¿Tal vez sea verdad? Hoy me lo he preguntado varias veces y después
de tanto reparar en eso me di cuenta que no puedo. Mucha gente se ha empeñado
en cambiarme, lo he visto, han luchado con todas sus fuerzas y no han podido,
lo peor es que no los veo felices en sus vidas, no quiero ser como ellos, hoy
sé que no tengo remedio, ni lo quiero tener. Después de resistirme al cambio,
solo aprendí una cosa, debo aceptarme.
Mi padre decía que yo no quería venir a este mundo, lloré
mucho al nacer, y seguí llorando durante meses, tal vez te podría decir que me
acuerdo de algo, pero no, solo sé que extraño mi planeta, es posible que allí
viviera tan feliz, y tengo la esperanza de volver algún día.
Era un soldadito de plomo mi juguete favorito, esa canción que
cantaba Parchís me recordaba aquellos tiempos. Y es que tenía 5 años, tan
curioso y con la mirada picaresca; sin amigos en la escuela, pero ese era yo;
de rizos rubios, más huraño que desconfiado.
Dicen por ahí que los niños no tienen problemas, que viven
en un mundo aparentemente feliz, pues los adultos se han olvidado de que algún
día fueron niños, y creen que los miedos y las lágrimas de nosotros los
pequeños no tienen importancia.
No seré egoísta, hay niños que sufren más que otros,
aquellos niños que tienen que aprender a sobrevivir solos en las calles, que
están desamparados sin nadie que les tienda la mano. Pero cada niño tiene sus
problemas. Mientras los ancianos se vuelven el olvido; lo que yo no olvidaré es
la historia de este niño y un anciano, que voy a contar a continuación.
La vida se repetía, daba vueltas como el scalextric con el
que jugaba, todo era cíclico, los viejos morían, los niños dejaban de serlo y
se perdían en el limbo, en el mundo de odios y guerra que controlaban los
adultos, algo estaba mal y no se contra quien era mi guerra, pero la desaté en
mi propia casa.
Al poco tiempo de haber llegado de Vigo conocí a mis abuelos
maternos y a mis 2 tíos; Pepé y Cris, al principio no fuimos grandes amigos,
pero vivíamos todos en la misma casa, allí con mis padres y mi hermano recién nacido.
Recuerdo poco aquella casa de grandes ventanales excepto que tenía que
abandonarla, la paciencia de la familia de mi madre estaba por agotarse o ya se
había agotado por completo, ya no soportaban más mis juegos, mis ataques, o mis
travesuras.
– ¡Ese niño está loco!
– gritó Pepé cuando le clavé en el culo una jeringa que encontré en la basura;
o peor aún la noche que mordí con todas mis fuerzas el dedo gordo de mi abuelo
cuando él dormía en plena madrugada. Podría jurar que se le erizaron los pocos
pelos que tenía, se levantó gritando maldiciones, pero jamás pudo alcanzarme. Seguramente
la torpeza del sueño profundo y el sobresalto le habían dejado desconcertado.
Con quien peor me llevaba era con mi abuela, ella sí me daba
bofetones y manoteaba cuando a sus ojos tenía un mal comportamiento. Lo que ocurría
muy a menudo; todo eso llevó a esperar la oportunidad de venganza y se dio el
momento perfecto, pero las consecuencias de aquel día serían irreversibles.
Sin pensarlo y con sonrisa picaresca miré a la abuela, venía
desde la cocina sosteniendo con sus dos manos una fuente llena de comida, salí
de entre los sillones repentinamente y al mirarla con las manos ocupadas no lo
dudé, le mordí el culo como si se lo fuera a arrancar. Creo que su cara cambió
de color y un grito desgarrador advirtió de lo ocurrido. El abuelo cambiándole el
nombre le dijo – ¿Qué pasa María? – fue burlón. La abuela se llevó las manos a
la cabeza y llamó a mi madre casi llorando – Revísame Mary, creo que estoy
sangrando –
– ¿Qué pasó mamá? –
– Tu hijo me mordió –
Al revisar a la abuela solo estaba marcada esa pequeña
dentadura de los primeros dientes de leche, no había sangre, no había más que un
tono rojizo – El niño está muy mal
educado – le repetía a mi madre mientras le decía – No tiene nada mamá –
– Tu hijo es el demonio, es muy difícil de aguantar – lo
dijo en nuestro dialecto y lo volvió a repetir.
