Caminaba hacia la estación de autobuses de Tuxtla Gutiérrez,
Chiapas; eran justo las diez de la noche, y para colmo todo parecía normal. La
gente en la estación se movía presurosa para no perder su transporte al tiempo
que apurados compraban algún recuerdito para llevárselo de la capital
chiapaneca hacia sus destinos de origen.
En mi caso particular tenía como parada la ciudad de Puebla
y digo tenía, porque desgraciadamente no llegué a mi destino…
Esperaba ese autobús que me llevaría a través de la noche, y
entre las luces tenues del lugar al fin llegó mi transporte, serían 10 horas de
carretera, pero durmiendo pasaría más rápido el tiempo. Iba algo cansado y al
fin ese autobús que venía retrasado dio su anuncio de arribo. Sonó la voz de
aquella mujer que nos invitaba a abordar la unidad con destino a Puebla para
continuar a la Ciudad de México como último destino.
La línea de transporte era de lujo y nos ofreció un refresco
y un bocadillo de queso con jamón; yo como era mi costumbre preferí a la botella
de agua, siempre odié el refresco. Tomé plaza, mi asiento estaba justo en la
parte delantera, era tan cómodo, me senté y puse mi teléfono inteligente para
escuchar alguna música que podría bien arrullarme lejos de los sonidos del
motor.
Una vez que todos los pasajeros abordaron el chofer nos dio
instrucciones a cerca de las condiciones del clima y el estado de la carretera,
el tiempo estimado a la Ciudad de México era de 12 horas y calculé que a las
seis de la mañana llegaría a Puebla.
La cabina del autobús era independiente, el chofer cerró su
puerta y de ese modo quedábamos aislados sin ver el camino. Cada fila tenía tres asientos, uno en la parte
derecha para aquellos que viajábamos solos y otros dos juntos para aquellos que
viajaban en compañía.
Lo que parecía un viaje normal estaba a punto de convertirse
en una pesadilla, el autobús se saldría de coordenada, pero ninguno de los
pasajeros podíamos imaginarlo.
La Cuidad de Tuxtla Gutiérrez quedaba atrás, sus tenues
luces se iban apagando conforme la oscuridad de la noche y el camino nos
envolvían en penumbras; tal vez había pasado la primera hora y allí fue cuando
algo raro tensó el ambiente.
La hora oscura me hiela la sangre, solo de recordar aquel
momento sabía que algo andaba mal, pero no podía imaginar que tan mal. Fue de
pronto cuando el autobús frenó, eso era tan extraño, los autobuses de lujo
procuran mantener una velocidad constante para no incomodar a los viajeros y más
aquellos coches de línea alta, yo lo sabía muy bien, que había viajado tantas
veces en toda clase de autobuses.
Después del meter el freno a fondo se detuvo el vehículo y
todos los pasajeros nos miramos preguntándonos qué había ocurrido. Podíamos
vernos unos a otros con claridad, pues una luz azul de tono débil nos iluminaba
para que pudiéramos ir al baño o caminar en cualquier otra situación.
La cabina del chofer permanecía cerrada, en medio de la oscura carretera no tenía sentido
que se hubiera detenido, pero pocos minutos después siguió su marcha como si
nada hubiera ocurrido, entonces en una atmosfera de tensión todo volvió a la
normalidad, una normalidad efímera y frívola.
El silencio era aplastante, todos los pasajeros venían
despiertos, algo andaba mal y lo confirmamos al escuchar gritar al chofer –
¡Tranquilos por favor! –
Fue como un ruego, un lamento, la voz temerosa del hombre a
través de la cabina nos hizo dudar a todos, algo estaba pasando atrás de esa
puerta, pero nadie se atrevía a abrirla. Lo curioso es que el autobús seguía su
marcha por la carretera hasta que de pronto se desvió en una vereda y empezamos
a sentir las fuertes sacudidas que nos provocaba el terreno accidentado.
No era normal, estábamos fuera de la carretera, fuera de
toda protección, fuera de coordenada, en manos de qué sé yo quién o quiénes.
