mirada profunda y con cicatrices.

Juan Gabriel salió al escenario con el “Noa Noa”, la gente gritaba, bailaba, y se entristecía cuando llegaban aquellas canciones que estaban hechas de sentimiento puro. No sé si fue suposición mía o realmente nos buscaba con la mirada, cuando cantó “Amor eterno”, pero al terminar ese tema dijo –hay cosas que nos acompañan siempre y nunca nos dejan.

La emoción en mi madre era tan grande que con ojos cristalinos y desde las gradas no le quitaba la vista de encima. Confieso que a mí también casi me vence el sentimiento. Era un ángel, un ser privilegiado, para mí no era el Divo de Juárez, era el alma de México y del mundo.


Esta experiencia fue publicada por primera vez en la revista ESCENARIOS
http://www.revistaescenarios.mx/el-divo-de-juarez-el-alma-de-mexico/





jueves, 3 de noviembre de 2016

Más Alto que el Fuego

Era él, tan fuerte, tan alto, con esa barba cerrada y tupida, no sé si rondaba los 40 años o estaba a punto de cumplirlos, pero se comportaba como un adolescente, humillando a los jóvenes en los bares de mi pueblo, y es que al ver esos brazos cualquiera podía sentir escalofríos al imaginar sus dientes esparcidos por el suelo. También era burlón, faltón y un verdadero

Bueno ya podemos imaginarlo, se movía erguido por todos lados como un buscabulla esperando saltar a la primera provocación. Al verlo de lejos reparaba en mi mente lo que podía ser sentirse invencible; tal vez era divertido andar de un lado a otro con los brazos descubiertos y enseñando los músculos, bebiendo como un animal y desafiando a cuanto se le pusiera en frente.

Tal vez lo divertido era no temer, no tener miedo de nada ni a nadie, pero lo dejé de ver aquella primavera del 2006 y desapareció de mi mente.

Con los vagos recuerdos entré a la brigada de bomberos, allí también necesitaría mucho valor, enfrentarse al fuego no sería nada fácil.

Después de un pequeño curso en Fonte Fiz, en el que me quedé dormido un par de veces me nombraron jefe de brigada. Era extraño, pero descubrí que no tanto, cuando los seis personajes que estaban bajo mi mando eran aún peores, creo que me escogieron por el método de eliminación; el menos peor.

Éramos seis, empezando por Varela, un muchacho joven de baja estatura a quien le gustaba conducir la patrulla, para continuar, Rodrigo; otro chico que buscaba un trabajo de verano, pero tiempo después me enteré que era guitarrista en un grupo, seguimos con Manuel de Partovia, tan noble como arrebatado; hasta aquí puedo decir que la brigada estaba capacitada con muchachos que podían tomar acciones, y tenían todas las capacidades físicas para resolver cualquier tipo de problema.

Después los otros tres, uno de ellos tomó baja por incapacidad y no se le volvió a ver el pelo, el personaje siguiente de nombre Gabriel era un hombre mayor que estaba borracho un día sí y el otro peor, casi no se le entendía al hablar, pero era ofensivo y faltón, cuando lo regresaba a su casa por sobrepasar las copas a eso de las siete de la mañana balbuceaba Me das asco, tu no sirves para mandar Y seguía haciendo ruidos extraños e incomprensibles, pero no me importaba, solo le contestaba Aunque te dé asco y no sepa mandar tú te vas a casa y punto, si estornudas con ese aliento alcohólico provocaras un incendio en el monte y nosotros estamos para apagarlo

Eso le enfada más y se quedaba saltando como un chimpancé en la esquina de la estación. Por último y para cerrar con broche de oro estaba Diego, un chico regordete, de gafas, acataba las órdenes sin excusas; era evidente que tenía una condición, pero eso no limitaba en sus actividades, más allá de buscarme por todos lados, seguía mis pasos como sombra, eso le valía la mofa de los compañeros que le apodaban R2- D2, por su complexión y forma de caminar.

Un día estábamos en un pequeño incendio; el ir y venir común en la práctica se veía entorpecido porque Diego no paraba de seguirme, apenas daba la vuelta y tropezaba con el, una y otra vez, hasta que en el hartazgo y desesperación le recriminé – ¡Diego! ¿Qué haces atrás mía todo el tiempo? ¿Me quieres violar? –

No, nooo, no digas eso, no es verdad

Vi sus infantiles rasgos torcerse por la contrariedad que mis palabras le ocasionaban, el agudo calambre del arrepentimiento me recorrió al verlo, entendí que no había llegado hasta su inocente razón mi sarcasmo, era yo el más vil de los jefes, el peor de los humanos en ese momento, intenté suavizar la situación riendo e hilvanando bromas para que comprendiera que todo había sido un chiste, el fuego y el estrés que me generaba su propagación quedaron de lado, lo único que deseaba era consolar al chaval y mitigar el remordimiento que masticaba mi alma.

Trabajábamos 15 días de noche y 15 de día, al principio estaba emocionado, esperaba atender mi primer incendio, pero poco a poco fui cayendo en cuenta que el batelume no era más que un pequeño palo con una aleta para sofocar apenas una fogata; nuestros trajes ignífugos se quemaban hasta con la colilla de un cigarro, y las limitaciones de algunos de los integrantes de la brigada podían poner en peligro nuestras vidas.

Me preguntaba cómo meter a Diego o a Gabriel en medio de un incendio, yo como jefe de brigada era el responsable de ellos y no podía hacer más que ayudar a otras brigadas a extinguir los restos de algún fuego.

Pero todo dejó de preocuparme cuando  me di cuenta que los incendios eran esporádicos en nuestra zona, teníamos tantas horas muertas, sobre todo en la noche; con esa brigada aprendí a jugar subastado  y todos los juegos de cartas, llegamos a ir a alguna fiesta de verano y aprendí lo desinformada que estaba la gente. Una noche llegamos a un pueblo; La saleta, íbamos uniformados y recuerdo a un tipo que me recibió con un golpe en la espalda, tan solo entrar y dijo Ustedes son los que le prenden lumbre al monte para tener trabajo

Fue tan fuerte su ira que le pedí a la brigada que nos fuéramos, no sabía que la gente pensaba eso de nosotros, y entonces decidí mantener a la brigada alejada de todos los eventos, incluso nos poníamos el uniforme solo cuando eso fuera necesario.

Caímos en una confortable relajación hasta que una serie de incendios premonitorios empezaron a desatar una de las semanas más agresivas contra los montes en todo lo que iba del verano y nuestro turno llegaría antes de lo que yo pensaba.