Mi padre movía la cabeza de un lado a otro, no era muy
apreciado por sus suegros y con mi ayuda pronto nos echarían a los dos de casa.
Pero más tardé en pensarlo que en suceder, esa comida marcó un antes y un después,
mi abuelo hacía énfasis en que había muchas conversaciones de adultos, ¿por qué
tenía yo que ser la conversación de todos los días? Eso era molesto – A los niños
se les educa – le decía a mi padre
La abuela indignada dijo – Tenemos pensado ir a la playa una
semana de vacaciones, pero un niño así no se puede llevar a ningún sitito –
Después de escuchar de todo mi padre dijo – No le estoy
pidiendo que lo lleve suegra, ya no tendrán que aguantar más al niño, se irá
conmigo, de la escuela al trabajo y no lo verán más, solo para dormir aquí sí
se puede –
La conversación subió de tono, los abuelos terminaron
enfadados con mi padre, quien ya no tenía energía para decirme nada, de mi
madre recuerdo muy poco en mis primeros años, era como un fantasma que se
encontraba cerca, pero nada más. Solo pude reconocer la mirada de Pepé y de
Cristina, era la de siempre, de impotencia, tal vez de tristeza, pero nunca
dijeron nada.
Todos los cambios son buenos, así lo sentí cuando después de
la escuela me iba con mi padre a su trabajo. Fue muy divertido, podía correr de
un lugar a otro. El lugar eran unos baños donde se ofrecía un servicio parecido
a la sauna, un concepto de baños de vapor lleno de cuartos, pasillos, caldera,
lavandería, recepción y mil recovecos; se llamaban los “Baños Refugio” y se
encontraban en Neza, un lugar emblemático de la Ciudad de México.
Paradójicamente el nombre de aquel negocio le dio refugio y guarida
al niño para no ver más a la familia de su madre, y allí podía inventar sus
juegos, podía correr en la azotea, pasillos y charlar con los empleados y
algunos hijos del personal.
Mi padre era relajado en aquel tiempo, desentendido, eso me permitía
explorar y sentirme libre, estaba liberado del control excesivo y sin sentido
que ejercían los abuelos y mi madre, podía ser yo, inventar mi mundo y empezar
a descubrirlo.
De la familia de mi madre ya no recuerdo más en mi infancia,
llegaba a dormir y algún domingo comíamos todos, pero hasta los sábados estaba
el día entero en el negocio que atendía mi padre. Se borraron de mis recuerdos después
de los cinco años y pasaron a la historia. Es extraño que tampoco recuerdo a mi
madre, fueron varios años así en una felicidad total; pero en todo paraíso hay algún
demonio y estaba a punto de encontrarme con quien sería mi primer enemigo.
Esta es la historia de un niño inquieto y un viejo impaciente.
De avanzada edad y gruñón, moreno, delgado, de gesto hostil y poco más, no
logro dibujar su cara en mi cabeza por completo, es como una foto borrosa, pero
maligna; allí lo conocí, en los Baños Refugio; se hacía llamar “El Poli”, un
empleado de mi padre que trabajaba en la lavandería y en la caldera.
Con 80 años encima, era un viejo quisquilloso con el que
nunca simpaticé muy bien. Con los años mi padre me contó que este señor era un
asesino a sueldo, lo que hoy se conoce como un sicario y varias veces le
ofreció sus servicios a mi padre diciendo – Andrés, si alguien te estorba
dímelo, yo lo quito de tu camino –
Pero el patrón nunca pensó en tomarle la palabra, aunque le
daba una idea que con ese empleado había que llevar todo por la buena.
