jueves, 29 de marzo de 2018

El Coloso de Rodas en llamas (parte 1)


Mi nombre seguía circulando por los pasillos de la escuela, mis travesuras y mis andanzas eran contadas a manera de chiste. El mito corría como una locomotora sin frenos a toda velocidad y a punto de descarriarse. Una hazaña parecía no poder superar a la próxima, pero por más imposible que pareciera, siempre superaba con creces lo hecho anteriormente, no sabía cómo, pero lo lograba, yo mismo estaba asombrado, pero más que asombrado estaba cansado, era momento de meter el freno a fondo y salir por la puerta grande. Sería lo último que verían de mí y tenía que ser un cierre triunfal; ese fin que me inmortalizara, pero que al mismo tiempo me diera alivio, si provocaba mi propia expulsión de la escuela al fin podría liberarme de este pesado lastre.


Era un total despiste, dándole las buenas noches al día, no sabía si en el mundo exterior había oscuridad o luz, yo era el ejemplo en la escuela del peor alumno, pero eso no me importaba, hasta los grandes caían, lo había dicho Pompín; el profesor de historia universal, cuando se refirió a una de las siete maravillas del mundo antiguo; El Coloso de Rodas, construida en 292 Antes de Cristo, hecha de bronce y armazón de hierro para venerar a Helios, el dios del sol y por más imponente y grande que era fue derribada por un terremoto, no era yo precisamente un Coloso, como el que se había construido en la isla Griega de Rodas para celebrar una victoria, pero sí tenía muy claro que el triunfo y el fracaso son temporales y todos tenemos nuestro álgido momento.


Lo estaba meditando, como el suicida que dormía, como el cáncer antes de atacar, quería que me dejaran en paz, o que esto se acabara de una vez por todas. Las peleas no tenían fin, los golpes se habían recrudecido y como nadie me debía amistad la saña era cada vez más fuerte. Pensé en muchas ocasiones que lo mejor sería que me expulsaran, si algún tipo de niebla nublaba la vista de mis padres, si no podían escuchar el grito desgarrador y desesperado de mi alma, suplicando por un poco de compasión, de aceptación y si fuera posible, un poco de cariño, lograría que me expulsaran, e iría en busca de mi horizonte nuevo y mejor.


Con los días mi nuevo adquirido optimismo se desgastó, la soledad me carcomía, y las hormigas que me molestaban ya no se iban nunca, estaban todo el tiempo desde que despertaba hasta irme a la cama, no me dejaban dormir, sentía mi sangre pesada, odiaba la comida, el aire que respiraba, no tenía sed, sólo cansancio, sólo me sentía exhausto, quería que todo se terminara, no sólo el colegio o el día de clases, necesitaba que todo terminara, no podía soportar un grito más, una mirada de desprecio más; creía que si volvía a escuchar a mi padre lamentar mi existencia o recordarme el poco cerebro que tengo reventaría por dentro, el dolor convertido en pus caliente, fluidos infecciosos acabarían por desgarrar mis tejidos y me llevaría a mi mejor horizonte, a un lugar de descanso para mí, donde quizá no me quisieran, pero tampoco me odiaran; si el día cotidiano en casa era fatal, ¿qué podía esperar del resto de la gente?


Llegó el día en que me pareció demasiado, no pasó nada en particular, no hubo eventos extraños, ni siquiera algo que me hiciera reventar, sólo pensé que para mí era suficiente. Caminé despacio por la casa pensando en lo que pasaría cuando no estuviera más allí, ¿Notarían mi ausencia? claro que sí, ya no habría a quién gritarle, a quien insultar; por otro lado pensé que sería un alivio para mi familia, ya no tendrían que lidiar conmigo, con el fastidio que yo les significaba, era el mejor regalo que podría darle a mi padre, librarse de mí, de su monserga, de su castigo divino de por vida; quizá entonces me amaría, por haberlo librado de mí.


Ya no pensaba en la expulsión de la escuela, lo mejor era tomar un atajo, desaparecer, caer en mil pedazos como El Coloso de Rodas, un terremoto sacudió mi mente y cambie de pronto la expulsión por el suicidio, eso era mejor, y más fácil.


Seguí descalzo hasta la cocina, antes de suicidarse era bueno comer un bocadillo de queso. Sentía el frío del suelo despidiéndose de mí; no me graduaría de la universidad, no me enamoraría, no tendría hijos; pero a quién quería engañar, seguro no terminaría ni la secundaria, nadie querría estar con un fracasado como yo y mucho menos tener hijos conmigo. Este último pensamiento me animó a abrir las llaves de la estufa, cuando vi a un miserable ratón entrar en ella, ese pequeño animal me reforzó la idea, nos asfixiaríamos juntos; Las abrí hasta el tope, hasta que escuché el butano salir de los hornillos, caminé hasta mi habitación y me eché a dormir, este sería el último viaje, el último sueño; todo estaría mejor al despertar, aunque no pude evitar pensar en Miranda diciéndome – Me arrepiento, no quiero morir – pero pensé que al menos Miranda tenía una madre que le amaba, que intentaba estar con él, yo no tenía a nadie de mi lado nunca, eso me animó a seguir y me levanté a rectificar que el gas escapara a toda presión.


El mundo era nublado, corría queriendo escapar y de pronto abrí los ojos, la luz me cegó un segundo, pero al siguiente reconocí mi habitación, no entendía nada; pensé que era posible que fuera un fantasma, que me rehusaba a abandonar la tierra y ahora vagaría en ella para toda la eternidad, pero entonces sentí el viento; y hasta donde yo tenía conocimiento los fantasmas no sienten; me levanté de la cama y el frío suelo que me recibió me confirmó que no estaba muerto. Aún estaba solo en la casa, el olor a gas era perceptible, pero tenue; algo era claro, o tenía un súper poder o el gas de casa era de muy mala calidad, teníamos que considerar en cambiar de compañía, este gas ni para asfixiarse sirve, luego de recorrer la casa me di cuenta de lo que había pasado.


En mi melancolía había olvidado revisar las ventanas, todas abiertas; así mis deseos de morir se habían escapado por las ventanas junto con el gas; ni siquiera eso podía hace bien, con lo caro que estaba el gas; me sentí más fracasado que nunca, había salido ileso de mi intento de suicidio, incluso el ratón, que seguía merodeando, parecía reírse de mi atrás de la estufa, solo le faltaba hablar para decirme – Si tuviera tus brazos y mi cerebro hubiera cerrado las ventanas yo mismo –


Otro bocadillo de queso, pues ya estando en la nevera aproveché y pronto llegó el autobús de la escuela, y como no era un fantasma lo tenía que abordar; pero había algo en lo que tenía un rotundo éxito, encontrar formas de distraerme; y fue así como días después de mi fallido intento de pasar a mejor plano estaba en mi pupitre, la clase era de matemáticas, siempre me gustaron los números, pero los profesores solían explicar muchas veces la misma cosa, así que solía aburrirme con rapidez; esta no era la excepción, no sé bien en qué número de repetición iría, pero yo estaba ya en otro cosmos, hipnotizado chocando mis pies uno contra el otro, entretenido en mi péndulo de Newton nunca noté que el profesor había dejado de hablar y se acercaba a mí a grandes zancadas.


De la nada el suelo que estaba debajo de mí desapareció, mis pies que antes se movían de un lado al otro lentamente volaban como dos trapos sin voluntad, volteé para ver qué era la fuerza que me succionaba de mi asiento con tanto poder; era el profesor; que me tenía tomado de la camisa y me llevaba en vilo hasta la puerta. El aire se cortó en mi garganta, sabía que el profesor, aventajado sobre mí en peso y estatura me llevaba como a un muñeco hacia el acceso del aula, pero no sabía por qué, de hecho aún no lo sé, quizá al profesor nunca le gustaron los péndulos de Newton.


