miércoles, 4 de marzo de 2020

La Ciudad de los Zopilotes


Fui bienvenido a la ciudad de los zopilotes, donde las montañas de basura cubrían las grandes planicies y los olores se apoderaban de los sentidos, no conseguíamos abrirnos paso entre tantas cosas tiradas en el suelo y las moscas se podían contar entre las plagas, con desolación miré a mi amigo que me dijo – ¿Pero qué es esto? ¿Dónde nos hemos metido? –


No podía darle respuestas, mi ambición por mostrarle el mundo nos había llevado a un vertedero, una ciudad vertedero, llena de chatarra, residuos y contaminación, en la que los únicos que disfrutaban del festín eran los zopilotes que comían la carroña hasta mancharse el pico.


El paisaje era desolador, el olor tan fuerte a descomposición picaba en la garganta y la nariz – Estoy muy cansado de todo esto, ya no quiero seguir –


Vi a un Héctor apagado, incluso deprimido, rendido, con el profundo pesar de las dos noches anteriores, la primera una aparición de ultratumba en San Salvador, la segunda una riña con disparos en Tegucigalpa. Las emociones habían sido muy fuertes, aun no sabía que era lo que me mantenía dirigiendo esa aventura que se había tornado una pesadilla, las nubes grises de contaminación y el polvo en el viento me cegaban, juraría que respirar un día allí equivaldría a fumar más de veinte cigarrillos.


– Si quieres volver, volvemos, de milagro estamos vivos y todo para que el siguiente día sea más triste y desalentador –


– No te preocupes, sé que no era tu intención, vamos a intentar seguir –


Caminamos Héctor y yo pateando todo tipo de desperdicios, latas, cascaras de plátano hirviendo por el calor; subiendo y bajando montañas de escombros, con olores diversos, pero cada vez peores, olía a putrefacción, a muerte, nos abríamos paso entre los zopilotes, y ellos escapaban cuando nos veían vivos, de entre la gente había quien recogía basura y la clasificaba, otros buscaban que comer en los desperdicios, y en medio de todo aquel desbarajuste se alzaba frente a nosotros una vieja estatua junto a un plaza, Francisco Morazán, decía la placa 1792-1842, ese militar político olvidado por el mundo, cayó él y su confederación centroamericana, su legado estaba escrito en una estatua de hojalata, allí entre latas y otras materiales forjados de la nada, el olvido.


Caminamos entre la pobreza y la suciedad, solo los zopilotes acudían al banquete, pues el aterrizar en esa llanura enlodada era garantía de alimento, entre la tierra se criaban las ratas, las cucarachas y otros animales rastreros.


– Me deprime mirar hacia cualquier lugar – pensé viendo ese paisaje apocalíptico, no podía imaginar que tirar basura tuviera esas consecuencias tan horribles para el planeta, eso era un crimen, era condenarnos a la extinción, a la misma muerte, a las enfermedades y las moscas no dejaban de rondarnos.


– Aun no estoy muerto – les repetía a los animales carroñeros y a los insectos – Han de comerme, pero no será hoy –


Con tanta basura estaban tapados los drenajes, las aguas negras se evaporaban por el fuerte calor, y cuando llegaba la lluvia torrencial las inundaciones eran catastróficas, el agua entraba a las casas con excremento y basura, se pudrían los muebles y flotaban los muebles.


No había manera de vivir así, o tal vez ya era una forma de subsistir, de no ser por la basura muchas personas no tendrían que comer, ni que recolectar. El aire era veneno puro, respirar esas nubes negras acortaba la vida, pero ¿Quién querría vivir más? ¡Vivir así!





Nuestros pies seguían batallando por encontrar un lugar donde aterrizar en cada paso, mientras de entre los escombros unos ojos oscuros me acecharon, no me quitaban la vista de encima, yo miré esos ojos de la misma manera y ella se puso en pie, dejando de recoger basura. Su pelo rizado, su cara sucia, un vestido traslucido que parecía hecho con viejas cortinas, su piel muy morena y quemada por el sol, casi de tonalidad africana; con rasgos duros nos increpó diciendo – ¿Vienen a recoger basura? –


– Sí, así es – dijo un Héctor desorientado.