Fue en Liñares, nos reportaron aquella mañana un terrible siniestro; ese día regresé a Gabriel por pasarse de ebrio, Diego no había venido y solo con Rodrigo y Manuel me fui hacia el monte en la zona montañosa; era tan extraño, el peor de los incendios y solo estábamos tres.

Llegamos al lugar por las estrechas carreteras y vi algo que nunca hubiera imaginado, las llamas cubrían por completo el horizonte, era aterrador y monstruoso, era como enfrentarse a un dragón, de esos de los cuentos chinos.

A lo lejos se podía sentir el calor del fuego, además el sol estaba calentando más que nunca al medio día, era como el mismo infierno, ver esa montaña tan empinada me provocaba vértigo, pero había que bajarla, tal vez había un kilómetro de altura hacia un riachuelo.

Sin titubear aparqué en la orilla del camino, bajamos tan rápido como pudimos y descendimos por un inclinado que al segundo paso, por el efecto de la gravedad, se convirtió en un tobogán de tierra y piedras que golpetearon nuestros cuerpos con agresividad hasta la planicie. La ansiedad que me generaba no controlar mi estrepitosa caída crecía por el calor que me rodeaba, el fuego lamía el monte, el humo negro inundaba mis pulmones, intentaba respirar con la boca abierta, pero el polvo que se levantaba a mi paso me recordaba que era una pésima idea.

Aterricé con la gracia de un saco de patatas contra el suelo; me puse en pie como pude, a los segundos vi a mis compañeros sacudirse el polvo y el ego porque su llegada al siniestro no habría sido más armoniosa que la mía. Poco tiempo tuve para pensar en ello; el calor que ardió mi rostro me recordó que estábamos en medio del mismísimo infierno. Vimos el fuego crecer y decrecer con la caricia del viendo, como amante a punto de explotar, la expresión de mis compañeros era de asombro y terror, quise ordenar la retirada pero entendí que salir por donde habíamos entrado era poco más que imposible. Sería más factible continuar con el descenso hasta el empobrecido cuerpo de agua que intentar escalar de vuelta.

Una pared de fuego nos rodeó por un momento, me sentí un insignificante romano mirando los tornados de fuego que Dios lanzaría para salvaguardar a su pueblo, pero ¿Dónde estaba ahora Moisés? ¿De mano de quién el Todopoderoso habría enviado esta hecatombe para destruirnos?

Corrimos en cuanto el muro de fuego se abrió un poco, despavoridos hasta alcanzar la otra pendiente y nos lanzamos en ella sin siquiera pensar en los raspones y moretes que dicha acción nos traería. Desde la mitad de la montaña mirábamos como sobrevolaban los aviones lanzando agua para sofocar las llamas, esa agua que era tan insuficiente para el fuego nos sabía a gloria cuando nos caía encima, era como un maná.

De vez en cuando miraba a los chicos y el esfuerzo que hacían  por bajar y llegar al riachuelo, entonces al ver el fuego que se ladeaba y nos pisaba los talones empezamos a dejarnos caer poco a poco para llegar al fondo lo antes posible y para escapar tendríamos que subir la montaña de en frente, esa que nos llevaría a la libertad.

Poco después de iniciar el descenso notamos la presencia de un par de brigadas más, ellos nos hacían señas para ponernos a salvo, cada vez nos dejábamos caer con más rapidez, hasta que al fin alcanzamos tierra firme aunque accidentada.

Nos reencontramos con otras dos brigadas quienes desde el fondo de la montaña contemplaban las llamas furiosas, no había nada que pudiéramos hacer más que mirar; era un espectáculo avasallador, y sabíamos que el fuego nos iba a alcanzar y no debíamos quedarnos allí, mirando, entonces uno de ellos dijo – Sé que es una locura, pero para estar a salvo tenemos que subir toda la montaña a ver a que sitio salimos

Era la locura más sensata, y entonces nos decidimos a hacerlo, pero de pronto, cuando piensas que las cosas nunca pueden empeorar, empeoran y caímos todos en pánico al ver asomarse otra inmensa llama devorando aquella montaña por la que nos íbamos a escapar. Técnicamente estábamos rodeados de fuego, de inmensas llamas que corrían hacia nosotros por todos lados, llamas que parecían edificios y que empezaban a sofocarnos.

Lo único que teníamos era un riachuelo en el fondo que partía ambas montañas, a medida que las llamas se acercaban yo sentía que me derretía, ya nada había que hacer. Por un momento miré la cara de mis dos compañeros de brigada, yo había llevado a esos jóvenes a una muerte segura, pero no tendría tiempo de perdonármelo, menos de recriminármelo.

Un lamento interrumpió mi pensamiento, era aquel hombre alto, de barba tupida, fuerte, ese que humillaba a los jóvenes en los bares, ese invencible que parecía no temerle a nada, lo vi, pertenecía a otra brigada, metió sus grandes piernas en el río y lloró en voz alta – ¡Mi madre! vamos a quedar todos muertitos aquí –

Lo dijo en gallego, y eso le daba más gracia, lo dijo llorando y eso le daba más gracia aún. La vida me daba la oportunidad de verlo tan débil y disminuido, de esa cínica risa no quedaba nada, más que unos ojos cristalinos y un rostro pálido pidiendo clemencia. Tal vez sería mi última carcajada y no me iba a negar ese gusto final.

Lo vi, me vio, lo vimos todos, nos reconocimos, y eso fue todo, las llamas estaban encima nuestra, pero de pronto un regordete dijo Vamos a meternos en el río, no se puede evaporar todo

Puedo decir que su idea fue brillante, o te metes al río, o esperas a que las llamas te atraviesen. Todos lo hicimos, éramos 15 tipos y nos sumergimos en aquel río que tenía más profundidad de la que hubiera imaginado.

Me sumergí lo más que pude, el toque del agua me reconfortaba, me refrescaba, me aliviaba, me curaba, sentía que el agua era como el oxígeno, pero cuando este me empezó a faltar saqué la cabeza y me di cuenta que el fuego nos rodeaba por completo, la visión era escabrosa, jamás podré explicarlo con palabras, era como estar adentro del sol. Las erupciones constantes, el color amarillo deslumbrante, entonces horrorizado me volví a sumergir en el agua que parecía calentarse, hervir, no se podía respirar adentro, menos aún afuera, recordaba esas ilustraciones de la enciclopedia familiar, cuando el magma se encuentra con el océano y lo hace hervir.