El furioso educador tomó impulso, como si mi cuerpo fuera una bolsa con desechos en su interior, y me lanzó fuera del salón; en mi vuelo alcancé a ver la mirada de mis compañeros, de sorpresa, de enojo; pero el profesor era la autoridad y yo y mis anárquicos pies lo estábamos sintiendo.


Permanecí tirado en una esquina del pasillo, intentando asimilar lo que acababa de suceder, miré hacia el salón y vi al profesor Raúl Raya cerrando la puerta con brusquedad, visiblemente molesto. La cólera se apoderó de mi alma, sentía que me hervía la sangre, quería todo a mi alrededor, la escuela, la vida fueran muy pequeñas, del tamaño de una hormiga y poder aplastar todo con mis manos, no tendría compasión, como nadie la tenía conmigo. Mi malévola fantasía fue interrumpida por el Coordinador, en sus acostumbrados rondines – Fernández, ¿qué haces afuera de clase? – Nervioso argüí una respuesta – Nada profesor, solo voy al baño – No podía culpar a nadie por no creer en mí – ¿Y tiene pensado irse arrastrando como las serpientes? Lo normal es ir caminando, es usted tan raro Fernández – ofendido increpé – Pero ya no he hecho nada –


Don Camarón como también se le conocía a nuestro coordinador ya había tomado su camino a la oficina, pero cuando me escuchó decir aquello volteó y me miró de arriba abajo poniéndose más rojo que de costumbre – Sus reportes dicen lo contrario – entrelíneas “No sea cínico Fernández” pero fingí que no recibía ese mensaje y seguí en mi defensa – Pero usted dijo que no había problema si no llegaba a los cien reportes – le dije inocente. El Coordinador no pudo contener su risa – Pero Fernández, hasta donde yo iba ya habías acumulado 128 reportes, eres el nuevo récord de toda la escuela, es una lástima que no te podamos nominar a los Record Güines. Mejor vete lejos, donde nadie pueda verte –


La última frase de ese hombre me cayó como bomba, como una enorme lápida de piedra, monolito infernal que aplastaba todas mis esperanzas, mis expectativas, ya no hice más caso, supuse que había terminado de hablar porque me di media vuelta y corrí, corrí hasta donde mis piernas pudieron resistir, llegué al baño y ahí me refugié hasta que terminó la clase de matemáticas. Sólo quedaba una clase; laboratorio de biología, sólo necesitaba resistir una clase más.


Laboratorio, y por si no me había bastado debí suponer que algo terrible estaba por suceder; primero mi fallido intento de suicidio, después escuchar a mis compañeros burlándose – ¿Viste como el profesor de matemáticas echó al gallego por los aires? –


– Sí, parecía un muñeco –


Me tuve que fumar todos esos estúpidos comentarios, y sus risas, yo solo miraba a mis pies, pero qué mayor señal quería para meter el freno a fondo de esa locomotora que era imparable, sucedían las cosas incluso en contra de mi voluntad, lo pensé mejor y podía sentirse en el ambiente, hoy era el gran día; el ultimo día, tenía que conseguir la maldita expulsión.


La paz que precedía la tormenta eran segundos de angustia, las tres de la tarde estaban a punto de marcarse para siempre en la historia de ese colegio, ya todo el mundo tenía listas sus cosas para salir por patas en cuanto sonara el timbre; y así, en cuanto el sonido de la campana rompió el silencio escolar el laboratorio se convirtió en un mercado estruendoso. Salimos corriendo, despavoridos, como si dentro algo se estuviera quemando, empujándonos, riendo, se había acabado la tortura. Poco antes de cruzar el portal del colegio noté que mi suéter no estaba, ¡genial! Corrí hasta el laboratorio, que en segundos había quedado vacío, pero no lo hallé, recordé que se había quedado en el respaldo de mi pupitre cuando el profesor me lanzó por los aires, así que subí corriendo por él, sólo Dios sabe lo que mi padre me hubiera hecho si pierdo una pieza del uniforme.


Crucé la puerta del aula a toda velocidad y choqué de frene con Román, que al verme se irguió en una pose violenta, retadora; como un minotauro, era evidente que mi presencia le era una desagradable sorpresa.


Román era un chico rebelde, pero callado, de muy bajo perfil y el destino me lo había puesto para cometer una de las fechorías jamás nunca vistas; todo se dio de una manera extraña, era como si el destino me estuviera ayudando a fraguar mi venganza, una venganza letal.


Asomé discretamente la cabeza hacia lo que Román escondía en su mano, era un mechero; mis ojos de inmediato se posaron en la papelera; ¡Ajá! el brinoncillo prendería fuego a algo ¡Qué divertido! ¿Cómo no lo pensé antes?, quemar la escuela, noté que Román se sentía cada vez más incómodo, así que en un paso de arlequín y sonriendo di un salto hasta la papelera, del suéter ni siquiera me acordara – ¿Qué haces Román? – Dije curioso – Nada que interese Gallego – Sentí el tono de mi compañero, no confiaba en mí – No le voy a decir a nadie, yo te ayudo a prenderle fuego a la escuela –


Román me miró asustado, ese rebelde de poca monta tal vez me vio dispuesto a todo, tragó saliva y dijo – Voy a quemar la libreta de reportes, para que no nos expulsen, además te haría un favor, el de matemáticas te puso en la lista –


– ¿Cómo la conseguiste? –


– Le tuve que dar unos golpes al jefe de grupo y me la dio –


Me decepcioné y le dije – Es una pena, hubiera sido mejor prenderle lumbre a la papelera, si ese bote de basura ardiera podría arder toda esta mierda, junto con los reportes y los pupitres –


Román se sorprendía al escucharme, amaba la idea, pero al mismo tiempo tenía miedo, podíamos hacer historia juntos, quemar la escuela era salir por la puerta grande. Lo dejé que pensara y me asomé al pasillo, no había nadie y fui hasta el salón de maestros, tomé el frasco de alcohol del botiquín y le dije – Es momento –


– ¿Estás loco? –


– Tu también –


Ni tardo ni perezoso tomé mi posición en la puerta del aula, mirando hacia afuera, en menos de lo que había calculado Román salió corriendo, casi arrollándome – ¡Corre! – me ordenó con prisa. Miré hacia atrás y la danza de las llamas me hipnotizó, ¡claro que correría! pero quería ver aquello arder un segundo. Las lenguas color cereza se volvían doradas y se perdían, qué pena no tener una cámara de video a la mano para filmar eso que sería como una película de acción, con el fuego, no se necesitarían efectos especiales.


Grande fue mi desilusión cuando al segundo siguiente el fuego se fue apagando ¿Qué había pasado? Me acerqué con cautela y a medida que lo hacía las llamas retrocedían, como si me tuvieran miedo. Cuando llegué a la papelera eso estaba más apagado que un cementerio. De inmediato noté que Román había dejado el mechero y el frasco con alcohol.


Esta vez no sería un intento fallido, tomé el alcohol y lo vacié en la papelera, y los alrededores, así que sin pensarlo dos veces sacrifiqué una de mis libretas para el fuego, como una ofrenda,  más alcohol y cuando creí que todo estaba listo puse el mechero encendido en las breves esquinas del papel que se asomaban de la papelera, la flama fue descomunal, alcanzó el techo; su calor acarició mi rostro con tal fuerza que erizó algunas de mis pestañas. Ya no hubo tiempo para más contemplaciones, salí a toda velocidad del aula, cerré la puerta fingiendo tranquilidad y caminé rápido por el pasillo.


