Era él,
tan fuerte, tan alto, con esa barba cerrada y tupida, no sé si rondaba los 40 años o estaba
a punto de cumplirlos, pero se comportaba como un adolescente, humillando a los
jóvenes en los
bares de mi pueblo, y es que al ver esos brazos cualquiera podía sentir escalofríos al imaginar
sus dientes esparcidos por el suelo. También era burlón, faltón y un verdadero…
Bueno ya
podemos imaginarlo, se movía erguido por todos lados como un buscabulla esperando saltar a la
primera provocación.
Al verlo de lejos reparaba en mi mente lo que podía ser sentirse invencible; tal vez era
divertido andar de un lado a otro con los brazos descubiertos y enseñando los músculos, bebiendo como un animal
y desafiando a cuanto se le pusiera en frente.
Tal vez lo
divertido era no temer, no tener miedo de nada ni a nadie, pero lo dejé de ver aquella primavera del
2006 y desapareció de mi mente.
Con los
vagos recuerdos entré a
la brigada de bomberos, allí también necesitaría mucho valor, enfrentarse al fuego no sería nada fácil.
Después de un pequeño curso en Fonte
Fiz, en el que me quedé dormido un par de veces me nombraron jefe de brigada. Era extraño,
pero descubrí que
no tanto, cuando los seis personajes que estaban bajo mi mando eran aún peores, creo que me escogieron
por el método de
eliminación; el
menos peor.
Éramos seis, empezando por
Varela, un muchacho joven de baja estatura a quien le gustaba conducir la
patrulla, para continuar, Rodrigo; otro chico que buscaba un trabajo de verano,
pero tiempo después me enteré que era guitarrista en un grupo, seguimos con Manuel de Partovia, tan
noble como arrebatado; hasta aquí puedo decir que la brigada estaba capacitada con muchachos que podían tomar acciones, y tenían todas las capacidades físicas para resolver cualquier
tipo de problema.
Después los otros tres, uno de ellos
tomó baja por
incapacidad y no se le volvió a ver el pelo, el personaje siguiente de nombre Gabriel era un hombre
mayor que estaba borracho un día sí y el otro peor, casi no se le entendía al hablar, pero era ofensivo y faltón, cuando lo regresaba a su casa
por sobrepasar las copas a eso de las siete de la mañana balbuceaba – Me das asco, tu no sirves para mandar –
Y seguía haciendo ruidos extraños e incomprensibles,
pero no me importaba, solo le contestaba – Aunque te dé asco y no sepa mandar tú te vas a casa y punto, si
estornudas con ese aliento alcohólico provocaras un incendio en el monte y nosotros estamos para
apagarlo –
Eso le enfada más y se quedaba saltando como un
chimpancé en la
esquina de la estación. Por último
y para cerrar con broche de oro estaba Diego, un chico regordete, de gafas,
acataba las órdenes sin excusas; era evidente que tenía una condición, pero eso
no limitaba en sus actividades, más allá de buscarme por todos lados, seguía
mis pasos como sombra, eso le valía la mofa de los compañeros que le apodaban
R2- D2, por su
complexión y forma de caminar.
Un
día estábamos en un pequeño incendio; el ir y venir común en la práctica se veía
entorpecido porque Diego no paraba de seguirme, apenas daba la vuelta y
tropezaba con el, una y otra vez, hasta que en el hartazgo y desesperación le
recriminé – ¡Diego! ¿Qué haces atrás mía
todo el tiempo? ¿Me
quieres violar? –
– No,
nooo, no digas eso, no es verdad –
Vi sus
infantiles rasgos torcerse por la contrariedad que mis palabras le ocasionaban,
el agudo calambre del arrepentimiento me recorrió al verlo, entendí que no
había llegado hasta su inocente razón mi sarcasmo, era yo el más vil de los
jefes, el peor de los humanos en ese momento, intenté suavizar la situación
riendo e hilvanando bromas para que comprendiera que todo había sido un chiste,
el fuego y el estrés que me generaba su propagación quedaron de lado, lo único
que deseaba era consolar al chaval y mitigar el remordimiento que masticaba mi
alma.
Trabajábamos 15 días de noche y 15 de día, al principio estaba
emocionado, esperaba atender mi primer incendio, pero poco a poco fui cayendo
en cuenta que el batelume no era más que un pequeño palo con una aleta para sofocar apenas una fogata;
nuestros trajes ignífugos
se quemaban hasta con la colilla de un cigarro, y las limitaciones de algunos
de los integrantes de la brigada podían poner en peligro nuestras vidas.
Me
preguntaba cómo
meter a Diego o a Gabriel en medio de un incendio, yo como jefe de brigada era
el responsable de ellos y no podía hacer más
que ayudar a otras brigadas a extinguir los restos de algún fuego.