– Somos muchos recogiendo basura, pero hay para todos –


Yo la miré sorprendido y ella continuó – ¿Que buscan? El cobre lo pagan muy bien, hay que desarmar las computadoras viejas –


– ¿Y si matamos unos zopilotes y los comemos? – dije en tono de broma y logré arrancarle una sonrisa a la muchacha.


– Yo ya vendí cobre, tengo para comer hoy, si quieren los invito –


Me sorprendió la amabilidad de la muchacha y acepté de inmediato para no desairarla, nos pidió que la siguiéramos y compró fruta y unas tortillas en un mercado al aire libre, el olor seguía siendo fétido, los que quemaban la basura contaminaban las frutas con el humo, pero ella volvió a sonreír – Me llamo Leslie, soy de Tela –


– Yo soy de tergal y me llamo Héctor –


Leslie empezó a reír, su cara de tristeza quedó muy atrás – Tela en un lugar que está en la costa de Honduras –


– Ahhh – dijo Héctor rascándose la cabeza.


– ¿Ustedes son nuevos aquí? El negocio de la basura no es tan malo, si uno busca encuentra, yo estuve toda la mañana buscando para poder comer –


– Sí, somos nuevos, la verdad no sé si nos podamos quedar mucho tiempo – le dije.


– No es tan difícil, yo aquí vivo sola, tengo una casa de lámina, la pude armar con ayuda de los vecinos, todos aquí tenemos casas de lámina para cubrirnos del sol y de la lluvia –


Escuchar a esa mujer mientras veía el paisaje lleno de zopilotes y basura me dejaba ver que la bondad estaba en todas partes y que las flores aun crecían en el desierto, y hasta en los vertederos de basura.


El olor y las moscas estrellándose en mi cara me desconcentraban, tenía que comer sin tragar moscas, pues tragar cada bocado sin vomitar era un logro, entonces Leslie me dijo – Ten cuidado, a veces los zopilotes bajan y te roban la comida – me lo dijo riendo, resignada, de lo más normal, ese era el día a día, incluso había que imponerse a los animales para poder sobrevivir.


– ¿Y por qué te viniste desde Tela hasta aquí? –


– Tela era muy difícil, no había oportunidades de nada, aquí al menos la basura me da de comer, encontrar el cobre y otras cosas que he ido aprendiendo a distinguir, al principio me engañaban, pero ahora ya no –


 – Yo aún no sé encontrar el cobre –


– Yo les enseño, si se quieren quedar en mi casa no se preocupen y mañana les explico cómo se encuentra el cobre –


Me conmovió la muchacha; alguien que aparentemente no tenía nada que dar nos ofrecía todo, yo saqué unas latas de atún de mi maleta, eran las provisiones para el día siguiente, se las di a Leslie en su mano y le dije – Estas son para ti –


Ella las abrió y me agradeció muy contenta, olfateaba profundo el olor a atún – Gracias, yo no tenía muchos amigos, pero que bueno que llegaron ustedes, voy a arreglar mi casa para que se queden conmigo, hay muchos colchones en la basura y cada quien podrá dormir en uno –


No quería decirle que sí, tampoco que no, la vimos comer el atún, seguro que ya estaba harta de comer lo mismo todos los días, la dejamos aislada para que degustara, y Héctor se me acercó – Ya valieron madre las provisiones –


– No lo creo, la verdad es que se las dimos a la mejor persona del mundo –


– ¿Y para nosotros? –


– Para nosotros será mejor bajar la panza, ella nunca había probado el atún enlatado –


Héctor se quedó contento con lo que hicimos y pues no importaba ya la que comeríamos mañana, la sonrisa de Leslie lo valía.