Las llamas me saludaban desde la ventana transparente, supe que esta vez lo había hecho bien, era momento de cruzar el patio y llegar a la salida, menuda travesura, nadie me había visto; y yo nunca había visto fuego tan de cerca, todo era muy emocionante; era el crimen perfecto, hasta que sentí una gruesa mano en mi hombro que me regresaba en mis pasos, sentí que iba a desfallecer, el corazón me latió con más fuerza, pero a otro ritmo, al compás del pánico; sentí cómo un sudor helado me recorría, cuando volteé ni siquiera podía respirar. Ante mí estaba el profesor de dibujo, ahí enorme y pazguato como era; con su bigote poblado y ojos aletargados – No lleves así tu block de dibujo, los ácidos de tus manos dañan los trazos –


“Menudo imbécil” pensé, a quién le importaban las láminas del block cuando en mi mente estaba pensado en reducirlo todo a cenizas, lo miré con pánico y me soltó extrañado, por suerte ese pazguato jamás podría atar cabos, con sudor en mi cara seguí mi camino sin detenerme, sin darle la atención y sin mirar atrás, veía la salida lejos, aún tenía que atravesar el largo patio, y lo hice, verificando que nadie estuviera cerca de mí, apurando el paso, y es que a esa hora ya casi no había ni un alma en la escuela.


Crucé el umbral sin despedirme de Don Max, el portero y cuando estuve a un par de calles del colegio sonreí para mí mismo, era la primera vez que hacía una travesura, ¡y cacho travesura!, y no era descubierto, por otro lado no podía dejar de pensar en las flamas, el fuego danzante que lamía el pasillo y hasta el techo con el poder del alcohol, qué bonito y qué brillante, pero no tanto como yo; que prendí fuego a la papelera, y al aula, y no fui descubierto; pedazo muchacho.


El destino era incierto, tanto el de la escuela como el mío, tantas injusticias no me dejaban sentir remordimiento, solo podía recordar esas flamas furiosas como mi alma devorar todo a su paso, ¿Y mañana? ¿Qué pasaría mañana al llegar a la escuela?




                                                                                                                              
                                                                                                                                   Continuará…

El Coloso de Rodas en llamas (parte 2)


Llegué a casa satisfecho y en calma a las pocas horas llegó un ligero remordimiento que me hizo reflexionar. Entre las llamas veía reflejados mis problemas, era como limpiar mi espíritu que se componía de todo ese humo que se elevaba al cielo, era una súplica, una llamada de atención.


No sabía qué había pasado, supongo que controlarían el incendio y que la escuela no había desaparecido, aunque mil películas se proyectaron en mi cabeza toda la noche, pero pronto lo comprobaría con mis propios ojos, pues en teoría no estaba incriminado en nada y asistiría a clases como los demás alumnos.


Mi padre nos dejaba en el colegio, parecía una mañana normal, como todos los días que transcurrían allí, a cuentagotas. Sólo un incidente en el pasillo, era contra un amorfo compañero que tenía la cabeza como higo maduro, andaba rapado y le gritaban un par de rufianes – Ven Mofles, te vamos a operar –


– ¡Déjenme animales! – gritaba despavorido Moflestein, de apellido Mayerstein.


Era de esos tipos raros, que también sufrían maltrato y escuché a los mismos rufianes cantarle con una tonada pegadiza – ¡Tengo un tumor en la cabeza! ¡Tengo un tumor en la cabeza! –


No es que me alegrara que le molestaran, pero esto era el ejemplo básico de los policías, si estaban multando a uno, no podían detener a otro. Me hizo gracia y estallé en una carcajada espontánea, pero discreta, pues yo no acostumbraba a reír nunca.


La escuela parecía estar en una pieza, el movimiento igual, tal vez yo había maximizado esas llamas, aunque estaba ansioso por llegar al aula, pero en mi camino se atravesó Galindo, un compañero que se sentaba detrás mío y que solía cantarme todas las canciones de Bronco; un grupo mexicano de finales de los años setentas, pero en los noventas estaban en pleno auge. El pobre Galindo pensaba que las disfrutaba, y yo que no tenía el corazón para decirle que se escuchaba como el mismísimo Lupe Esparza; siendo desmembrado por algún aparato de tortura de la inquisición; y Galindo interpretaba mi silencio como gusto y cada día cantaba con más sentimiento, y ay Dios.


Pero esta vez a mis oídos no llegaron ni “Los libros tontos” o “Sergio el bailador” llegó algo diferente, que tenía otra melodía y que era una seductora y maliciosa prosa de punk, de pura anarquía; la letra decía en voz de Galindo – Mira la pared Fernández ¡Está toda negra! –


¡Tantarrrantaaan! o como quiera que sea que suenan las guitarras metaleras, ahí estaba la imponente mancha de hollín en la pared, marcando un oscuro camino hasta el techo. El primer impulso fue mirar a Román, que impávido veía aquella sombra, claro que él no sabía que su fuego pusilánime no había alcanzado a carbonizar ni una hojita de papel; necesitaba la mano recia de este mercenario, pero para créditos estábamos después; no podía dejar de admirar mi obra.


– ¿Quién es el loco o retrasado mental que hizo esto? – gritó una voz con asombro y esa voz me sacó de mi contemplación; ahí estaban todos mis compañeros rodeando la mancha de hollín como primates, tan admirados como el hombre primitivo al descubrir el fuego. Estaban asombrados y aterrorizados, los más osados se adjudicaban mi obra, los más débiles se lamentaban pensado que esto había llegado demasiado lejos y decían que era obra de un ser demoniaco; el asombro era infinito, mucho más de lo que yo calculé, aunque siendo honestos, no calculé nada.


Escuchamos la puerta abrirse, y como ratas despavoridas corrimos hasta nuestros pupitres, como era de suponerse, era el profesor; acompañado del Coordinador, para nuestra sorpresa el profesor de biología, mejor conocido como El Zombi, parecía ostentar su acostumbrado estado etílico, quiero decir, olía no como si se hubiera emborrachado, sino como si la botella se hubiese embriagado de él.


Claro que Román y yo intercambiamos miradas de nuevo, era como afianzar esa complicidad – ¿Quién cometió esta fechoría? – Dijo el Coordinador. En ese momento el aula estalló en risas y carcajadas, la palabra fechoría sonaba muy graciosa. ¿Fechoría? ¿Qué es esto? ¿El siglo XV? ¿Sabe usted que el manjar que ha degustado esta mañana ha manchado vuestro ropaje? Esto era mucho más que una fechoría, era el crimen del año; y era yo quien salía impune de todo esto.


El Coordinador, quien estaba visiblemente afectado nos hizo ver la gravedad como grupo y lanzó una advertencia – En cuanto sepamos quién hizo esto recibirá un castigo ejemplar – pero no bastó, mis compañeros seguían riendo y admirando la gran mancha – No encubran a ese tipo de alumnos, solo nos traerán problemas –


El cansancio fatigaba a ese señor que rondaba los 60 años y harto de no recibir respuesta nos amenazó, lo que él no sabía es que nadie tenía respuestas, o al menos eso creía, nos sentenció – El peor grupo de todo el colegio, y el autor de esto no tiene nombre, haré un reporte grupal, aquí hay muchos malos elementos, así como buenos, es un grupo de extremos y me duele porque nadie de esta clase saldrá con un expediente limpio –


El ambiente de inmediato se tornó pesado, las que fueron carcajadas se convertían en débiles risillas nerviosas. Aquella amenaza no significaba nada para Román o para mí, un reporte más era como un pelo en un gato; pero no toda la clase estaba en esa situación; y a pesar de que la tensión podría cortarse en el aula nadie dijo nada sobre el misterioso autor de la mancha en la pared. Sin información ni ayuda el Coordinador salió del aula fúrico, resoplando y mascullando algo que adivinamos más advertencias e improperios para el anónimo incendiario que se atrevía a desafiarle; justo detrás de él salió el tambaleante profesor.