Pero todo
dejó de preocuparme
cuando me di cuenta que los incendios
eran esporádicos en
nuestra zona, teníamos
tantas horas muertas, sobre todo en la noche; con esa brigada aprendí a jugar subastado y todos los juegos de cartas, llegamos a ir a
alguna fiesta de verano y aprendí lo desinformada que estaba la gente. Una noche llegamos a un pueblo;
La saleta, íbamos
uniformados y recuerdo a un tipo que me recibió con un golpe en la espalda, tan solo entrar y
dijo – Ustedes son
los que le prenden lumbre al monte para tener trabajo –
Fue tan
fuerte su ira que le pedí a la brigada que nos fuéramos, no sabía
que la gente pensaba eso de nosotros, y entonces decidí mantener a la brigada alejada de
todos los eventos, incluso nos poníamos el uniforme solo cuando eso fuera necesario.
Caímos en
una confortable relajación hasta que una serie de incendios premonitorios empezaron a desatar
una de las semanas más
agresivas contra los montes en todo lo que iba del verano y nuestro turno
llegaría antes de
lo que yo pensaba.
Fue en
Liñares, nos reportaron aquella mañana un terrible siniestro; ese día
regresé a Gabriel por
pasarse de ebrio, Diego no había venido y solo con Rodrigo y Manuel me fui hacia el monte en la zona
montañosa; era tan extraño, el peor de los incendios y solo estábamos tres.
Llegamos
al lugar por las estrechas carreteras y vi algo que nunca hubiera imaginado,
las llamas cubrían
por completo el horizonte, era aterrador y monstruoso, era como enfrentarse a
un dragón, de esos de los cuentos chinos.
A lo lejos
se podía sentir el
calor del fuego, además
el sol estaba calentando más que nunca al medio día, era como el mismo infierno, ver esa montaña tan empinada me
provocaba vértigo,
pero había que
bajarla, tal vez había un kilómetro de altura hacia un riachuelo.
Sin
titubear aparqué en la orilla del camino, bajamos tan rápido como pudimos y
descendimos por un inclinado que al segundo paso, por el efecto de la gravedad,
se convirtió en un tobogán de tierra y piedras que golpetearon nuestros cuerpos
con agresividad hasta la planicie. La ansiedad que me generaba no controlar mi
estrepitosa caída crecía por el calor que me rodeaba, el fuego lamía el monte,
el humo negro inundaba mis pulmones, intentaba respirar con la boca abierta,
pero el polvo que se levantaba a mi paso me recordaba que era una pésima idea.
Aterricé
con la gracia de un saco de patatas contra el suelo; me puse en pie como pude,
a los segundos vi a mis compañeros sacudirse el polvo y el ego porque su
llegada al siniestro no habría sido más armoniosa que la mía. Poco tiempo tuve
para pensar en ello; el calor que ardió mi rostro me recordó que estábamos en
medio del mismísimo infierno. Vimos el fuego crecer y decrecer con la caricia
del viendo, como amante a punto de explotar, la expresión de mis compañeros era
de asombro y terror, quise ordenar la retirada pero entendí que salir por donde
habíamos entrado era poco más que imposible. Sería más factible continuar con
el descenso hasta el empobrecido cuerpo de agua que intentar escalar de vuelta.
Una pared
de fuego nos rodeó por un momento, me sentí un insignificante romano mirando
los tornados de fuego que Dios lanzaría para salvaguardar a su pueblo, pero
¿Dónde estaba ahora Moisés? ¿De mano de quién el Todopoderoso habría enviado
esta hecatombe para destruirnos?
Corrimos
en cuanto el muro de fuego se abrió un poco, despavoridos hasta alcanzar la
otra pendiente y nos lanzamos en ella sin siquiera pensar en los raspones y
moretes que dicha acción nos traería. Desde la mitad de la montaña mirábamos como
sobrevolaban los aviones lanzando agua para sofocar las llamas, esa agua que
era tan insuficiente para el fuego nos sabía a gloria cuando nos caía encima,
era como un maná.
De vez en
cuando miraba a los chicos y el esfuerzo que hacían por
bajar y llegar al riachuelo, entonces al ver el fuego que se ladeaba y nos
pisaba los talones empezamos a dejarnos caer poco a poco para llegar al fondo
lo antes posible y para escapar tendríamos que subir la montaña de en frente, esa
que nos llevaría a
la libertad.
Poco
después de iniciar el descenso notamos la presencia de un par de brigadas más,
ellos nos hacían señas para ponernos a salvo, cada
vez nos dejábamos
caer con más
rapidez, hasta que al fin alcanzamos tierra firme aunque accidentada.
Nos
reencontramos con otras dos brigadas quienes desde el fondo de la montaña
contemplaban las llamas furiosas, no había nada que pudiéramos hacer más que
mirar; era un espectáculo avasallador, y sabíamos que el fuego nos iba a
alcanzar y no debíamos quedarnos allí, mirando, entonces uno de ellos dijo –
Sé que es una locura, pero
para estar a salvo tenemos que subir toda la montaña a ver a que sitio salimos –
Era la locura más sensata, y entonces nos decidimos a hacerlo, pero de pronto, cuando
piensas que las cosas nunca pueden empeorar, empeoran y caímos todos en pánico al ver asomarse otra
inmensa llama devorando aquella montaña por la que nos íbamos a escapar. Técnicamente estábamos rodeados de fuego, de inmensas llamas
que corrían hacia
nosotros por todos lados, llamas que parecían edificios y que empezaban a sofocarnos.