Cada vez estaba más agotado, el efecto del calor me mareaba y nublaba mi vista. Después de sumergirme en el agua caliente volví a sacar la cabeza para tomar otra bocanada de aire contaminado, y quise mirar al cielo para pedir ayuda, pero esta vez no había cielo, solo unas amarillas llamas que nos cubrían como un puente, eran agresivas y estaban en constante movimiento, transformaban el monte en desolación y sin más remedio tuve que volver a sumergirme.

En ocasiones me encontraba con la mirada de algún chico que hacía lo mismo que yo, luchar por respirar. Fue un momento muy largo, lleno de agonía, cuando menos lo pensamos el fuego ya había consumido todo a su paso y siguió otra dirección, se fue marchando poco a poco, dejándonos un paisaje negro y lleno de humo, ardían los ojos al verlo, y ardía el alma por la tristeza. El suelo seguía caliente, pero ya nada mas podía arder allí.

Todos estábamos vivos y nos miramos sin decir palabra, solo esos montes negros eran testigos de aquella masacre contra la naturaleza, a algún gracioso que se le ocurrió tirar un cigarro o encender el monte intencionalmente.

Nos quedamos allí un rato, a medida que el agua se enfriaba recuperamos energía, y la bebimos, bebimos esa agua que salvó nuestras vidas, sino, hubiéramos sido parte de ese paisaje muerto.

Al caer el sol nos dispusimos a subir esa gran montaña, nadie iba a sacarnos de ahí. Tuvimos que caminar bastante y a nuestro paso vimos animales quemados como serpientes y zorros, era triste caminar por allí. Sacamos fuerzas y empezamos a subir camino a la patrulla, nos despedimos de las brigadas y conduje hasta la base, solo Manuel  hablaba y era lógico lo que decía, alguien había provocado el segundo incendio y así nos quedamos sin escapatoria, pero… ¿Quién habrá sido? Alguien como el tipo que en aquella fiesta de la Saleta me recibió con un puñetazo. No era personal, eso era evidente, pero en otros incendios cayeron varios miembros de brigadas, dejaron allí la vida, entre la lumbre y el humo.

Pasaron los días y llegaron las lluvias, las plantas volvían a nacer como nosotros habíamos nacido de nuevo y en el pueblo todo se normalizaba, los brigadistas perdíamos nuestro trabajo, porque la lluvia era la mejor guardiana de los bosques.


Seguí con la vida, fui a un bar y lo vi, era él, tan alto, tan fuerte y con esa barba tupida, aquel valentón me reconoció y sólo agachó la mirada.



jueves, 6 de octubre de 2016

Janely

La conocí con la temprana mañana, me encontraba en un profundo sueño, pero ese día que empezaba sería un nuevo comienzo. Aun el silencio de la ciudad que empezaba a despertar era placentero, lejos del bullicio que pocas horas después nos invadiría hasta dejarnos atrapados en él.

He visto tantas veces la muerte, pero esta vez no hablo de la mía en particular, hablo de muchas personas cercanas que se nos han ido y el presenciar sus decesos aun me provoca un nudo en la garganta imposible de deshacer. Esta vez no hablaré de eso, lo que vi fue todo lo contrario, el milagro más grande, que es la vida.

Dando vueltas en la cama desperté de sobresalto, mi teléfono no dejaba de sonar. Empezaba a clarear, era muy temprano y con la voz rota contesté sin mirar el número que aparecía en el identificador.

– ¡Tienes que venir! Es muy urgente, mi hermana está a punto de dar a luz –

La información se asentaba en mi cabeza con lentitud, las piezas se iban acomodando despacio y recordé a Rocío, la hermana de mi pareja, en verdad estaba esperando un hijo y se habían cumplido los meses, podía ser cualquier día, en cualquier momento.

Judith había decidido llamarme, a pesar de que llevábamos poco tiempo juntos quiso que yo estuviera ahí, aun no entiendo por qué, pues los pocos que me conocen saben que yo no soy médico.

Aturdido me puse la ropa, no había tiempo para más, mis cabellos como el principito; arremolinados y de punta, los ojos hinchados y no recuerdo lo demás, en el primer cruce tomé un taxi rumbo a escuadrón 201, allí por Ermita Iztapalapa, en la ciudad de México; si no me equivoco corría el año 2009. Había sido una de las mejores visitas al país con una excelente gira. De pronto volvió a sonar el teléfono, Judith estaba más desesperada y preguntó – ¿Dónde estás? Los dolores de mi hermana son cada vez más fuertes –

Aun entre la realidad y el sueño respondí – Ya no tardo nada, estoy muy cerquita –

Judith colgó, era raro recibir una llamada de ella, pero dos en menos de 15 minutos sonaban preocupantes. Llegué a su casa, allí vivía con su madre, dos hermanos, su hermana, su cuñado y algunos vecinos que colindaban sus casas por medio de un gran patio. De la gran familia todos estaban trabajando, nadie sabía nada, solo estaban Judith, Frank y Rocío, justo su hermana embarazada y su cuñado.

No era muy clara mi presencia en el lugar, pero llegué lo antes posible y me encontré con una Rocío muy desmejorada, en momentos lloraba del dolor; Frank; su marido sacó el coche y nos dijo – ¡Suban! A ver si llegamos al hospital –

Yo iba de copiloto, Frank al volante y las hermanas en el asiento trasero.  Fue un viaje que se hizo eterno, los semáforos, los topes, la velocidad, los quejidos de Rocío que de vez en vez nos alteraban gritando – ¡Ya no puedo más! –

– Aguanta – le decía Judith al apretarle la mano

Cuando un semáforo se ponía en rojo era tan desesperante, y peor aún ver  a esa gente mandando mensajes desde su teléfono al momento de conducir el coche. Frank siempre controló la situación, lidiaba con esos grandes tumultos de la Ciudad de México, con esos cafres al volante, esos semáforos, esas calles en mal estado y alguna amonestación de parte de su mujer quien le pedía que pasara los baches con más precaución.

Otro grito de Rocío nos sacó de calma y dijo – De verdad ya no puedo –

Judith solo le decía cosas para que se distrajera, pero nada funcionaba, por un momento pensé – Este bebé va a nacer aquí – Y eso me aterraba.

Cada tope, cada atasco; salían coches por todos lados, no se veía claro el camino para llegar al hospital, por más atajos y callejones no había manera, y dentro del coche las cosas empezaron a ponerse complicadas.