Se acercó la mujer ya satisfecha – ¿Tu no me has dicho cómo te llamas? –


– Óscar –


– Hablas muy bien español –


– Ya sé Leslie, soy de España –


– ¿En España también se habla Español? –


– Sí Leslie, también –


Su alma era noble, y aunque no supiera muchas cosas sabía sobrevivir en medio de toneladas de basura – ¿Y por qué aquí Leslie? –


– Pues mi padrastro quería abusar de mí toda la vida, y mi madre me cuidaba, nunca lo pudo dejar porque él nos mantenía, yo era la única que no era hija de mi padrastro, los otros cuatro hermanos que tengo si eran hijos de él, y cuando mi mamá murió tuve que escapar –


– Uno nunca escapa de casa, siempre vuelve – dijo Héctor.


La mujer desconcertada solo sonreía de nobleza infinita, su piel tan maltratada por el sol dejaba ver unas manchas, esbozó una leve sonrisa que dejó ver heridas en sus labios, pero las heridas más profundas estoy seguro que las llevaba por dentro.


– Me tuve que ir, porque mi padrastro quería violarme, y sin mi madre ya nadie me cuidaría – dijo la mujer entristecida y continuó después de un sollozo – Un día mi madre volvió a casa mareada, sangraba mucho por la boca, nos dijo que la había atropellado un coche, se sentía muy mal y cuando empezó a vomitar sangre mi padrastro la llevó al hospital, desde ese día no la volví a ver nunca más, solo recuerdo a mi padrastro emborrachándose y yo limpiando los charcos de sangre que habían salido de la boca de mi madre, cuando supe que ella no volvería jamás me vine aquí, este basurero es mi casa, me da de comer –


Héctor y yo nos quedamos sobrecogidos, la historia de la pobre mujer nos había tocado el corazón, ella recobró la calma y nos llevó a su casa de hojalata, mientras el sol se ocultaba tras las grandes montañas de basura; fue uno de los horizontes más raros que jamás haya visto, las moscas se posaban en todas partes y los zopilotes satisfechos emprendían el vuelo.


Una vez llegado el ocaso oscureció y la penumbra era infinita, deducía lo que pisaba solo por los sonidos; Leslie nos tendió un colchón y acostumbrados al olor supe que había valido la pena llegar hasta allí y conocerla. Dormimos en medio de un gran basurero, a pesar de que esa tierra estaba contaminada por el virus humano pudimos ver el cielo negro  través de los agujeros en ese techo de hojalata, Leslie nos dio las buenas noches, se escuchaba contenta de tenernos en su casa como sus invitados.


Las moscas furiosas como proyectiles se estrellaban en mi cara, pasaban por mis oídos zumbando, mientras el calor me hacía sudar; me quedé inmóvil, en medio de ese gran vertedero de basura, perdido en un lugar desconocido, sin coordenadas, y desde allí las estrellas se veían igual que en cualquier parte del planeta, quería pensar que aún había esperanza y que el mundo no podía terminar así.




domingo, 1 de marzo de 2020

Cielo Vacío


José Luis nos abrió la puerta rescatándonos de la mansión de los insectos, la vieja casa lucía fúnebre por el día, el polvo y las oquedades podían notarse aún más y los bichos se disponían a dormir después de la fiesta de anoche.


El guía que nos había puesto el párroco se acompañaba por su pequeño hijo que no había ido a clases esa mañana; con más andar que silencio fuimos a las ruinas de San Andrés, y a las Joyas de Cerén, ambas de origen maya, para terminar a la orilla del Lago de Coatepeque comiendo unas pupusas.


El día se fue en un parpadeo y cuando menos lo pensamos ya estábamos de vuelta en Izalco con el Padre, quien amablemente nos preguntó – ¿Cómo están hijos? ¿Les gustó lo que vieron de mi país? –


– Con todo lo que ha hecho usted por nosotros será imposible olvidarse de Izalco –


El padre sonrió complacido – Muchachos, hay una señorita que vino a preguntar por ustedes, estuvo ayer en la cena, ella se ofreció a darles posada esta noche, pues yo entiendo que la casa que se les prestó ayer no estaba en las mejores condiciones –


– No diga eso Padre es más de lo que merecemos este holgazán y yo –


Héctor se empezó a reír, el Padre también, entonces la sombra de una chica se hizo presente y nos dijo – hoy se van conmigo, aquí la noche es muy peligrosa –