En cuanto la puerta se cerró comenzaron los murmullos, las suposiciones; pero nadie tenía pistas, lo único en lo que todos concordaban era en el enojo generalizado, claro que tenía compañeros con el expediente inmaculado y notas perfectas; y todo eso se iría a la mierda gracias a un pirómano que ensuciaba con su asqueroso y retador hollín esas hojas que tantos meses de disciplina y obediencia había tomado construir.


Por primera vez en mucho tiempo sentí arrepentimiento, genuino, no el de la noche anterior con cosquilleos de triunfo, estaba avergonzado, mis acciones le estaban costando a personas inocentes; el auto escarnio me devoró en dos minutos, me sentí obligado a decir la verdad, tenía que hacerlo.


Supe desde el principio que mi confesión me costaría la amistad de algunos, la admiración de otros, pero sin importar la reacción de esos cincuenta alumnos tenía que hacer lo correcto, la necesidad de sentir que estaba haciendo bien me comía la cabeza y conseguiría esa tan anhelada expulsión.


De un momento a otro el barullo de los alumnos se convirtió en un sonido blanco, no distinguí palabras, aquello era como estar sumergido en una piscina, rodeado de manifestantes, sumergido hasta el fondo; y me había empezado a ahogar. Como si un resorte formara las articulaciones de mis rodillas me puse de pie, y en tres zancadas me ubiqué frente a la clase – Yo lo hice – dije susurrando; al principio casi nadie me escuchó, estaban muy ocupados intentando descubrir al perpetrador – ¡Yo lo hice! Yo le planté lumbre a la papelera – hablé con más fuerza, entonces todos escucharon.


No podría poner en palabras lo que sucedió después, todos pusieron sus ojos en mi lentamente, era como ver un cinta en slow motion, una cinta de la que yo era el foco. Solo ante todos mis compañeros que me rodearon curiosos, unos enojados, otros asombrados e incluso admirados, entonces comencé mi excusa – Os pido una disculpa a todos, la verdad es que yo le prendí lumbre a este bote de basura – Boquiabierto Román me miraba desde su lugar, temblaba de miedo como una hoja, pero yo no lo echaría de cabeza, él fue solo una herramienta y claro que no había hecho nada por estar ahí junto a mí; ignoré su cobardía y seguí clamando la simpatía y clemencia del grupo – Ustedes saben que estoy a punto de la expulsión; y si el Camarón lo sabe rodará mi cabeza y la verdad eso es lo que quiero, que ruede mi cabeza – dije agachando la mirada, no podía con mi pesar.


El grupo de niños modelo, los estudiosos e impecables opinaron que mi partida forzada del colegio sería lo mejor, escucharlos diciendo que incluso les darían puntos extra por el valor de denunciarme me enfureció – Sois unos malditos hipócritas, sois unos arrastrados; entregadme, eso queréis, ¿no? –


Sentía el mismo calor que había destruido la papelera y manchado la pared, los ojos me ardían y sentía unas ganas enormes de salir volando como el humo, pero no podía. Para mi fortuna quienes simpatizaban conmigo, o solo les importaba un comino mi destino; y el suyo de paso, eran más. Así que rodeado de esos cómplices me sentí abrigado por la confusión grupal, aunque fuese sólo un momento.


Fue entonces cuando El Babas, el elemento más gris de todo el alumnado hizo su participación; intentando salir del anonimato al que sus grises acciones y apariencia le habían confinado – ¡Maldito español! por tu culpa ahora estamos jodidos – justo terminaba su frase y volteaba sonriendo, mostrado esa dentadura que no había conocido dentífrico ni cepillo en semanas, buscando aprobación el muy babotas, ajá de ahí el mote.


– Con esa dentadura tú ya estás jodido – le contesté con naturalidad y empezaron los aplausos, yo me quedé asombrado de que nadie más alzó la voz para señalarme, poco a poco, como perros apaleados fueron tomando su sitio; aún rodeado por mis simpatizantes, sentencié entonces a quienes a leguas se veía que chivarían – Ya sé que varios de ustedes me delataran a mis espaldas, y lo sé, pero no le temo a eso, yo ya estaré en un lugar mejor –


Se hizo el silencio, sólo para que El Patas, apodado así por su escasa estatura y sus enormes pies, abogara por mi ante todos – Tu no te puedes ir de aquí, es la obra más grande que hemos visto, vamos a perdonar al Gallego, tiene valor – sentí una caricia de compresión pero, como en estos casos sobre mi persona, todo se torció.


– Vamos a perdonarlo con una condición – Añadió Magaña, quien salió de entre la multitud. Estaba de acuerdo después de todo no podía esperar el perdón nada más por mi bella cara que, siendo honestos, en la pubertad el rostro de cualquiera es todo menos bello.


Magaña era un rufián y un excelente manipulador de masas, bien podría llegar a ser político en el futuro y dijo – Es cierto que la hazaña del Gallego es grande, nunca antes vista y confesarlo, que valor, él puede ser nuestro rey, pero tiene que volver a demostrar su valor por tercera vez –


Esto no pintaba nada bien, la atención del alumnado era de no parpadear y Magaña lo soltó – En el cambio de clase el Gallego tiene que pelear contra Kamala – los gritos y vitoreos no se hicieron esperar; en señal de que estaban más que complacidos con el intercambio.


Magaña dijo – Va a ser la pelea del año y si alguien descubre lo sucedió en la pared yo mismo le arranco las tripas – Los alumnitos modelo tragaban saliva, creo que no había salida, ahora faltaba describir lo peor, a Kamala.


Esto parecía un reto de Mortal Kombat, Kamala; era una bestia como Goro; un adolescente súper desarrollado, mucho más alto que yo; enorme como un roble que se alzaba en el patio de la escuela y atemorizaba a quien se le acercara; su descomunal tamaño contrastaba con las facciones infantiles de su rostro rechoncho y abultado incluso en la frente. Su cara parecía un expendio de manteca, siempre grasosa. Calculé de inmediato mis posibilidades de salir victorioso; atacaría su yugular; si no estuviera escondida bajo esa norme papada, su cuello era una de las muchas partes de su anatomía que no disfrutaban del sol.


Quizá golpes al hígado. ¿Pero qué hígado?, de Kamala sólo eran evidentes por debajo del uniforme esas carnes, muy parecidas al flan que compraba en el mercado, mal cuajado y tembloroso; esto no pintaba nada bien; y hasta un ciego podría verlo, si la hazaña no me llevaba a la expulsión, la pelea podía llevarme a la primera opción, el suicidio; que siendo sinceros hubiera preferido que fuese con la estufa, así dormidito en cama.


Kamala gritaba como un monstro, balbuceos, al ver tanta gente esperando lo que saldría de mi boca acepté el trueque: El perdón y el silencio de mis compañeros, por una pelea con Kamala. Era un momento de mucha adrenalina y osé en decir estúpidamente – Claro que voy a desinflar a Kamala –


El monstruoso me miró casi carcajeándose, para él era menos insignificante que una hormiga tratando de vencer a un rinoceronte. Carranza se puso de pie, todos sabíamos que él era de pocas palabras; y muchos puños – Ya tenemos la pelea del año, hagan sus apuestas, El Gallego se trompea con Kamala; y todos calladitos; quien vaya de chillón con El Camarón se las ve conmigo, ustedes saben que yo no juego –


Esto sería como pelear contra El Coloso de Rodas, esa imponente estatua al dios Helios, quien en las alturas representaba al sol, y yo no tenía posibilidades, no era como ese terremoto que destruyó la estatua, no tenía esa fuerza para desmoronarlo desde su base. Las apuestas estaban todas en mi contra y cuando se puso en pie Morales anuncio la pelea con ficha técnica y apuestas – En esta esquina con 43 kilos 1.52 de estatura El Gallego suicida y en esta otra, con más de 100 kilos y más de 1.75 de estatura, la bestia feroz Kamala, no se lo pueden perder, en el próximo cambio de clase, la pelea del siglo –


Quedaba pactado, miré de nuevo a Román que en anonimato se había quedado muy tranquilo, no intervino ni para bien ni para mal, parecía complacido por mi sacrificio y lo aceptaba como si él fuera un afectado más. Volteé entonces hacia Kamala, sus ojos diminutos se veían más reducidos por sus enormes mejillas que los presionaban al sonreír, estaba muy complacido con la idea de mis huesos rotos entre sus manos, me imagina ser como el pollo frito que devoraba el otro día en el patio a la hora del almuerzo.