Quise encontrar alguna razón sin abrir esa puerta y la encontré cuando la chica
que venía sentada atrás de mi encendió su teléfono móvil para comunicarse con
alguien y dijo – Perdona la hora, pero no sé si llegaremos, acaban de
secuestrar nuestro autobús, estamos en unos caminos donde las ramas se
estrellan contra los cristales y los agujeros son… –
Dejó caer al suelo su teléfono y empezó a llorar; era un
hecho, se podía sentir el pesado ambiente, los nervios desgarrando la mente, para
ese momento ya sabíamos lo delicada que era nuestra situación.
Intercambié la mirada con otro señor que rondaba los
cuarenta años y me dijo – ¿Qué está pasando? –
– No sé – le respondí mordiéndome el labio. Todos buscábamos
respuestas, pero nadie se atrevía a abrir esa puerta.
Nos empezó a invadir la desesperación, cada vez el camino
era más oscuro y más accidentado, afuera solo se podían ver esas ramas que se
precipitaban contra las ventanas y recordé las ultimas noticias, las famosas
fosas donde los asesinos entierran cientos de cuerpos en las rancherías o en
los terrenos baldíos, a merced de quien estábamos, pero no tardaríamos mucho en
averiguarlo.
Hay momentos para temer, pero hay otros para despedirse, por
desgracia mi teléfono móvil no tenía señal y pues quien se enteraría de lo que
podría pasarme, en ocasiones tardan meses en identificar los restos de las
víctimas. Solo esperaba no fueran tan sanguinarios, podía ser un simple tiro, o
tal vez mi cabeza rodando muy lejos de mi cuerpo.
Dejé de pensar y empecé a vivir con todos aquellos pasajeros
los momentos de angustia, algo nos había unido, pasamos de ser unos completos
desconocidos a fraternales amigos, pero todos hablando en voz muy baja, no
queríamos perder detalle de los sonidos que podían provenir de la cabina del
chofer.
Otro desgarrador grito nos confirmó que eran varias personas
las que estaban golpeando y sometiendo al conductor, para ese momento dudábamos
que el chofer siguiera conduciendo, tal vez estaba arrodillado mientras otro
nos llevaba a un destino incierto.
Se escuchaban gruesas voces, eran como macabros entes que podían
hacer de las suyas a placer. Las maniobras se sintieron más bruscas, pensamos
que el peso podía voltear el transporte, pero milagrosamente y después de un
salto no ocurrió así. Quedamos atascados en una zanja profunda, al parecer
querían meter el autobús en otro camino imposible de transitar, pero no lo
lograron y al mirar al cielo solo vi la luna, podía sentir que estaba cerca de
cualquier estrella.
Fueron los segundos más largos, el silencio que prosiguió
podía cortarse con una tijera. Era como si esperáramos a que esa puerta se
abriera, como quien espera la bala para ser fusilado, pero esa puerta no se
abría, estábamos todos a la expectativa.
Unos no dejábamos de mirar la frágil manilla, otros
perdieron el control e intentaron meterse al baño, en el que con trabajo cabían
tres personas una sobre otra, se metían allí como si hubiera escapatoria, pero
no. Las ventanas del autobús estaban selladas y no teníamos nada a la mano para
romperlas, a otros los vi esconderse debajo de los asientos, como si no fueran
a ser descubiertos, pero la chica del móvil, yo, y unos cuantos nos quedamos
allí frente a esa puerta que no se abría.
Como en todas las ocasiones pasa siempre lo inesperado. Se
apagó la marcha del autobús y con ella las luces tenues y el sonido de la
máquina dejándonos totalmente a oscuras y
en silencio. Pobre gente, pobre de mí, pensé, nada más era esperar lo peor,
allí tan alejados de todo podíamos esperar la muerte, y las chicas ser
violadas, como en tantos casos ha ocurrido cuando leemos el periódico. Pero
perdemos la capacidad de asombro, hasta que lo vivimos.
Empecé a plantearme ya no mirar más esa puerta y meterme debajo
del asiento, pero me faltó tiempo. Fue tan confuso, pero por fin ocurrió, la
puerta que con brusquedad fue abierta era precedida por unas pequeñas linternas
que portaban hombres con armas largas. La cosa no podía ponerse peor, eran
cuatro, tal vez cinco y del conductor no se escuchaba nada, podía estar por
allí tirado.