Rocío se incorporó, recuerdo que traía un pantalón de tirantes y se los empezó a desabrochar – ¡Ya viene! ¡Ya viene! –

– Nooo – gritamos todos al mismo tiempo

– Ya está a diez minutos el hospital – Dijo Frank

– No tengo diez minutos, además estás conduciendo muy feo –

– Sí Frank, en una de esas salen el bebé y la mamá volando – Sentenció Judith

El sudor en la frente del padre denotaba que la situación se le estaba yendo de las manos. Rápido igual a dolor, lento igual a perder la carrera, tal vez no había escapatoria y lo que todos nos temíamos estaría a punto de ocurrir.

Tardé más en pensarlo; Rocío dijo entre llanto y desesperación sin dejar de desabrochar sus pantalones de peto – ¡Ya viene! –

Judith la quiso detener pero era demasiado tarde, la fuerza de Rocía era descomunal y se bajó los pantalones hasta las rodillas, yo giré la cabeza y lo que vi era una premonición de lo inevitable, la cabeza del niño estaba completamente fuera del cuerpo de su madre.

Se lo dije a Frank – Francisco, tu hijo ya va a nacer, acaba de asomar la cabeza –

Por el retrovisor no pudo ver mucho y me dijo – Tu y Judith, reciban al niño –

Perdidos en la gran ciudad y desorientados estaríamos a punto de recibir al bebé, por momentos me aterraba pensar en que algo saliera mal, pues siendo fatalista han habido casos que se complican.

Me quité el sacó y le dije a Judith – Aquí –

Ella tomó la mano de su hermana y no sé si sus frases fueron sacadas de lo que vio en alguna película y empezó a sentenciar – Puja, puja –

Rocío la estaba pasando verdaderamente mal, los intensos dolores, sin anestesia y en el asiento trasero de un coche. Su gesto era como si la estuvieran desgarrando por dentro y es que la cabeza del bebé era imponente, nunca había visto algo así, era grandísima a mi parecer, aunque lo peor vino unos minutos más tarde, entramos en pánico al creer que el bebé se había atascado, tenía un tono morado y no acababa de salir, pero no debíamos tirar de la cabeza, pues podíamos lastimarlo.

Rocío hizo toda la labor, yo coloqué mi chamarra esperando que en algún momento saliera, pero por más esfuerzo de ella, el bebé no lograba asomar más que la cabeza entera.

Ver algo tan natural no es frecuente, y pensar que la mayoría nacimos así, me quedé pasmado, pero más aún cuando Rocío se dilató y el bebé asomó los hombros; si la cabeza era grande el cuerpo mucho más, tal vez exagero al hablar de 8 centímetros. Yo sentí que Rocío se partía en dos, pero el momento milagroso al fin llegó, el bebé estaba saliendo completamente.

Fue el fin de la agonía cuando el bebé estaba sobre mi chaqueta y Rocío por fin entró en un estado de paz, fueron segundos y empezó a preguntar por su bebé.

– Es niña – Dijo Judith

– Y está bien – Dije al momento de envolverla en mi chaqueta.

De pronto empezó a orinar como si de una manguera se tratara – Pero no lloró – dijo la madre

– Pero si nos meó – Sentenció Judith alegre

Teníamos los pelos un poco salpicados, pero estábamos felices por lo que parecía un parto exitoso.

De pronto se hizo un silencio y a pocos metros miramos el hospital, fue algo así como una sensación de haber llegado al baño, pero… ya para qué.

El coche de Frank estaba lleno de líquido amniótico y restos del cordón umbilical que por cierto tenía un aspecto grisáceo a la luz de la primera mañana.

Allí estaba la nena, junto a su madre, se miraron por primera vez, como si ya se conocieran, tal vez se estaban reconociendo madre e hija, para los que no creen en los milagros eso fue ver el milagro de la vida, un nuevo comienzo. Se la puso junto al corazón que aún le latía muy rápido y con las pocas fuerzas que le quedaban esbozó una bonita sonrisa. Judith y yo las miramos hasta que llegaron los paramédicos y se llevaron a las dos.

Frank se bajó del coche que había dejado mal aparcado y el reporte médico horas después fue que Janely estaba junto a Rocío fuera de peligro, un parto natural, bien ejecutado y en movimiento, a pasar de las turbulencias del tránsito.


Todos los niños deberían conocer sus historias, de cuando nacen, pero pocos están interesados en ese día en que dieron sus primeros respiros, incluso yo no conozco la mía, pero a fin de cuentas la conocí con la temprana mañana, en su primer segundo de vida.



miércoles, 28 de septiembre de 2016

Manos Acartonadas

¿Tal vez sea verdad? Hoy me lo he preguntado varias veces y después de tanto reparar en eso me di cuenta que no puedo. Mucha gente se ha empeñado en cambiarme, lo he visto, han luchado con todas sus fuerzas y no han podido, lo peor es que no los veo felices en sus vidas, no quiero ser como ellos, hoy sé que no tengo remedio, ni lo quiero tener. Después de resistirme al cambio, solo aprendí una cosa, debo aceptarme.

Mi padre decía que yo no quería venir a este mundo, lloré mucho al nacer, y seguí llorando durante meses, tal vez te podría decir que me acuerdo de algo, pero no, solo sé que extraño mi planeta, es posible que allí viviera tan feliz, y tengo la esperanza de volver algún día.

Era un soldadito de plomo mi juguete favorito, esa canción que cantaba Parchís me recordaba aquellos tiempos. Y es que tenía 5 años, tan curioso y con la mirada picaresca; sin amigos en la escuela, pero ese era yo; de rizos rubios, más huraño que desconfiado.

Dicen por ahí que los niños no tienen problemas, que viven en un mundo aparentemente feliz, pues los adultos se han olvidado de que algún día fueron niños, y creen que los miedos y las lágrimas de nosotros los pequeños no tienen importancia.

No seré egoísta, hay niños que sufren más que otros, aquellos niños que tienen que aprender a sobrevivir solos en las calles, que están desamparados sin nadie que les tienda la mano. Pero cada niño tiene sus problemas. Mientras los ancianos se vuelven el olvido; lo que yo no olvidaré es la historia de este niño y un anciano, que voy a contar a continuación.

La vida se repetía, daba vueltas como el scalextric con el que jugaba, todo era cíclico, los viejos morían, los niños dejaban de serlo y se perdían en el limbo, en el mundo de odios y guerra que controlaban los adultos, algo estaba mal y no se contra quien era mi guerra, pero la desaté en mi propia casa.

