Jueves, era jueves. Bajaba por la cuesta de Flores, y la
noche dejaba ver la niebla con las tenues luces de los bares, el suelo se
fundía como un cristalino camino de nieve que me llevaba a mi destino. Era
pleno invierno, esas noches largas y oscuras que nos reunían a los pocos que
quedábamos en el pueblo buscando el calor de la compañía.
– Hay cosas que solo pueden verse entre tinieblas – Murmuró
un tipo que se fumaba un porro con impaciencia, no le pude ver la cara, pero
tampoco le di importancia, al llegar al fin de la cuesta apenas podía recordar
su voz.
Doblé en la esquina y entré a “La Bodeguilla” una taberna
con clientela fiel, así como el inmueble, de dura piedra e interiores de
madera, los años pasaban y “La Bodeguilla” seguía erguida, no como los
clientes, que caían como moscas porro tras porro.
Desde el primer momento amé ese lugar, tal vez porque
siempre estaban mis amigos allí, o tal vez porque su olor a madera me traía
recuerdos, eso cuando se podía oler claro, el humo verde siempre estaba
presente.
Antes de saludar llegué a la barra con Carlos, le pedí mi
aguardiente favorito, ese que solo hay en Galicia y empiné el codo hasta que
nada quedó del pequeño vaso. Después busqué con la mirada y sin mucho pensar me
senté en la única mesa que estaba ocupada.
Fátima, Elena, Inma, y otros más. Me senté como siempre
despachando a la concurrencia con una sonrisa ahogada y me sumergí en mis
pensamientos, también como siempre. De pronto enganchaba la conversación y los
temas del Barcelona VS Real Madrid no me llevaban a nada, así que volvía a
ausentarme con el pensamiento sumergido en mi mundo.
Pero podía sentir algo en el ambiente, algo andaba suelto en
la oscuridad, lo que parecía una noche cotidiana estaba a punto de convertirse
en un viaje incomprendido. Pasaba lo de siempre, unos llegaban y otros se
marchaban.
De pronto llegó Edu, venía de chollar y se pidió una
cerveza; lo vi un poco serio y cuando me di cuenta estábamos los dos solos
allí, el empezó a hojear el periódico y yo le pedí a Carlos; el señor de la
barra que me pusiera a Neil Diamond.
– Joder tío, pero otra vez –
– Bueno, no hay nadie, solo estamos Edu y yo, y míralo, con
el periódico en mano ni se entera que hablamos de el –
Refunfuñando me lo puso y me pedí una Estrella Galicia al
tiempo que escuchaba “Solitary Man”.
Disfrutaba cada trago antes de ir a dormir, era tan aburrido
estar allí, prácticamente sólo. De pronto Edu soltó el periódico y me empezó a
hablar, lo hizo como si acabara de llegar, con toda naturalidad.
– Bueno, me voy a dormir, que mañana no hay nada que hacer –
Le dije con sarcasmo
– Quédate y nos tomamos otra –
– No me apetece, tengo mucha pereza –
– Si te quedas nos tomamos una y nos liamos un porro –
Me empecé a reír y le dije altivo – Tus porros no colocan ni
a una mosca –
Edu se encendió – ¿Qué no colocan dices? –
– Nada –
– Vale tío, vamos a mi casa, en Mesego, allí tengo una
hierba que vas a flipar –
No le dije nada, nos quedamos en silencio mirándonos hasta
terminar la cerveza, dio por entendido que iría con él, entonces salimos juntos
del lugar y me monté en su coche.
El camino me mostró la niebla bajo las farolas que parecían
congelarse, nuestra conversación fue más fría que el viento que nos cruzaba el
paso, y pocos minutos después allí estábamos, en Mesego.
A decir verdad Mesego es una aldea muy triste por la noche,
más en el invierno, cuando me bajé del coche podía jurar que no había un solo
vecino, las casas de piedra con sus desvencijados balcones, el humo blanco que
echaba por la boca corría más rápido que mis palabras, y después de Edu entré,
llegué hasta donde él estaba preparando la chimenea con leña que el mismo había
traído.
– ¿Y no pasas frío aquí? –
– No, para eso tengo la chimenea –
Me lo dijo al tiempo que sacó la hierba mala – Vas a flipar chaval
–
– Eso ya lo escuché antes –
– Bueno tío, yo solo te lo digo –
Se empezó a hacer el porro, saco el papel y enrolló la
marihuana poniéndole un filtro; pero algo raro había, no estaba mezclando la
marihuana con tabaco y le pregunté – ¿Por qué no va mezclada? –
El solo se rió – Esta se fuma así –
– ¿Según quién? –
– ¿Vas a fumar o no? –
Me quedé callando mirando coma las llamas en la chimenea
devoraban la madera que crujía convirtiéndose en cenizas. En mi distracción Edu
ya se había encendido el porro y empezó a fumárselo. Sin decir palabra extendió
su mano para ponerme el cigarrillo a mi alcance, con altivez esbocé una sonrisa
y le di una profunda calada. Me quedé mirándolo y le dije – Esto no coloca –
– Dale tiempo –
Sentí que la calada era insuficiente y mirando con lentitud
como se consumía el porro le di otra calada con la misma intención.