Los niños no miden los peligros, y este travieso fue a jugar
con Don Poli, pero al señor no le agradó mucho, primero empezaron las miradas
de desafío, estaba a punto de desatar una enemistad con graves consecuencias.
– ¡Caramba, los viejos no son lo mío! – Acabo de pensarlo
entre risas, pero lo que sigue es muy serio y perturbador.
Fui yo el culpable, he de reconocerlo, era insoportable, también
lo reconozco, o tal vez aun lo sea, jugaba mis juegos y quería llamar la
atención, no tenía las mejores ideas para hacerlo, entonces encontré a Don Poli
doblando las toallas y escupí sobre una. Eso me hizo gracia, el viejo
enfurecido me tomó del brazo apretándome y me advirtió – No vuelvas a hacer eso
–
Claro que me dolió el brazo, pero el dolor físico no me
atormentaba, me atormentaría esa amenaza que estaba a punto de salir de la boca
apretada del anciano. Volví a reír, pero el señor lanzó su ira diciendo – ¿Ves
ese largo pasillo que lleva a la caldera? –
Asentí mientras miraba ese pasillo que desembocaba en el
cuarto oscuro donde las llamas bailaban en una caldera gigante. Me perdí en el
fuego y en su poder, me puse serio y de una fuerte sacudida el anciano me trajo
de vuelta para decirme – Pus si te vuelves a acercar por aquí te voy a llevar a
la caldera y allí te voy a quemar, vas a arder en pedacitos –
Salí corriendo, lejos, lo más lejos posible hasta llegar al
despacho de mi padre y le pregunté – ¿Ya nos vamos? –
– No – respondió seco
Esperé quieto, me escondí debajo de un camapé hasta que mi
padre salió de la oficina, me subí corriendo al coche en el asiento del
copiloto, y a las diez menos cuarto hicimos el acostumbrado camino a casa en
aquella vieja caribe escuchando siempre la misma cinta, The Greats Hits de Neil
Diamond.
Me las sabía todas, no entendía ni jota de inglés con mis
seis años, pero tarareaba forever in blue jeans, beautiful noise y desiree.
Mi padre no era muy conversador, o al menos conmigo, además,
que podía hablar el con un niño de seis años. Sin saber cómo empezar le solté
de golpe – ¿Y si ya no vuelvo más? –
Mi padre me miró extrañado, devolvió la vista al camino y
soltó una pequeña carcajada. Su respuesta era evidente, la decisión tomada
nunca desecha, además ya llevaba más de un año con esa rutina, era absurdo que
quisiera regresar a la antigua convivencia insufrible.
Por la noche en la casa ya toda la familia dormía, pocas
veces me encontraba con alguien, además la habitación donde dormíamos mi
hermano, mis padres y yo quedaba justo en la entrada y nada se me perdía del
patio hacia adentro. Llegaba con la tarea hecha, cansado de jugar todo el día y
a dormir para por la mañana ir a la escuela.
Un día más, después del colegio al negocio. Los Baños Refugio
eran tan grandes que no los había podido explorar completos, le pregunté a mi
padre que porqué era tan grande la caldera y me dijo que calentaba el agua de
todas las tuberías y se hacia el vapor, pero mi pregunta era por el miedo que
representaba y ya no lo podía ocultar.
Me imaginaba ese cuarto negro con llamas como el mismo
infierno, un lugar donde moriría abrasado por el fuego, incluso esa noche tuve
un horrible sueño, en mis pesadillas la amenaza de Don Poli se hacía realidad.
Soñaba como Don Poli me cargaba y me llevaba por ese largo
pasillo que se iba haciendo oscuro, hasta llegar a ese cuarto y sentir el calor
de las llamas. Gritaba en mi sueño y me miraba siendo arrojado a las llamas,
ardiendo en medio de la desesperación. Desperté llorando, no quería ir a la
escuela, pero mi padre continuó con la rutina, ni por error iba a romper lo que
había dicho en esa comida, además las relaciones se habían vuelto más frías.