Cuando el profesor volvió todos corrimos hacia nuestros sitios, como insectos asustados, ni un murmullo se escuchó, incluso cuando El Zombi intentó sacar el tema a colación; notando que nadie soltaría prenda comenzó con su clase, sus explicaciones se perdían antes de llegar a mí, que no pude evitar voltear hacia Kamala, mi destino, mi verdadero final fatal.


Kamala me sostenía la mirada con esa sonrisa torcida, se sabía ganador desde el primer momento que se anunció el precio del perdón; tragué saliva con esfuerzo y respiré profundamente, fijé mis ojos en la pizarra e intenté seguir con dignidad el resto de la clase, que por primera vez no quería que terminara nunca. Para  cuando acabó la segunda hora otros grupos sabían del duelo y habían sido invitados al espectáculo, tendríamos casa llena.


Yo tenía una roca atascada en el pecho, ese peso que usualmente no me dejaba respirar, ¡Claro que tenía miedo! sólo un loco no temería a los enormes puños de Kamala. Intenté, sin éxito, calmarme; las manos me sudaban, salí del aula sin hablar con nadie, quería lavarme la cara, quizá el tacto frío del agua me traería de vuelta del país de la ansiedad.
No sentía el suelo debajo de mis pies, mis zapatos eran ahora mucho más pesados de lo que recordada; y aún así caminé sin mirar a nadie, con los ojos clavados al piso, hasta que una risilla me distrajo, si una ardilla se carcajeara ese sería su sonido; los ojos miel de un compañero de otra clase me miraban con picardía, sonreía dejando ver su enrome y deforme dentadura; una figura colorida detrás de él llamó más mi atención, era un dibujo hecho con tizas de colores; me acerqué bien para ver de qué se trataba; era yo.


Así es, un cartel improvisado anunciando la lucha estelar entre Kamala y yo, corrí a otro salón, el grotesco dibujo se repetía, su autor sería otro tipo, claro, pero el mensaje era el mismo, se infestó el edificio de dibujos y expectación. Sentí el desayuno agolparse en la boca de mi estómago, pero tenía que seguir, era morir a manos de Kamala o padecer a manos de mi padre furioso por mi expulsión; y la verdad prefería morir.


El Coloso de Rodas era gigante, imponente, solo un temblor con el factor sorpresa pudo derribarlo, todo me remontaba a lo que contaba Pompín, el maestro de historia universal, en esas fantásticas mitologías y realidades, pero esto no tenía nada de fantástico, al menos hasta el momento, mis manos ya no sudaban, parecían dos mangueras de agua que dejaban gotas por donde pasaban.


No pasó mucho tiempo para que se empezaran a organizar todo tipo de apuestas; incluso se habló de un fondo de recursos para pagar mi cuenta del hospital, conforme pasaban las clases se acercaban a mí conocidos y extraños a mostrarme su simpatía o compasión – Yo aposté por ti Gallego, creo en los milagros – me dijo un chico de quien olvidé su nombre; sus ojitos negros brillantes e inocentes me dijeron que no mentía. Dejé caer mi peso sobre la silla, escuchaba como sonido blanco las voces de mis compañeros, dándome consejos, diciéndome dónde golpear o cómo recibir un golpe; comentarios bienintencionados todos, de solidaridad. Aunque la pesadez de mi pecho se había mudado a mi cabeza, sentía que de pronto de me caería; entendía a ese personaje el Calabacito a quien el peso de su cabeza le era una tortura. Sentí la necesidad de mirar hacia Román, esperaba encontrar un alma en contrición; rogando ahora mi perdón y compresión; ya no suplicando mi silencio, pidiendo mi disculpa. Pero no fue así, me encontré con un Román incluso divertido por mi situación, ajeno al problema, feliz por lo que estaba a punto de pasarme.


Era mucha la gente que se me acercaba y le dije a Magaña – Tengo que estar concentrado para la pelea, yo no quiero que se me acerque nadie, me están quitando el aire – Complacido al escucharme, me quitó a la gente de encima, formó una escolta con los rufianes más temidos, quienes me protegían de todos, menos de la bestia. Tragué saliva, sabía que minuto a minuto se acercaba el final, tendría que enfrentar un destino llamado Kamala.


La puerta se cerró de golpe, dejando afuera todas mis esperanzas de salir con un hueso sano; un vendaval de muchachos me rodearon al tiempo que hacían a un lado las butacas; la improvisada arena debía estar lista lo antes posible. Las apuestas aún se cerraban cuando una mano me tomó con fuerza de la camisa y me puso, cual muñeco de juguete, en el centro del espacio circular que rodeaban las sillas. Las risas y gritos de mis compañeros me hicieron mirar hacia el frente; ahí de pie, largo y aún más ancho como era estaba Kamala, de la excitación sus blancas mejillas se habían puesto rojas, como un par de manzanas, sonreía y me confería esa mirada psicótica que sólo un cazador puede tener hacia su presa; de pronto sus cejas se arquearon y el odio flameó por sus ojos – Me voy a limpiar el culo contigo puto gallego – “No, mejor no” pensé mientras daba un par de pasitos hacia atrás, hasta que mi temerosa trayectoria encontró a mis compañeros que me lanzaron al ruedo nuevamente de un fuerte empujón que me puso a merced de la bestia.


Kamala; un niño de cabello castaño, con la piel tan blanca que parecía transparente, bañada en grasa y sudor; parecería el retrato de la pureza si no fuese por su enorme masa, sus movimientos lentos, su mirada iracunda; y los asquerosos hilos de saliva espesa que se le columpiaban en los labios al hablar, era una bestia entrenada por los bribones del grupo, el arma letal y no tan secreta que usaban como manera de tortura o diversión; y esta tarde el objetivo era yo; lejos quedaba el perdón y el silencio pactado, mucho más atrás el bote ardiendo y llenando de hollín la pared, ahí estaba yo.


Kamala dio una brazada brusca, como queriendo atrapar una mosca, después de varios intentos en los que yo me alejaba sin saber cómo atacarlo, lo consiguió, mi cuello quedó prensado entre el brazo y el enorme vientre de Kamala, ahogándome. Este animal no media su fuerza, sentía que me iba a desmayar, que mi alma salía de mi cuerpo, empezaba a ver el panorama negro y mis ojos se abrían con dificultad, podía sentir la tráquea presionada, por más que intentaba aspirar nada entraba a mis pulmones. Se hizo el silencio, las fuerzas me abandonaban de súbito y creí en verdad que moriría a manos de ese animal, que ahí acabaría todo para mí, quizá me encontraría con Miranda de nuevo, el único amigo de verdad que había tenido hasta ese momento.


Miranda me recibiría en el jardín, con un escarabajo en la mano; estaría sonriendo, feliz porque el Sr. Escarabajo cuenta con excelente salud, habría encontrado una hermosa escarabaja y tendrían una prolífica familia. Mi amigo me miraría a los ojos, las oscuras ojeras que se colgaban de su mirada se habrían ido, ambos reiríamos hasta el cansancio y entonces Miranda, bondadoso como era, me daría un cálido abrazo, sentiría su alma llena de alegría, un abrazo en el que no hubiera espacio para la tristeza, la miseria o el odio; un abrazo que me diera el aliento que se me estaba arrebatando.