Al poco tiempo de haber llegado de Vigo conocí a mis abuelos maternos y a mis 2 tíos; Pepé y Cris, al principio no fuimos grandes amigos, pero vivíamos todos en la misma casa, allí con mis padres y mi hermano recién nacido. Recuerdo poco aquella casa de grandes ventanales excepto que tenía que abandonarla, la paciencia de la familia de mi madre estaba por agotarse o ya se había agotado por completo, ya no soportaban más mis juegos, mis ataques, o mis travesuras.

 – ¡Ese niño está loco! – gritó Pepé cuando le clavé en el culo una jeringa que encontré en la basura; o peor aún la noche que mordí con todas mis fuerzas el dedo gordo de mi abuelo cuando él dormía en plena madrugada. Podría jurar que se le erizaron los pocos pelos que tenía, se levantó gritando maldiciones, pero jamás pudo alcanzarme. Seguramente la torpeza del sueño profundo y el sobresalto le habían dejado desconcertado.

Con quien peor me llevaba era con mi abuela, ella sí me daba bofetones y manoteaba cuando a sus ojos tenía un mal comportamiento. Lo que ocurría muy a menudo; todo eso llevó a esperar la oportunidad de venganza y se dio el momento perfecto, pero las consecuencias de aquel día serían irreversibles.

Sin pensarlo y con sonrisa picaresca miré a la abuela, venía desde la cocina sosteniendo con sus dos manos una fuente llena de comida, salí de entre los sillones repentinamente y al mirarla con las manos ocupadas no lo dudé, le mordí el culo como si se lo fuera a arrancar. Creo que su cara cambió de color y un grito desgarrador advirtió de lo ocurrido. El abuelo cambiándole el nombre le dijo – ¿Qué pasa María? – fue burlón. La abuela se llevó las manos a la cabeza y llamó a mi madre casi llorando – Revísame Mary, creo que estoy sangrando –

– ¿Qué pasó mamá? –

– Tu hijo me mordió –

Al revisar a la abuela solo estaba marcada esa pequeña dentadura de los primeros dientes de leche, no había sangre, no había más que un tono rojizo –  El niño está muy mal educado – le repetía a mi madre mientras le decía – No tiene nada mamá –

– Tu hijo es el demonio, es muy difícil de aguantar – lo dijo en nuestro dialecto y lo volvió a repetir.

Mi padre movía la cabeza de un lado a otro, no era muy apreciado por sus suegros y con mi ayuda pronto nos echarían a los dos de casa. Pero más tardé en pensarlo que en suceder, esa comida marcó un antes y un después, mi abuelo hacía énfasis en que había muchas conversaciones de adultos, ¿por qué tenía yo que ser la conversación de todos los días? Eso era molesto – A los niños se les educa – le decía a mi padre

La abuela indignada dijo – Tenemos pensado ir a la playa una semana de vacaciones, pero un niño así no se puede llevar a ningún sitito –

Después de escuchar de todo mi padre dijo – No le estoy pidiendo que lo lleve suegra, ya no tendrán que aguantar más al niño, se irá conmigo, de la escuela al trabajo y no lo verán más, solo para dormir aquí sí se puede –

La conversación subió de tono, los abuelos terminaron enfadados con mi padre, quien ya no tenía energía para decirme nada, de mi madre recuerdo muy poco en mis primeros años, era como un fantasma que se encontraba cerca, pero nada más. Solo pude reconocer la mirada de Pepé y de Cristina, era la de siempre, de impotencia, tal vez de tristeza, pero nunca dijeron nada.

Todos los cambios son buenos, así lo sentí cuando después de la escuela me iba con mi padre a su trabajo. Fue muy divertido, podía correr de un lugar a otro. El lugar eran unos baños donde se ofrecía un servicio parecido a la sauna, un concepto de baños de vapor lleno de cuartos, pasillos, caldera, lavandería, recepción y mil recovecos; se llamaban los “Baños Refugio” y se encontraban en Neza, un lugar emblemático de la Ciudad de México.

Paradójicamente el nombre de aquel negocio le dio refugio y guarida al niño para no ver más a la familia de su madre, y allí podía inventar sus juegos, podía correr en la azotea, pasillos y charlar con los empleados y algunos hijos del personal.

Mi padre era relajado en aquel tiempo, desentendido, eso me permitía explorar y sentirme libre, estaba liberado del control excesivo y sin sentido que ejercían los abuelos y mi madre, podía ser yo, inventar mi mundo y empezar a descubrirlo.

De la familia de mi madre ya no recuerdo más en mi infancia, llegaba a dormir y algún domingo comíamos todos, pero hasta los sábados estaba el día entero en el negocio que atendía mi padre. Se borraron de mis recuerdos después de los cinco años y pasaron a la historia. Es extraño que tampoco recuerdo a mi madre, fueron varios años así en una felicidad total; pero en todo paraíso hay algún demonio y estaba a punto de encontrarme con quien sería mi primer enemigo.

Esta es la historia de un niño inquieto y un viejo impaciente. De avanzada edad y gruñón, moreno, delgado, de gesto hostil y poco más, no logro dibujar su cara en mi cabeza por completo, es como una foto borrosa, pero maligna; allí lo conocí, en los Baños Refugio; se hacía llamar “El Poli”, un empleado de mi padre que trabajaba en la lavandería y en la caldera.

Con 80 años encima, era un viejo quisquilloso con el que nunca simpaticé muy bien. Con los años mi padre me contó que este señor era un asesino a sueldo, lo que hoy se conoce como un sicario y varias veces le ofreció sus servicios a mi padre diciendo – Andrés, si alguien te estorba dímelo, yo lo quito de tu camino –

Pero el patrón nunca pensó en tomarle la palabra, aunque le daba una idea que con ese empleado había que llevar todo por la buena.

Los niños no miden los peligros, y este travieso fue a jugar con Don Poli, pero al señor no le agradó mucho, primero empezaron las miradas de desafío, estaba a punto de desatar una enemistad con graves consecuencias.

– ¡Caramba, los viejos no son lo mío! – Acabo de pensarlo entre risas, pero lo que sigue es muy serio y perturbador.