Gritaban, nos aturdían, nos impactaban, nos amedrentaban – Ya
valieron verga, de aquí nadie sale vivo ni virgen –
Y como era de esperarse no había ningún escondite donde
estar a salvo, empezaron a bajar a todos los viajeros con violencia, a los que
intentaron meterse al baño les gritaban y a los que se escondían debajo del
asiento a tirones de ropa y de pelos los arrastraban para que salieran por la
única puerta.
Llegó mi turno, decidí bajar con los que lo hicieron
voluntariamente, para encontrarme con la estrellada noche de la carretera, a
veces los paisajes son tan bonitos e imponentes, pero a la vez son testigos de
todas esas injusticias.
¿Iba a morir? Tal vez, nos habían llevado demasiado lejos,
estábamos completamente en las garras de unos asesinos y todo podía pasar,
alcancé a ver por el rabillo del ojo el cristal delantero del parabrisas
estrellado, era como una piedra que había impactado, además en esas pequeñas
carreteras no hacía falta más que un tronco de árbol para bloquearlas.
Todos estábamos abajo entre la maleza y el fango, a las
mujeres las tomaron y las pusieron mirando de espaldas en la parte trasera del
autobús, a nosotros nos pusieron debajo de vehículo, a oler aceite y gasolina,
acostados boca abajo esperando lo peor.
Los rufianes se paseaban con sus armas largas y uno de ellos
dijo – Que nadie se mueva, puede ser la última vez si hacen alguna pendejada –
Otro de ellos a gritos les repetía – Ya hay que matarlos,
pero primero quítales todo –
Sacaron maletas, computadores, teléfonos móviles, dinero y
todo lo que los pasajeros llevaban, entonces un chicho se atrevió a hablar –
Son mis documentos de la tesis, por favor no se los lleven –
– Devuélvele sus chingaderas – dijo otro y las tiró al fango
– Ya hay que chingarlos –
– ¡Cálmate perro! – le gritó uno al otro
El nombre no era muy alentador, el perro ese estaba
desquiciado y podía desencadenar una masacre. Mientras me comía el fango pude
ver la sombra de una ancianita que se puso muy mal y dijo – ¿Por qué nos hacen
esto? ¿Qué les hemos hecho? –
Un largo silencio nos dejó a todos retumbando esa voz en la
cabeza, incluso los asaltantes se quedaron callados, se acercó uno y pensamos
que podía haber sido contraproducente, pero la voz angelical de esa señora
cambió las cosas y por boca de un rufián salieron las siguientes palabras – No
se preocupe, si nos dan sus pertenencias no les haremos daño –
Todos suspiramos, se había manifestado la bondad y esa
frágil señora era tan fuerte o más que los cinco sujetos que portaban las armas
largas y habían desviado nuestro autobús para ponernos en esa situación.
Fue una lección de fortaleza, de la verdadera fuerza. Pronto
nos pusieron a todos en pie, hicimos una fila esperando a ser cacheados por un ladrón,
mientras dos de ellos apuntaban, el perro hacía guardia en la parte más cercana
a la vereda y así, uno a uno fuimos pasando, quien se resistía se llevaba unas
buenas bofetadas. Y llegó mi turno.
Estaba en pie hablando con un señor de estatura baja, un
poco robusto y con el bigote bien recortado, moreno y de pelo rizado, con esa
coletilla tipo Los Bukys y me dijo – ¿Es todo lo que traes? –
– Sí –
Metió su mano hasta mis calzoncillos y encontró mi teléfono
móvil que tanto había cuidado, lo sacó bruscamente y casi me arranca los
cojones de cuajo. Fue doloroso, pero a la vez lo había perdido todo; desde mi
laptop, hasta identificaciones, tarjetas y cualquier cosa que podía necesitar
en mi viaje.
Estaba más ligero que una japonesa de doce años, pero con
vida.
Fue un momento de distracción y mientras todos los pasajeros
se acercaban a la viejita, los asaltantes huían, perdiéndose en la oscuridad.
Yo miré a esa señora de lejos, sonreí y estiré mis brazos al
tiempo que sentía el calor tropical de no sé qué zona de Chiapas y miraba al
cielo esas estrellas desde un agujero cubierto por la vegetación.
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