Pasó una semana y las pesadillas iban a peor, tenía que
enfrentar ese miedo antes de que me matara, entonces llegué con Don Poli, lo
miré como el primer día, me le acerqué y le dije – Yo no le tengo miedo viejo
cochino –
El anciano enfureció, empezó a saltar como un simio a punto
de echar fuego por la boca y me dijo – Te voy a quemar en la caldera si me
sigues chingando –
– Ya le dije que no le tengo miedo viejo cochino –
Se lo solté así, sin más, pero el anciano ni tardo ni
perezoso me tomó en hombros, me cargó justo como en mi pesadilla, parecía que
se cumplía todo al pie de la letra, como una premonición, para esos momentos ya
me sentía calcinado, y después muerto, me veía en trozos con una muerte
horrible e impune. Entré en trance, en pánico profundo y empecé a golpear al
anciano en la espalda, patadas, puñetazos, manoteaba y al ver la firmeza del
tipo y conforme nos acercábamos a la caldera empecé a gritar para que me
soltara.
En verdad estaba sufriendo, pero el viejo en puertas de la
caldera me soltó y corrí lo más que pude, recorrí ese pasillo que pensé no
tenía regreso y me volví a esconder debajo de un camapé, hasta que mi padre
saliera de su oficina.
No le dije nada a mi padre, sería un absurdo, con la fama
bien ganada que tenía no había como defenderme, y eso en caso de que no me
tocara una paliza por molestar al señor, pero algo estaba muy claro, con Don
Poli no se juega.
La rutina continuó y las pesadillas se hacían más
frecuentes, empezaba a tener menos sonrisas y no me concentraba ni para jugar,
me sentía sentenciado a muerte y es que a veces era imposible no ver a Don
Poli, él se movía por todo el negocio y cuando me lo encontraba de frente se
disparaban todos mis temores, ese señor en mis sueños era el mismísimo demonio.
Cada día era un tormento, tenía que acabar con ese ser
maligno. Fue una noche que tomé la decisión, tenía que matarlo yo a él antes de
que el me matara a mí. Yo lo sabía, ese viejo era capaz de cualquier cosa.
Fue hasta las nueve y media de la noche cuando me armé de
valor. Mi padre estaba cerrando el negocio, justo en la puerta principal; algunos
empleados y los últimos clientes se iban marchando uno a uno y según recuerdo
yo Don Poli vivía allí.
Esa noche me dio por vigilar a escondidas sus movimientos y
lo vi justo entrando por ese largo pasillo para hacer la última maniobra del
día; apagar la caldera. Yo esperaba que fuera la última maniobra de su vida y
lo vi caminar hasta que casi la oscuridad de la caldera lo perdía de mi vista,
pero esa camisa blanca con tonos amarillentos lo delataban veía esa silueta en
la penumbra. No sabía qué hacer, tenía la idea de tirarlo dentro de la caldera,
pero a mi pasó encontré un picahielos, en el negocio había varios de esos que
se utilizaban para perforar los boletos usados, lo tomé entre mis pequeñas
manos y corrí, corrí hacia el a toda velocidad.
Se escuchó un grito desgarrador y después un largo silencio.
Los pocos empleados que quedaban y el padre del niño
acudieron al lugar y se quedaron pasmados llevándose las manos a la cabeza.
La escena era grotesca, el anciano yacía en el suelo con el
picahielos clavado en la espalda baja y se incorporó gritando – ¡Ese niño está
loco! ¡Ese niño está loco! –
Vi a Don Poli en el suelo y no sabía qué pensar, me sentí
triste al ver que mi enemigo se encontraba con vida y pudiera tomar revancha. Mi
padre me llevó, me sacó del lugar y no recuerdo que me dijo, yo tenía seis años
y en mi razón no cabía nada más que el anciano tomaría revancha.
Pasaron los días y las noches, pero todas las tardes el niño
y el anciano se veían, ambos se tenían miedo y respeto, las miradas eran fúricas,
pero jamás volvieron a hablarse.
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