Devolví el porro a su dueño y otra vez miré esa chimenea que
con sus llamas devoraba la leña. Edu me sacó de mi distracción – ¿Cómo te
sentó? –
– Bien, ya te dije que esta mierda no coloca –
Pero algo raro empezó a ocurrirme, al ver la cara de Edu me
asusté – ¿Edu, te pasa algo? –
Él se empezó a reír, sus carcajadas retumbaban en mi cabeza
como cuchillos filosos taladrándome los nervios. Pero eso no era lo peor, su
cara, estaba verde, tan verde como el humo, como la hierba, seguía con esa
sinfonía macabra de carcajadas, le pedí que se callara, y no lo hizo.
Miré a la chimenea para distraerme y empecé a notar como
crecía el fuego, parecían salirse las llamas y acariciarnos con sus brazos,
podía sentir el calor quemándome la cara y torné mi vista a Edu buscando
respuestas.
Nada peor me esperaba al ver la cara de mi amigo, os juro
que era verde como un duende, sus ojos casi se cerraban de lo pequeños que se
le veían y me preocupé por él, sus rojas pupilas le resaltaban las venas
enfurecidas, y le pregunté con angustia – ¿Edu, Estás bien? –
Empezó a reír con más fuerza, sus carcajadas eran una
tortura, las oía a lo lejos, las oía como si fueran producidas por un
sintetizador, eran como las carcajadas de un robot, era un tormento y entre
dientes solo pudo responderme – Tal vez el que no está bien sea otro –
¿Y si tenía razón? ¿Qué tal si yo me veía igual que él?
Quise levantarme del sillón, pero no pude, las piernas no me respondían, hice
muchos esfuerzos para ponerme en pie y alcanzar el gran espejo que estaba en el
pasillo. Lo hice al fin, pero mis piernas no estaban conmigo, me sentía como un
fantasma, como si ya hubiera muerto. Quise tocar mi corazón, para verificar que
seguía latiendo, y lo logré, mi corazón se agolpaba en mi pecho como si
quisiera abrirse camino y salir corriendo, lo hacía a una gran velocidad,
contraria a mis movimientos.
Llegué al espejo y no me podía ver, tal vez si estaba
muerto, lo del corazón era una señal muy aislada y con esfuerzo enfoqué, quería
encontrarme, encontrar mi cara, mi cuerpo, saber que estaba de pie sobre mis
piernas.
Me vi, mis ojos eran diminutos, parecían estar hinchados,
como si varias avispas me hubieran picado el lagrimal, vi mi cuerpo, vi mis
piernas, pero ya no sentía nada, ni mi respiración, empecé a inhalar aire con
desesperación y mis pulmones parecían no inflarse, tenía la sensación de que
era insuficiente todo el aire del mundo.
Vi como entraba la niebla a la casa, o tal vez el humo. En
caso de ser la chimenea el fuego se había salido de control, eso era lo que no
me dejaba respirar. De pronto sentí la mano de Edu en mi hombro, la colocó con
brusquedad, lo miré, su cara era monstruosa, así como su sonrisa – ¿Te pasa
algo? –
No supe que responder – Creo que estoy mal Edu – atiné a
decir con nerviosismo
Él se empezó a reír, se tiró al suelo a carcajadas y reía,
reía infernalmente – ¡Cállate! – Le grité – ¡Cállate! – Volví a gritarle con
más fuerza, pero era inútil, Edu estaba poseído por un espíritu maligno, su
mirada, su sonrisa, sus carcajadas eran demoniacas. Tenía que encontrar un
hacha y cortarle la cabeza, solo así callaría esas carcajadas, me imaginaba su
cabeza volando por los aires sin parar de reír.
Quise tocarlo para reprenderlo pero mis manos no lo
alcanzaban, se multiplicaban como si yo tuviera varios dedos y manos que se
movían sin control, en total desorden, interfiriendo unas con otras.
Mi corazón me llamó queriendo romper mi pecho, las
taquicardias podían matarme si es que no estaba muerto ya, bajé las escaleras y
salí al invierno abriendo las puertas de la casa de Edu – ¿A dónde vas? – gritó
entre risas. Yo me quité la ropa en medio de la helada de la media noche para
inhalar aire. Hacía mucho frio, pero yo no podía sentirlo, quería comerme la
niebla, el aire y expulsar ese humo verde que me estaba matando.