Sentí mi cuello tronar y el terror de un traumatismo vertebral, o como lo llamaba “que se me rompiera el espinazo”, y eso me hizo reaccionar. Sin aire, sin fuerzas, a punto de desvanecerme, pero con determinación de salvar mi vida una idea iluminó mi mente. ¿Quería limpiarse el culo conmigo? le daría algo mucho mejor. Recordé esa historia que me habría contado un anciano, sobre cómo se caza al armadillo. Este encorazado animal se mete en su madriguera y no hay nada que lo haga salir, hasta que un listillo viene y con la ayuda de un palo le atesta un golpecito en el ano; el bicho se asusta y sus cazadores aprovechan la reacción para sacarlo de su escondite.


Me estiré cuanto pude, no contaba con un palo, así que tenía que estirar mi brazo hasta rodear la enorme masa de Kamala, tenía que encontrar su ano, así él nunca se percató de mis intenciones; tomé con el brazo tanto impulso como pude, cualquiera pensaría que le daría un golpe en el estómago o hígado, pero sólo yo sabía la trayectoria y su final.


Le metí los dedos en el recto intentando atravesar su pantalón y le prensé un testículo de pura casualidad en cuanto el saltó, y cuando tuve el escroto en mi mano lo giré cuantas veces pude, como si fuera el sintonizador de un viejo radio. La estocada funcionó, aun cuando no tuvo ni la fuerza ni el tino que yo creí, pero lo logré. Con un impulso inusitado Kamala no sólo me soltó, me lanzó por los aires; liberando mis vías aéreas y mi alma. Kamala se desplomó ante mi en un grito, e imaginé que así había caído el Coloso de Rodas, causando un tremendo impacto.

El golpe de la enormidad de mi contrincante contra un pupitre que estaba cerca y el desnivel de la tarima con el suelo fue seco, no hubo eco, incluso ni cuando el pupitre se partió en dos; fue como ver caer un árbol que parecía indestructible, su rostro pasó de la sorpresa al dolor en segundos, sus carnes bailaron como un flan mal cuajado cuando aterrizó, luego un grito salió de su disminuida boca – ¡Mi pierna! –


Todos se quedaron asombrados, y yo no podía parar una rasposa tos que salía desde mis pulmones; Kamala se dolía en el suelo, comenzó a arrastrarse y mascullaba maldiciones hacia mí; sentí que la rabia hervía en mi sangre, minutos antes había estado amenazando incluso mi vida, quería usarme para limpiarse el culo, me humilló y ahora ahí tumbado y derrotado.


En el dolor Kamala no dejaba de maldecirme, pero lo extraño era que no podía ponerse en pie, vi en el rostro de mis compañeros la duda, pensaban que mi victoria era producto de la casualidad y la suerte; mi coraje aumentó y sin dudar me acerqué a Kamala y le atesté un pisotón que aterrizó en su pierna que parecía haber perdido la forma. Entonces un desgarrador grito salió de él; ese lamento que apagó mi fuego y dejó paso a la lástima.


Yo descubrí cual había sido la pierna lastimada y la ataqué; ¿Qué había hecho? sólo quería liberarme del tormento y ahora era yo el torturador, me sentí muy culpable. Hasta que algo goteó en mis labios, instintivamente me llevé la mano a la boca y se empapó de sangre, no me alarmé; pensé que sería algo ínfimo comparado con la herida de Kamala, que resultó ser una fractura, la cosa era mucho más grave de lo que parecía; Kamala con su propio peso en la caída destrozo un pupitre y su pierna al mismo tiempo.


Su moral quedó rota, como algunos huesos de su pierna, parecía mentira, un coloso había vuelto a derrumbarse, contra todas las previsiones parecía yo ser el campeón, me lo confirmaba el llanto y el dolor de Kamala reducido a nada y yo milagrosamente seguía en pie.


Magaña se levantó de su lugar y dentro de la incredulidad dijo – El nuevo campeón, con tan sólo 40 kilogramos, contra toda apuesta El Gallego, nuestro rey –


Entre aplausos todos vitorearon mi nombre, esa cruel imitación de lucha casi me mata; los espectadores me sacaron a hombros; el morbo se sentía en el ambiente, curiosamente era yo el único preocupado por la integridad de Kamala, que en el suelo sufría desprecios y humillaciones – Ha caído la bestia – gritaban mientas él se retorcía, su rostro rojo había palidecido y verlo así no me hacía sentir bien, a pesar de que pude haber muerto asfixiado entre su cebo.


Era un campeón sin corona, como el de la película de David Silva, varios de la vieja guardia me mostraron reverencia, Carranza me aplaudía con una sonrisa y recuerdo que varias manos querían saludarme, todo tipo de alumnos, desde los gamberros hasta los cerebritos; la suerte me había sonreído, del suicidio, a la fechoría que barajaba la posible expulsión, enfrentándome al monstruo para terminar en el trono, ahora podía darme cuenta como todos mis planes salían al revés.


La gloria era efímera, así como el fracaso; en el aula entró Robotina, la profesora en turno y encontró a Kamala en el suelo, luchando por respirar y sudando frío, al no saber cómo manejar la situación llamó al Coordinador, quien tuvo que buscar ayuda médica y una camilla, para sacer la humanidad del gigante Kamala. Le preguntaron varias veces que le había pasado y el respondía – Me caí, me estrellé contra el pupitre –


Me devolvió una mirada sin rencor, el fuego se había apagado y en vez del hollín en la pared solo quedaban unos grandes coágulos de sangre en mis ojos, me dolía un poco la cabeza y respondí a la mirada de Kamala con benevolencia.


Lo habíamos comprendido los dos Sun Tu en su libro el Arte de la Guerra dice: “Siempre se debe dejar una salida al enemigo en la guerra, ya que si el enemigo se ve acorralado estará dispuesto incluso a morir”


Solo quedaba una silla partida en dos recordando el lugar de mi victoria, varios se paraban frente a ella y revivían los hechos contando la historia a quienes no habían estado presentes en esa pelea, allí los restos que quedaban los borraría el tiempo, como el temblor que sacudió a la isla griega de Rodas en el año 226 Antes de Cristo y los había dejado sin su Coloso para siempre.





domingo, 25 de marzo de 2018

Miranda


Nunca conté a nadie lo sucedido en el patio trasero de la escuela, ese balón que se había estrellado con tanta fuerza en mi cara no era para mí; veía en el espejo con tristeza el enorme hematoma que me había dejado el impacto, pero sabía que el consuelo era algo de lo que yo no era merecedor; y con las semanas el moretón se curó más rápido que mi orgullo.


Un buen día me sentía extrañamente contento, bajaba las escaleras de salto en salto, con los pies juntos, pensando que era un sapito, animado y feliz, como cualquier anfibio no estaba muy preocupado por mi lugar de aterrizaje, mientras hubiera otro escalón y no cayera al vacío me daba por bien servido. Lo que nunca calculé fue que momentos antes algún desgraciado quisquilloso y remilgoso se habría deshecho de la bolsita de salsa roja que acompañaba su almuerzo. Ahí dejada a su suerte, la bolsita estaba en el suelo, esperando bañar con su delicioso y carmín contenido unos tacos o una tostada, pero su destino fue fatal. Como era de imaginarse, mi yo adolescente y sin suerte aterrizó con todo su peso sobre la salsa, haciéndola estallar como granada de fragmentación, lanzando esquirlas de pielecillas de chile y semillas por doquier, hiriendo de muerte el vestido de la profesora de lengua y literatura castellana que pasaba por ahí.


Al ver lo ocurrido me llevé las manos a la cabeza, ahora sí que la había cagado en grande. Como toda herida de guerra el manchón en el vestido de la profesora era escandaloso, no podía creer que eso estuviera pasando, me sentía espectador de una mala comedia, los gritos de la afectada me regresaron a la realidad.