Fui yo el culpable, he de reconocerlo, era insoportable, también lo reconozco, o tal vez aun lo sea, jugaba mis juegos y quería llamar la atención, no tenía las mejores ideas para hacerlo, entonces encontré a Don Poli doblando las toallas y escupí sobre una. Eso me hizo gracia, el viejo enfurecido me tomó del brazo apretándome y me advirtió – No vuelvas a hacer eso –

Claro que me dolió el brazo, pero el dolor físico no me atormentaba, me atormentaría esa amenaza que estaba a punto de salir de la boca apretada del anciano. Volví a reír, pero el señor lanzó su ira diciendo – ¿Ves ese largo pasillo que lleva a la caldera? –

Asentí mientras miraba ese pasillo que desembocaba en el cuarto oscuro donde las llamas bailaban en una caldera gigante. Me perdí en el fuego y en su poder, me puse serio y de una fuerte sacudida el anciano me trajo de vuelta para decirme – Pus si te vuelves a acercar por aquí te voy a llevar a la caldera y allí te voy a quemar, vas a arder en pedacitos –

Salí corriendo, lejos, lo más lejos posible hasta llegar al despacho de mi padre y le pregunté – ¿Ya nos vamos? –

– No – respondió seco

Esperé quieto, me escondí debajo de un camapé hasta que mi padre salió de la oficina, me subí corriendo al coche en el asiento del copiloto, y a las diez menos cuarto hicimos el acostumbrado camino a casa en aquella vieja caribe escuchando siempre la misma cinta, The Greats Hits de Neil Diamond.

Me las sabía todas, no entendía ni jota de inglés con mis seis años, pero tarareaba forever in blue jeans, beautiful noise y desiree.

Mi padre no era muy conversador, o al menos conmigo, además, que podía hablar el con un niño de seis años. Sin saber cómo empezar le solté de golpe – ¿Y si ya no vuelvo más? –

Mi padre me miró extrañado, devolvió la vista al camino y soltó una pequeña carcajada. Su respuesta era evidente, la decisión tomada nunca desecha, además ya llevaba más de un año con esa rutina, era absurdo que quisiera regresar a la antigua convivencia insufrible.

Por la noche en la casa ya toda la familia dormía, pocas veces me encontraba con alguien, además la habitación donde dormíamos mi hermano, mis padres y yo quedaba justo en la entrada y nada se me perdía del patio hacia adentro. Llegaba con la tarea hecha, cansado de jugar todo el día y a dormir para por la mañana ir a la escuela.

Un día más, después del colegio al negocio. Los Baños Refugio eran tan grandes que no los había podido explorar completos, le pregunté a mi padre que porqué era tan grande la caldera y me dijo que calentaba el agua de todas las tuberías y se hacia el vapor, pero mi pregunta era por el miedo que representaba y ya no lo podía ocultar.

Me imaginaba ese cuarto negro con llamas como el mismo infierno, un lugar donde moriría abrasado por el fuego, incluso esa noche tuve un horrible sueño, en mis pesadillas la amenaza de Don Poli se hacía realidad.

Soñaba como Don Poli me cargaba y me llevaba por ese largo pasillo que se iba haciendo oscuro, hasta llegar a ese cuarto y sentir el calor de las llamas. Gritaba en mi sueño y me miraba siendo arrojado a las llamas, ardiendo en medio de la desesperación. Desperté llorando, no quería ir a la escuela, pero mi padre continuó con la rutina, ni por error iba a romper lo que había dicho en esa comida, además las relaciones se habían vuelto más frías.

Pasó una semana y las pesadillas iban a peor, tenía que enfrentar ese miedo antes de que me matara, entonces llegué con Don Poli, lo miré como el primer día, me le acerqué y le dije – Yo no le tengo miedo viejo cochino –

El anciano enfureció, empezó a saltar como un simio a punto de echar fuego por la boca y me dijo – Te voy a quemar en la caldera si me sigues chingando –

– Ya le dije que no le tengo miedo viejo cochino –

Se lo solté así, sin más, pero el anciano ni tardo ni perezoso me tomó en hombros, me cargó justo como en mi pesadilla, parecía que se cumplía todo al pie de la letra, como una premonición, para esos momentos ya me sentía calcinado, y después muerto, me veía en trozos con una muerte horrible e impune. Entré en trance, en pánico profundo y empecé a golpear al anciano en la espalda, patadas, puñetazos, manoteaba y al ver la firmeza del tipo y conforme nos acercábamos a la caldera empecé a gritar para que me soltara.

En verdad estaba sufriendo, pero el viejo en puertas de la caldera me soltó y corrí lo más que pude, recorrí ese pasillo que pensé no tenía regreso y me volví a esconder debajo de un camapé, hasta que mi padre saliera de su oficina.

No le dije nada a mi padre, sería un absurdo, con la fama bien ganada que tenía no había como defenderme, y eso en caso de que no me tocara una paliza por molestar al señor, pero algo estaba muy claro, con Don Poli no se juega.

La rutina continuó y las pesadillas se hacían más frecuentes, empezaba a tener menos sonrisas y no me concentraba ni para jugar, me sentía sentenciado a muerte y es que a veces era imposible no ver a Don Poli, él se movía por todo el negocio y cuando me lo encontraba de frente se disparaban todos mis temores, ese señor en mis sueños era el mismísimo demonio.

Cada día era un tormento, tenía que acabar con ese ser maligno. Fue una noche que tomé la decisión, tenía que matarlo yo a él antes de que el me matara a mí. Yo lo sabía, ese viejo era capaz de cualquier cosa.

Fue hasta las nueve y media de la noche cuando me armé de valor. Mi padre estaba cerrando el negocio, justo en la puerta principal; algunos empleados y los últimos clientes se iban marchando uno a uno y según recuerdo yo Don Poli vivía allí.

Esa noche me dio por vigilar a escondidas sus movimientos y lo vi justo entrando por ese largo pasillo para hacer la última maniobra del día; apagar la caldera. Yo esperaba que fuera la última maniobra de su vida y lo vi caminar hasta que casi la oscuridad de la caldera lo perdía de mi vista, pero esa camisa blanca con tonos amarillentos lo delataban veía esa silueta en la penumbra. No sabía qué hacer, tenía la idea de tirarlo dentro de la caldera, pero a mi pasó encontré un picahielos, en el negocio había varios de esos que se utilizaban para perforar los boletos usados, lo tomé entre mis pequeñas manos y corrí, corrí hacia el a toda velocidad.

Se escuchó un grito desgarrador y después un largo silencio.

Los pocos empleados que quedaban y el padre del niño acudieron al lugar y se quedaron pasmados llevándose las manos a la cabeza.