Sentí la presencia de Edu, pero el ya no estaba allí, caminé
en la libertad del invierno y de la oscuridad sin ropa en busca de aire, aire
puro y fresco, aire que me devolviera la vida y que calmara las taquicardias de
mi corazón.
Sentía el corazón hasta en el cuello, como si lo fuera a
vomitar, las manos me sudaban y era invierno, pero yo sudaba. La noche no me
trajo la cura, el aire tampoco, mi búsqueda fue inútil, no sentía mis piernas,
era como si flotara, como si estuviera volando, mi cuerpo no me obedecía,
estaba fuera de control, sólo recordaba las carcajadas de Edu, que eran una
orquesta macabra.
La aldea estaba sola, parecía un fantasma penando en los
caminos oscuros, con la misma angustia y sin miedo a nada más que a perderme,
tenía que regresar por ayuda, volví a la casa de Edu y lo encontré tendido en
el sofá, lo llamé, le grité, pero él no respondía, parecía estar muerto. Tal
vez yo también lo estaba y no me quería resignar. Extrañaba sus carcajadas,
quería que despertara, que volviera a reír, pero eso no sucedió.
Estaba atrapado en un mundo donde me encontraba sólo y no
sabía que era lo que seguía, desconocía cuantas horas habían pasado, no tenía
noción de las cosas con claridad. Mi vista borrosa vio la niebla, una niebla
cálida que se convirtió en humo. Era la maldita chimenea, el fuego crecía y el
cuerpo de Edu quedaría calcinado. No encontré nada para apagar esa fogata que
devoraba la madera con brusquedad, el humo me cegaba y frente a mi había un
gran ventanal de madera. No recuerdo con precisión cuanto media, tal vez un
metro y medio de ancho por uno ochenta de alto.
No lo dudé, tenía que abrir ese ventanal para que no
muriéramos asfixiados. Ese puzle no tenía pies ni cabeza, empecé a intentar
abrir el gran ventanal con todo mi esfuerzo y no me era posible, cuando pude
lograrlo este se derribó dejando caer todo su peso con furia sobre el suelo.
Supe que había hecho lo correcto, después de varios intentos
por despertar a Edu le evitaría una muerte por inhalación de humo.
Aún era de noche, podía ser cualquier hora de la madrugada,
vi el ventanal abierto y empecé a desvanecerme, llegué con lentitud al sillón
que estaba frente a Edu y allí me acosté, toqué mi corazón que no paraba de
latir con locura, sentí que se cansaría muy pronto y le pedí que frenara poco a
poco, cerré mis ojos y me fui.
El humo se mezcló con la niebla y el turbio dio paso al
claro, la noche al día y mis ojos se abrieron poco a poco. La luz entraba por
el gran ventanal sin tocar el suelo, las duras llamas del fuego estaban
disminuidas y yo podía sentir mi cuerpo, mis piernas y toque mi corazón al
tiempo que hinchaba mis pulmones con una gran inhalación. No estaba muerto,
estaba de vuelta.
Pude sonreír, pero Edu seguía sin despertar, lo miré
roncando y por su boca salía ese humo blanco que provocaba el frío, aquel que
se conoce como vahó. Al menos estaba respirando, estaba tan vivo como yo, y al
fin despertó. Sus ojos eran rojos, como inyectados en sangre, pero sus rasgos
eran totalmente normales – ¿Por qué hace tanto frío tío? – Dijo y se quedó
pensando – Tengo tan bajas las defensas que aun al lado de la chimenea tengo
frío –
– No es eso Edu, tuve que abrir la ventana –
– ¿Qué ventana? –
Mi mirada le señaló el camino y se encontró con el ventanal
desvencijado y desarmado, su enfado fue muy grande – ¿Pero tú estás loco? Esa
ventana no se abre, estaba sellada, te pudo haber caído encima, a ti cualquiera
te vuelve a dar de fumar, te pones fatal, mira lo que hiciste, es como si
hubiéramos dormido en la calle y es pleno invierno –
Me dijo varias cosas, pero yo solo podía sonreír, porque estábamos vivos, porque sentía mis piernas, porque podía respirar y dar tranquilidad a mi corazón.
Me dijo varias cosas, pero yo solo podía sonreír, porque estábamos vivos, porque sentía mis piernas, porque podía respirar y dar tranquilidad a mi corazón.
No me esperaba ese final! Anecdotas como estas son esas que no se olvidan y se deben compartir para que otras personas valoren los momentos y la vida misma que al final es lo único tenemos,siga así escritor Óscar Fernández ;)
ResponderEliminar