Lo único que teníamos era un riachuelo en el
fondo que partía
ambas montañas, a medida que las llamas se acercaban yo sentía que me derretía, ya
nada había que hacer. Por
un momento miré la cara de
mis dos compañeros
de brigada, yo había
llevado a esos jóvenes
a una muerte segura, pero no tendría tiempo de perdonármelo, menos de recriminármelo.
Un lamento
interrumpió mi
pensamiento, era aquel hombre alto, de barba tupida, fuerte, ese que humillaba
a los jóvenes en
los bares, ese invencible que parecía no temerle a nada, lo vi, pertenecía a otra brigada, metió sus grandes piernas en el río y
lloró en voz alta – ¡Mi
madre! vamos a quedar todos muertitos aquí –
Lo dijo en
gallego, y eso le daba más gracia, lo dijo llorando y eso le daba más gracia aún. La vida me daba la oportunidad
de verlo tan débil
y disminuido, de esa cínica
risa no quedaba nada, más que unos ojos cristalinos y un rostro pálido pidiendo clemencia. Tal vez sería mi última
carcajada y no me iba a negar ese gusto final.
Lo vi, me
vio, lo vimos todos, nos reconocimos, y eso fue todo, las llamas estaban encima
nuestra, pero de pronto un regordete dijo – Vamos a meternos en el río, no se puede
evaporar todo –
Puedo
decir que su idea fue brillante, o te metes al río, o esperas a que las llamas
te atraviesen. Todos lo hicimos, éramos 15 tipos y nos sumergimos en aquel río que tenía más profundidad de la que hubiera
imaginado.
Me sumergí lo más que pude, el toque del agua me reconfortaba, me refrescaba, me
aliviaba, me curaba, sentía
que el agua era como el oxígeno, pero cuando este me empezó a faltar saqué la cabeza y me di cuenta que el fuego nos
rodeaba por completo, la visión era escabrosa, jamás podré explicarlo con palabras, era como estar adentro del sol. Las
erupciones constantes, el color amarillo deslumbrante, entonces horrorizado me
volví a sumergir en el
agua que parecía
calentarse, hervir, no se podía respirar adentro, menos aún afuera, recordaba esas ilustraciones de la
enciclopedia familiar, cuando el magma se encuentra con el océano y lo hace
hervir.
Cada vez
estaba más agotado, el efecto del calor me mareaba y nublaba mi vista.
Después de
sumergirme en el agua caliente volví a sacar la cabeza para tomar otra bocanada de
aire contaminado, y quise mirar al cielo para pedir ayuda, pero esta vez no había cielo, solo unas amarillas
llamas que nos cubrían
como un puente, eran agresivas y estaban en constante movimiento, transformaban
el monte en desolación
y sin más remedio tuve que volver a sumergirme.
En
ocasiones me encontraba con la mirada de algún chico que hacía lo mismo que yo, luchar por respirar. Fue
un momento muy largo, lleno de agonía, cuando menos lo pensamos el fuego ya había consumido todo a su paso y siguió otra dirección, se fue marchando poco a poco,
dejándonos un
paisaje negro y lleno de humo, ardían los ojos al verlo, y ardía el alma por la tristeza. El suelo seguía caliente, pero ya nada mas podía
arder allí.
Todos estábamos vivos y nos miramos sin
decir palabra, solo esos montes negros eran testigos de aquella masacre contra
la naturaleza, a algún
gracioso que se le ocurrió tirar un cigarro o encender el monte intencionalmente.
Nos
quedamos allí un
rato, a medida que el agua se enfriaba recuperamos energía, y la bebimos, bebimos esa
agua que salvó nuestras
vidas, sino, hubiéramos
sido parte de ese paisaje muerto.
Al caer el
sol nos dispusimos a subir esa gran montaña, nadie iba a sacarnos de ahí. Tuvimos que caminar bastante y
a nuestro paso vimos animales quemados como serpientes y zorros, era triste
caminar por allí.
Sacamos fuerzas y empezamos a subir camino a la patrulla, nos despedimos de las
brigadas y conduje hasta la base, solo Manuel
hablaba y era lógico
lo que decía,
alguien había
provocado el segundo incendio y así nos quedamos sin escapatoria, pero… ¿Quién habrá sido? Alguien como el tipo que en aquella
fiesta de la Saleta me recibió con un puñetazo. No era personal, eso era evidente, pero en otros
incendios cayeron varios miembros de brigadas, dejaron allí la vida, entre la lumbre y el
humo.
Pasaron
los días y llegaron
las lluvias, las plantas volvían a nacer como nosotros habíamos nacido de nuevo y en el pueblo todo se
normalizaba, los brigadistas perdíamos nuestro trabajo, porque la lluvia era la mejor guardiana de los
bosques.
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