La escena era grotesca, el anciano yacía en el suelo con el picahielos clavado en la espalda baja y se incorporó gritando – ¡Ese niño está loco! ¡Ese niño está loco!  –

Vi a Don Poli en el suelo y no sabía qué pensar, me sentí triste al ver que mi enemigo se encontraba con vida y pudiera tomar revancha. Mi padre me llevó, me sacó del lugar y no recuerdo que me dijo, yo tenía seis años y en mi razón no cabía nada más que el anciano tomaría revancha.


Pasaron los días y las noches, pero todas las tardes el niño y el anciano se veían, ambos se tenían miedo y respeto, las miradas eran fúricas, pero jamás volvieron a hablarse.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Fuera de Coordenada

Caminaba hacia la estación de autobuses de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; eran justo las diez de la noche, y para colmo todo parecía normal. La gente en la estación se movía presurosa para no perder su transporte al tiempo que apurados compraban algún recuerdito para llevárselo de la capital chiapaneca hacia sus destinos de origen.

En mi caso particular tenía como parada la ciudad de Puebla y digo tenía, porque desgraciadamente no llegué a mi destino…

Esperaba ese autobús que me llevaría a través de la noche, y entre las luces tenues del lugar al fin llegó mi transporte, serían 10 horas de carretera, pero durmiendo pasaría más rápido el tiempo. Iba algo cansado y al fin ese autobús que venía retrasado dio su anuncio de arribo. Sonó la voz de aquella mujer que nos invitaba a abordar la unidad con destino a Puebla para continuar a la Ciudad de México como último destino.

La línea de transporte era de lujo y nos ofreció un refresco y un bocadillo de queso con jamón; yo como era mi costumbre preferí a la botella de agua, siempre odié el refresco. Tomé plaza, mi asiento estaba justo en la parte delantera, era tan cómodo, me senté y puse mi teléfono inteligente para escuchar alguna música que podría bien arrullarme lejos de los sonidos del motor.

Una vez que todos los pasajeros abordaron el chofer nos dio instrucciones a cerca de las condiciones del clima y el estado de la carretera, el tiempo estimado a la Ciudad de México era de 12 horas y calculé que a las seis de la mañana llegaría a Puebla.

La cabina del autobús era independiente, el chofer cerró su puerta y de ese modo quedábamos aislados sin ver el camino.  Cada fila tenía tres asientos, uno en la parte derecha para aquellos que viajábamos solos y otros dos juntos para aquellos que viajaban en compañía.

Lo que parecía un viaje normal estaba a punto de convertirse en una pesadilla, el autobús se saldría de coordenada, pero ninguno de los pasajeros podíamos imaginarlo.

La Cuidad de Tuxtla Gutiérrez quedaba atrás, sus tenues luces se iban apagando conforme la oscuridad de la noche y el camino nos envolvían en penumbras; tal vez había pasado la primera hora y allí fue cuando algo raro tensó el ambiente.

La hora oscura me hiela la sangre, solo de recordar aquel momento sabía que algo andaba mal, pero no podía imaginar que tan mal. Fue de pronto cuando el autobús frenó, eso era tan extraño, los autobuses de lujo procuran mantener una velocidad constante para no incomodar a los viajeros y más aquellos coches de línea alta, yo lo sabía muy bien, que había viajado tantas veces en toda clase de autobuses.

Después del meter el freno a fondo se detuvo el vehículo y todos los pasajeros nos miramos preguntándonos qué había ocurrido. Podíamos vernos unos a otros con claridad, pues una luz azul de tono débil nos iluminaba para que pudiéramos ir al baño o caminar en cualquier otra situación.

La cabina del chofer permanecía cerrada, en  medio de la oscura carretera no tenía sentido que se hubiera detenido, pero pocos minutos después siguió su marcha como si nada hubiera ocurrido, entonces en una atmosfera de tensión todo volvió a la normalidad, una normalidad efímera y frívola.

El silencio era aplastante, todos los pasajeros venían despiertos, algo andaba mal y lo confirmamos al escuchar gritar al chofer – ¡Tranquilos por favor! –

Fue como un ruego, un lamento, la voz temerosa del hombre a través de la cabina nos hizo dudar a todos, algo estaba pasando atrás de esa puerta, pero nadie se atrevía a abrirla. Lo curioso es que el autobús seguía su marcha por la carretera hasta que de pronto se desvió en una vereda y empezamos a sentir las fuertes sacudidas que nos provocaba el terreno accidentado.

No era normal, estábamos fuera de la carretera, fuera de toda protección, fuera de coordenada, en manos de qué sé yo quién o quiénes. Quise encontrar alguna razón sin abrir esa puerta y la encontré cuando la chica que venía sentada atrás de mi encendió su teléfono móvil para comunicarse con alguien y dijo – Perdona la hora, pero no sé si llegaremos, acaban de secuestrar nuestro autobús, estamos en unos caminos donde las ramas se estrellan contra los cristales y los agujeros son… –

Dejó caer al suelo su teléfono y empezó a llorar; era un hecho, se podía sentir el pesado ambiente, los nervios desgarrando la mente, para ese momento ya sabíamos lo delicada que era nuestra situación.

Intercambié la mirada con otro señor que rondaba los cuarenta años y me dijo – ¿Qué está pasando? –

– No sé – le respondí mordiéndome el labio. Todos buscábamos respuestas, pero nadie se atrevía a abrir esa puerta.

Nos empezó a invadir la desesperación, cada vez el camino era más oscuro y más accidentado, afuera solo se podían ver esas ramas que se precipitaban contra las ventanas y recordé las ultimas noticias, las famosas fosas donde los asesinos entierran cientos de cuerpos en las rancherías o en los terrenos baldíos, a merced de quien estábamos, pero no tardaríamos mucho en averiguarlo.

Hay momentos para temer, pero hay otros para despedirse, por desgracia mi teléfono móvil no tenía señal y pues quien se enteraría de lo que podría pasarme, en ocasiones tardan meses en identificar los restos de las víctimas. Solo esperaba no fueran tan sanguinarios, podía ser un simple tiro, o tal vez mi cabeza rodando muy lejos de mi cuerpo.

Dejé de pensar y empecé a vivir con todos aquellos pasajeros los momentos de angustia, algo nos había unido, pasamos de ser unos completos desconocidos a fraternales amigos, pero todos hablando en voz muy baja, no queríamos perder detalle de los sonidos que podían provenir de la cabina del chofer.

Otro desgarrador grito nos confirmó que eran varias personas las que estaban golpeando y sometiendo al conductor, para ese momento dudábamos que el chofer siguiera conduciendo, tal vez estaba arrodillado mientras otro nos llevaba a un destino incierto.