– ¡Tonto! ¡Eres un torpe! ¡Mira lo que hiciste! – respiraba con dificultad, sus fosas nasales se abrían y el color de su rostro se mimetizó con la salsa, hasta que una voz tranquila llamó su atención, era alguien que venía con ella, justo detrás de ella – Su vestido es verde profesora, si le echa agua en este momento se le va a quitar la mancha –


Detrás de la figura iracunda de la profesora se asomó Miranda, un compañero, que llevaba entre sus manos las pertenencias de la profesora. La maestra resopló y caminó hacia los baños – ¡Fernández, ya te tengo atravesado! – gritaba la afectada mientras entraba a los servicios de los profesores. Cuando nos quedamos solos Miranda me vio y sonrió cómplice conmigo, sincero, como nadie lo hacía en ese lugar, yo respondí la sonrisa que se convirtió en risa. Mi compañero riendo me preguntó – ¿Viste la cara de la profesora? ¿Por qué hiciste eso? – sin dejar de reír por los nervios, y le respondí honestamente – No lo hice aposta, te lo juro –


Miranda comprendió y creyó en mi palabra, en esos días que nadie creía en mí. Con una sonrisa limpia me tranquilizó – No te preocupes, yo conozco a la Profesora Patricia. Es muy comprensiva y no vas a tener problemas –


Suspiré aliviado, de verdad quería creer en lo que Miranda me decía; lo miré a los ojos y sentí que había conocido un nuevo amigo. Desde el pasillo oímos la voz de la profesora – Te salvaste Fernández, porque mi vestido es verde no se nota mucho – Miranda me guiñó el ojo; y mi alma regresó a su lugar.


Arturo Miranda era un adolescente diferente, para empezar era muy propio al hablar, tenía buen aspecto, cuando todos los adolescentes somos horrendos; las hormonas, el crecimiento irregular de la anatomía; el cambio, el acomodo, en una época donde todo era un brote de acné con el pelo grasoso; y algunos con frenillos. Miranda era delgado, de rostro limpio y piel mate, su voz no había cambiado pero no sufría desniveles, era tranquilo y a todas luces centrado;  pero algo oscuro había en él, parecía entristecer con facilidad.


Muchas veces le noté solitario, con los ojos irritados, como si hubiera puesto ortigilla en los párpados, pero yo no tenía el valor de preguntarle si había llorado. Él solía buscarme ocasionalmente en los descansos, charlar diez minutos me bastaban para darme cuenta de su inteligencia y su sensibilidad, me caía bien porque me trataba con dignidad, como un ser humano. Un día me soltó a quemarropa – No eres el imbécil que dicen todos, ese personaje que te has creado en la escuela, sin amor propio y orgulloso del fracaso –


En mi boca se ahogó una risa nerviosa, era el primer cumplido que alguien me regalaba en años. Mi recién adquirido amigo notó mi nerviosismo, pero no se contuvo, aquella tarde me dijo cosas que aún escucho cuando acudo a su recuerdo – Tu eres de los nuestros, deja ya de ser quién no eres, tienes capacidad de hacer cosas, el camino que escogiste no te pertenece, deberías abandonarlo ya –


¿Qué podía responder ante eso? permanecí callado, intentando entender lo que me acababa de decir; yo sólo sabía coleccionar reportes de mala conducta y reprobar asignaturas mientras mis anécdotas le daban la vuelta a la gran escuela. Sentía sus palabras tan elevadas, tan fuera de mi alcance, que me sentía incapaz de darle una respuesta a su altura, sólo le miré a los ojos pretendiendo entender su mensaje, y sonreí.


Miranda al no ver reacción en mi me invitó a caminar con él. Caminé a su lado por varios minutos hasta el césped, nunca había visto en su rostro la sonrisa que dibujó en el instante que descubrió un escarabajo. Evidentemente feliz se inclinó hasta el insecto y lo levantó haciendo una delicada pinza con sus dedos índice y pulgar – ¡Mira qué bonito es! los círculos rojos en su caparazón negro, en estos detalles está Dios –


Primitivo como era no pude ver la luz que lo iluminaba al sostener ese escarabajo; en lugar de unirme a su apreciación de la naturaleza me alteré; y sin tacto alguno le grité – ¡Tira eso!, a mí me da asco, me dan asco los insectos – ni siquiera di tiempo a que reaccionara, con repulsión le arrebaté el bicho en cuestión y sin titubear lo lancé por los aires.


Cuando mi cuerpo regresó a su posición, luego de mi triunfal swing, encontré a un Miranda consternado; de nada habían servido sus súplicas, angustiado me pidió encarecidamente – ¡Déjalo!, ¡no lo mates! – pero como troglodita y sordo además, lo ignoré y el bichito voló como jamás se imaginó.


Miranda me miró con profundo dolor y me recriminó – No creí que fueras capaz –
Otras expectativas que defraudaba, como siempre, pero esta ocasión de verdad me dolió, quise disculparme pero él se alejó dejándome solo ahí; no supe cómo reaccionar y lo mejor que se me ocurrió fue salir en busca del infortunado escarabajo.


Creí encontrarlo, hasta hoy mi corazón desea que haya sido el mismo; dejé a un lado mi repugnancia por los insectos y lo tomé como hacía unos momentos Miranda lo había hecho; corrí hasta alcanzarlo, lo puse eufórico frente a sus ojos – ¡No está muerto! Andaba de parranda con otros escarabajos, ¿ves? sólo estaba jugando – mi amigo pareció calmarse, pero noté el incipiente llanto que parecía acosarlo, me sentí fatal, me disculpé varias veces; de corazón, él se alejó de mí diciéndome que todo estaba bien, aunque claro, no le creí, pero ya no había nada que pudiera decirle. El resto del día sólo pude pensar en el incidente; lección aprendida, pero de qué manera.


Con los días llegó la rutina y lo sucedido con el escarabajo había quedado atrás. Mi camino seguía la misma ruta, descubría más enemigos, peleas y ganaba el primer lugar como el peor alumno de la gran escuela, ni el tiempo que sigiloso pasaba atormentaba mi cabeza como los insectos que era a los únicos que les hacía reverencia.


Adormecido era incapaz de sentir cualquier ilusión; y mucho menos perseguirla; era adicto a la soledad, y poco más había dentro de mí, por el contrario Miranda parecía haber encontrado una razón para sonreír, ese motivo se llamaba Selene, una chica que era objeto de todos sus afectos, y todos sabemos que a esa edad siempre es amor verdadero, puro y sin mayor intención que hacer feliz a la otra persona, y estar con ella siempre.


Y así lo pensaba Miranda, Selene había sido la elegida no sólo para ser la novia de la adolescencia; sino que ambos compartirían su vida, ella estaba destinada a convertirse, cuando el tiempo llegara, en su esposa. Yo escuchaba con atención a mi amigo, pero con poca empatía. Ese colegio de varones me hacía ver que mi relación con las chicas de mi edad estaba limitada a la nulidad, pero ver el entusiasmo en Miranda me hacía feliz, verle emocionado; era como si las miles de mariposas que revoloteaban en sus adentros lo levantaran del suelo y lo llevaran levitando hasta Selene, su amor. Durante tardes enteras escuché historias, que iban a ocurrir, poemas y canciones que Selene protagonizaba e inspiraba, todo sería perfecto para ellos dos.


Un par de semanas después extrañé la presencia de mi amigo, llevaba días sin acudir a clases, aunque no parecía que el resto del alumnado echara de menos a Miranda, para mí era un hueco enorme imposible de ignorar. Tímido como era me obligué a buscar en el aula una respuesta; un compañero de apellido Arroyo me informó que Miranda había sufrido un accidente.