– Pero, no queremos molestar – dijo Héctor


– En mi casa solo vivimos mi mamá, mi abuela y yo, y sé que les hará bien hablar con extranjeros, mi abuelita está deprimida –


El Padre nos dedicó una mirada piadosa – Vayan y descansen hijos, en este nuestro pueblito tienen su casa y todos los que vivimos aquí somos sus hermanos –


Fuimos tras la muchacha que esa noche se encargaría de nosotros, los lastres de Izalco, se volteó y nos dijo – Soy Cristina –


– Yo soy Héctor –


– Ya lo sabía, el padre me dijo sus nombres, un español y un mexicano –


Omití decir mi nombre y fuimos tras sus pasos por la oscura noche y las empedradas calles de lodo y arcilla hasta llegar a la muy humilde morada de Cristina y las mujeres que allí habitaban. La casa derruida, las paredes laceradas por el tiempo inclemente, el calor flotaba en la oscura noche y los ojos de una triste viejecita nos recibían.


Sus ojos que no podrían explicar lo que años atrás había sido El Salvador, que decir El Salvar, Izalco, en su pupilas nos dibujábamos dos jóvenes con el mundo por delante provenientes de tierras extrañas y con una sonrisa amble y tierna nos acogió sin presentación.


La mamá de Cristina sirvió la cena y nos sentamos todos a la mesa, pero la abuelita no nos quitaba los ojos de encima y nos preguntó – ¿Cuál es el propósito de su viaje? –


Esa pregunta nos hizo reflexionar, incluso nos miramos Héctor y yo, pues aun no encontrábamos ese propósito, pero Cristina interrumpió – No le hagan caso a mi abuelita, ya está muy viejita –


– No, ni lo digas, tu abuelita tiene razón, es muy buena pregunta –


Cristina desvió la charla, mientras la ancianita me sonreía, sabía que la habíamos entendido – Mamá, estos son los jóvenes de los que te hablé –


– Lo sé hija, estos dos muchachos ya son un suceso en todo Izalco –


– Hoy en día es muy fácil ser un suceso – dijo la viejita picara, yo me reí con ella, seguro tenía razón, pero Cristina insistía con otros temas y dijo – El año pasado vino de mochila una muchacha de los Estados Unidos, se quedó una semana, aquí le dimos hospedaje, de vez en cuando aún me escribe –


Empezamos a comer algo muy parecido a un tamal y la abuelita se puso a llorar en silencio, con las lágrimas que le caían al suelo, Héctor me miraba extrañado y yo a él, se hizo el silencio con las sonrisas nerviosas, entonces Cristina empezó – Abuelita, ya no llores, en el asilo vas a estar mejor, allá tienen actividades y no te obligan a bañarte diario –


– Pero yo estoy bien en mi casa, si lo que no quieren es visitarme no hay problema, yo me quiero quedar en mi casa –


– No hagas berrinche mamá – Le decía la señora a la más vetusta – Tu ya no puedes vivir sola –


– Yo sí puedo vivir sola, déjenme en mi casa –


– ¿Quieres que los muchachos te vean así? –


– Sí no les importo a ustedes que lo sepan todos –


Se tensó el momento, las risas se podían cortar con una tijera y fue entonces que imprudentes intervenimos – Necesitamos una compañera de viaje –


La viejita me miró cándida, recuperando la fe, pero no había sido más que un disparate lo que había dicho, lo noté en la cara de las más jóvenes de la dinastía.


– Pues yo creo que los asilos son aburridos – dijo un Héctor aún más imprudente y ese comentario acabó por desquiciar a la audiencia.


– Se tiene que ir – dijo Cristina – Nosotros ya no tenemos dinero y el gobierno tiene asilos –


– Pero yo tengo mi casa –


Se hizo el silencio, era una llamada de auxilio a gritos, pero nosotros éramos incapaces de recatarla, lejos de nuestras tierras, con un largo camino recorrido y por recorrer, queríamos curar las tristezas del mundo, pero el mundo nos enfermaba de tristezas a nosotros y en el final de sus ahogados ojos en llanto, ahogué mi impotencia.