Se escuchaban gruesas voces, eran como macabros entes que podían hacer de las suyas a placer. Las maniobras se sintieron más bruscas, pensamos que el peso podía voltear el transporte, pero milagrosamente y después de un salto no ocurrió así. Quedamos atascados en una zanja profunda, al parecer querían meter el autobús en otro camino imposible de transitar, pero no lo lograron y al mirar al cielo solo vi la luna, podía sentir que estaba cerca de cualquier estrella.

Fueron los segundos más largos, el silencio que prosiguió podía cortarse con una tijera. Era como si esperáramos a que esa puerta se abriera, como quien espera la bala para ser fusilado, pero esa puerta no se abría, estábamos todos a la expectativa.

Unos no dejábamos de mirar la frágil manilla, otros perdieron el control e intentaron meterse al baño, en el que con trabajo cabían tres personas una sobre otra, se metían allí como si hubiera escapatoria, pero no. Las ventanas del autobús estaban selladas y no teníamos nada a la mano para romperlas, a otros los vi esconderse debajo de los asientos, como si no fueran a ser descubiertos, pero la chica del móvil, yo, y unos cuantos nos quedamos allí frente a esa puerta que no se abría.

Como en todas las ocasiones pasa siempre lo inesperado. Se apagó la marcha del autobús y con ella las luces tenues y el sonido de la máquina dejándonos  totalmente a oscuras y en silencio. Pobre gente, pobre de mí, pensé, nada más era esperar lo peor, allí tan alejados de todo podíamos esperar la muerte, y las chicas ser violadas, como en tantos casos ha ocurrido cuando leemos el periódico. Pero perdemos la capacidad de asombro, hasta que lo vivimos.

Empecé a plantearme ya no mirar más esa puerta y meterme debajo del asiento, pero me faltó tiempo. Fue tan confuso, pero por fin ocurrió, la puerta que con brusquedad fue abierta era precedida por unas pequeñas linternas que portaban hombres con armas largas. La cosa no podía ponerse peor, eran cuatro, tal vez cinco y del conductor no se escuchaba nada, podía estar por allí tirado.

Gritaban, nos aturdían, nos impactaban, nos amedrentaban – Ya valieron verga, de aquí nadie sale vivo ni virgen –

Y como era de esperarse no había ningún escondite donde estar a salvo, empezaron a bajar a todos los viajeros con violencia, a los que intentaron meterse al baño les gritaban y a los que se escondían debajo del asiento a tirones de ropa y de pelos los arrastraban para que salieran por la única puerta.

Llegó mi turno, decidí bajar con los que lo hicieron voluntariamente, para encontrarme con la estrellada noche de la carretera, a veces los paisajes son tan bonitos e imponentes, pero a la vez son testigos de todas esas injusticias.

¿Iba a morir? Tal vez, nos habían llevado demasiado lejos, estábamos completamente en las garras de unos asesinos y todo podía pasar, alcancé a ver por el rabillo del ojo el cristal delantero del parabrisas estrellado, era como una piedra que había impactado, además en esas pequeñas carreteras no hacía falta más que un tronco de árbol para bloquearlas.

Todos estábamos abajo entre la maleza y el fango, a las mujeres las tomaron y las pusieron mirando de espaldas en la parte trasera del autobús, a nosotros nos pusieron debajo de vehículo, a oler aceite y gasolina, acostados boca abajo esperando lo peor.

Los rufianes se paseaban con sus armas largas y uno de ellos dijo – Que nadie se mueva, puede ser la última vez si hacen alguna pendejada –

Otro de ellos a gritos les repetía – Ya hay que matarlos, pero primero quítales todo –

Sacaron maletas, computadores, teléfonos móviles, dinero y todo lo que los pasajeros llevaban, entonces un chicho se atrevió a hablar – Son mis documentos de la tesis, por favor no se los lleven –

– Devuélvele sus chingaderas – dijo otro y las tiró al fango

– Ya hay que chingarlos –

– ¡Cálmate perro! – le gritó uno al otro

El nombre no era muy alentador, el perro ese estaba desquiciado y podía desencadenar una masacre. Mientras me comía el fango pude ver la sombra de una ancianita que se puso muy mal y dijo – ¿Por qué nos hacen esto? ¿Qué les hemos hecho? –

Un largo silencio nos dejó a todos retumbando esa voz en la cabeza, incluso los asaltantes se quedaron callados, se acercó uno y pensamos que podía haber sido contraproducente, pero la voz angelical de esa señora cambió las cosas y por boca de un rufián salieron las siguientes palabras – No se preocupe, si nos dan sus pertenencias no les haremos daño –

Todos suspiramos, se había manifestado la bondad y esa frágil señora era tan fuerte o más que los cinco sujetos que portaban las armas largas y habían desviado nuestro autobús para ponernos en esa situación.

Fue una lección de fortaleza, de la verdadera fuerza. Pronto nos pusieron a todos en pie, hicimos una fila esperando a ser cacheados por un ladrón, mientras dos de ellos apuntaban, el perro hacía guardia en la parte más cercana a la vereda y así, uno a uno fuimos pasando, quien se resistía se llevaba unas buenas bofetadas. Y llegó mi turno.

Estaba en pie hablando con un señor de estatura baja, un poco robusto y con el bigote bien recortado, moreno y de pelo rizado, con esa coletilla tipo Los Bukys y me dijo – ¿Es todo lo que traes? –

– Sí –

Metió su mano hasta mis calzoncillos y encontró mi teléfono móvil que tanto había cuidado, lo sacó bruscamente y casi me arranca los cojones de cuajo. Fue doloroso, pero a la vez lo había perdido todo; desde mi laptop, hasta identificaciones, tarjetas y cualquier cosa que podía necesitar en mi viaje.

Estaba más ligero que una japonesa de doce años, pero con vida.

Fue un momento de distracción y mientras todos los pasajeros se acercaban a la viejita, los asaltantes huían, perdiéndose en la oscuridad.

Yo miré a esa señora de lejos, sonreí y estiré mis brazos al tiempo que sentía el calor tropical de no sé qué zona de Chiapas y miraba al cielo esas estrellas desde un agujero cubierto por la vegetación.

¿Vendrán a rescatarnos? claro que sí, pensé, llegaría la policía, esa que está en los caminos, llegaría tarde, tal vez con la madrugada, pero llegaría. Miraba esa vereda y pensaba, solo pensaba.