– Es hora de dormir – Se la llevaron como quien se lleva a un loco sin voluntad, ella nos dijo adiós, me puse en pie y le tomé las manos, ella lloró en silencio, no pudiendo evitar su destino, ni nosotros el nuestro, ni el de nadie.


Nos cortaron la conversación y la mamá de Cristina dijo – Se debe dormir ya, para tomarse sus medicinas que tan caras nos cuestan –


Esa gente hacía mucho énfasis en lo caro, en el dinero, pero se hizo más noche y Cristina siguió como si nada hubiera pasado, su abuela no era trascendental y recobró la sonrisa diciéndonos – Muchachos, nosotros hable y hable y ustedes que mañana temprano se van para la capital, los voy a dejar dormir –


– No te preocupes por nuestro sueño – dije desconcertado con la pena de saber el destino de la pobre abuelita, pero Cristina volvió a invitarnos a dormir haciendo énfasis en que mañana temprano debíamos marcharnos – Yo lo digo por Héctor que se está durmiendo, mira como se le cierran los ojos –


– No, él está bien, tiene ojos de huevo apachurrado –


Héctor se empezó a reír en medio de la amargura, yo no pude y pregunté osadamente – ¿Por qué abandonar a tu abuelita? –


Cristina se ruborizó, o eso pude percibir a la sombra de la tenue luz – Aquí la vida es muy difícil, mi mamá y yo queremos ir para Estados Unidos, en El Salvador no hay futuro, si vendemos la casa de mi abuelita y la dejamos en un asilo, mi mamá y yo podremos irnos, para mejorar nuestra vida –


– ¿Y la abuelita? ¡Morirá de pena! – dijo Héctor


– Morirá Héctor, todos moriremos – respondió Cristina


– Muerte en vida, aunque ella solo quiere morir en su casa – les dije


– Ella ya vivió – dijo una Cristina ya cansada de nosotros, de la abuelita y de su vida.


Nos señaló los catres y nos acostamos boca arriba diciendo con desgano – Gracias, buenas noches –


Con los pantalones puestos y sintiendo la tierra en mis piernas me quedé viendo la penumbra en el infinito cielo de un lejano lugar, las estrellas no se veían como siempre, solo una a punto de colapsar; la abuelita que no se apartaba de mi cabeza, pensé en el abandono, en la desolación, en los inconvenientes de la edad y en la injusticia de toda una vida dedicada a la familia, esa familia que le pagaría con la traición y la indiferencia.


En la soledad de la noche ni los ronquidos de Héctor me molestaban, me pasó por la cabeza meterle un calcetín en la boca, pero no tenía fuerzas, estaba más cansado de lo que pensaba. A diferencia de otras noches no hubo pesadillas, solo dolor de espalada, hasta que un rayo de sol entró por aquel techo lleno de agujeros y chocó con mis ojos, luego de incorporarme la madre de Cristina se hallaba cerca – Buenos días –


– Buenos días chicos ¿Ya listos para emprender camino? –


Asentí al momento de sacudir a Héctor que no reaccionaba – ¿Y Cristina? – pregunté


– Tuvo que salir a una actividad de la iglesia –


– De la iglesia – pensé en voz alta


– ¿Y la abuelita? – preguntó Héctor


– Ella sigue dormida, pero coman algo muchachos, yo los acompañaré hasta el desvío, desde allí pasan los autobuses que les llevarán a San Salvador –


Eso había sido una amble invitación a marcharnos y a no preguntar nada más, ni Cristina, ni la abuelita, la mamá sería la encargada de despacharnos, y siguió con su perorata tan amable – Disculpen que no los desperté antes, pero no fui capaz, los vi descansando tan a gusto –


– Sí, teníamos que recuperarnos un poco – dije desarmado, sin argumentos.


Nos sentimos listos para partir, agradecimos tantas atenciones y enfaticé – Despídanos de Cristina –


– Y de la abuelita también, no la desamparen – dijo un Héctor inocente, casi conmovedor


La señora nos despidió – Aquí todas estaremos bien, les deseo suerte en su camino –


– Adiós señora, adiós Izalco, adiós desamparo – pensé mientras agitaba la mano como un pañuelo.