Arroyo no había terminado de hablar cuando sentí una dura patada de nausea en la boca del estómago, la impresión y la ansiedad me marearon, no daba crédito a lo que me decía – ¿Pero por qué yo no supe nada? – Le recriminé a mi compañero – Seguro no estabas en el salón cuando lo dijeron, para no variar, ya ves que siempre te sacan de clases – La respiración se me cortó, no podía creerlo, tuve que salir corriendo de allí.


Mi corazón latía tan fuerte y rápido que creí que saldría de mi pecho; o que si sucumbía a mi necesidad de vomitar me saldría por la boca, seguí corriendo hasta la oficina del Coordinador, supe que estaba ocupado, pero no podía resignarme a no saber qué había pasado, así que esperé, impacientemente, a que pudiera atenderme. Cuando por fin pude pasar a la oficina me olvidé de todas cortesías, sudaba como si hubiera corrido un maratón, y el aire se entrecortaba al entrar a mi boca, era víctima de un ataque de ansiedad, pero no podía poner atención a mi condición, tenía que saber. Sin saludar siquiera pregunté por la salud de Miranda.


El Coordinador arqueó las cejas, sorprendido, antes que cualquier respuesta tenía que emitir su, en ningún momento requerida, opinión – Me sorprende que Miranda siendo un destacado alumno sea tu amigo Fernández –


¿Cómo se supone que se deba responder a eso? Después de todo mi capacidad académica y de hacer amigos no estaba cuestionada ahora, era el estado de Miranda el que me interesaba saber, no las expectativas sociales que estaban puestas, o no, sobre mí. Pero mi silencio esperando la respuesta que buscaba no bastó.


– ¿Cuál es la conexión entre tú y Miranda? – seguí con mi técnica del silencio incómodo, pero esta vez no parecía funcionar, el Coordinador tenía la mirada clavada en mí, de vez en cuando yo le veía a él, pero sólo mordía mi labio inferior; podría decirme lo que quisiera, llamarme de todo, yo sólo quería saber de mi amigo.


Al no ver reacción alguna, sólo mi mirada divagando me dijo en voz más baja, como si le explicara algo muy básico a un impedido mental – Conexión, Fernández, la conexión – no me sentí aludido ni insultado, sus palabras no eran lo que yo buscaba y él lo notó; suspiró y hasta entonces se dignó a informare – Miranda está hospitalizado, sufrió una caída – de ahí en adelante todo lo que salió de su boca se convirtió en un ininteligible murmullo, nunca sabré lo que me dijo ese hombre, lo único que pude rescatar de toda su palabrería fue el nombre del hospital.


El resto de la jornada estuve pensando en visitar a Miranda, aunque también esperaba no ser imprudente, pero no descansaría hasta verlo y saber que estaba fuera de peligro. Mi timidez no fue ningún obstáculo, no había transporte que me esperara, nadie iría por mí; y a pesar de que en casa notaran mi ausencia no tenían manera de impedir que fuera al hospital.


El nosocomio no estaba muy lejos de la escuela, así que en cuanto salí me encaminé hacia allí. Entré tímido y pregunté en recepción por Arturo Miranda, una señora, de la que no recuerdo gesto alguno ni su estatura; sólo la angustia que se desbordaba de sus ojos y su rictus de pesar, se me acercó preguntando – ¿Tú quién eres?, ¿eres amigo de mi hijo? – Asentí, ella se me acercó amable y me guió a la pequeña sala que estaba cerca de la recepción, me agradeció la vista, pero me informó que quizá no era prudente entrar a la habitación de Miranda – Ya vinieron varios a verle y está algo cansado – me explicó – Nadie puede verle –


Comprendí la situación, pero en verdad quería ver a mi amigo, agaché la cabeza y tímido le dije – Soy amigo de la escuela – la señora pareció sorprenderse me miró a los ojos  y me dijo – Mi hijo no tiene amigos en la escuela –


Me dio la espalda y el tiempo se detuvo en su mente – Pero ¿Cómo? No es posible, o ¿eres tú el gallego? Perdón, el español –


Mi silencio le dio más pistas que mis palabras, se arrodilló para estar al nivel de mi baja estatura y peinó mis flecos sudados hacia atrás y con llanto en sus ojos me dijo – Mi hijo me ha estado hablando de ti… dime ¿Tú sabes por qué Arturo hizo esto? ¿Tiene problemas en la escuela? –


Permanecí impávido, no sabía de lo que me hablaba la madre de mi amigo, quizá me había equivocado, quizá ella escuchó mal y yo estoy hablando ahora con la progenitora de un desconocido, estaba considerando esa posibilidad cuando ella me preguntó sin miramiento – Dime ¿sabes por qué se disparó mi hijo? ¿Lo sabes? – La desesperación la hizo su presa, pude ver cómo los nervios se le rompían intentando sacar de mí una respuesta, pero yo ni siquiera sabía la pregunta, estaba nublado.


Un disparo, había sido eso lo que no había dejado ir a clases a Miranda, y uno auto infligido, nada más lejano a una caída accidental, ni siquiera intenté calmar a la señora, no podía reaccionar, ni superar la impresión; la piel de todo mi cuerpo me hormigueaba y sentía de nuevo las náuseas – Disculpe, es que a mí me dijeron que se había caído – pude ver la decepción en su mirada, no había quién le dijera por qué su hijo se había atacado así, soy incapaz de imaginar lo que aquella pobre mujer sentía. Luego de unos minutos más de preguntas, a las que yo no podía responder, me dejó entrar a ver a su hijo; ella quería respuestas y pensaba que yo las tenía.


Aún puedo oler el desinfectante del pasillo que me llevó a su habitación, sentir el frío picaporte ceder a mi mano girándolo, tenía miedo de entrar y enfrentarme a una realidad que parecía arrollarme, pero tenía pavor de no volver a ver a mi amigo. Entré despacio, sentí el aire que ocasionó la puerta al abrirse y lo inhalé hasta el fondo, buscando coraje, pero no había valor suficiente para afrontar lo que vería al traspasar la puerta. Ahí estaba Miranda, mi amigo de ojitos tristes y amante de los animales, tumbado en una cama, reducido a nada, una detonación se había llevado su energía pacífica y amable, el color de su piel no correspondía a un ser vivo, y noté de inmediato que respirar le significaba un enorme esfuerzo, el ruido de la puerta hizo que abriera sus pesados párpados, que se abrieron aún más al verme, sorprendido de mi presencia.


Me acerqué a pasos diminutos, como si el ruido que hacían mis zapatos al pisar el impecable suelo pudiera dañarle, tragué mis ganas de romper en llanto, y le sonreí, quería decirle muchas cosas, pero una pesada mano de hierro ahogaba mi garganta, sentía cómo la pena de ver a mi amigo así me silenciaba la voz, y no me dejaba respirar, mucho menos hablar; suspiré profundo y haciendo un apoteósico esfuerzo le saludé – Hola – le dije midiendo cada letra que de mi boca salía, no quería cometer imprudencias, no sabía si él podría responder, pero para mi alegría; aunque con mucho trabajo me respondió – Hola – noté que el volumen de su voz era muy bajo, no quise adivinar por qué, sólo me acerqué más para escucharlo bien.


Estaba aterrorizado, no podía ver a Miranda así, sin más protocolos le cuestioné sus actos, le pregunté por qué lo había hecho; quizá a nadie le había confiado la verdad, todos se preguntaban lo mismo, pero yo en realidad necesitaba saber qué lo había orillado a eso, qué era tan grande, tan devastador para llevarlo a tomar esa decisión – Selene – dijo con el mismo tono apagado – Selene no me quiere, la vi con otro – no daba crédito a lo que estaba escuchando, Selene la musa, la sirena que había dado tanta felicidad e ilusión a Miranda ahora podría haberle inspirado su muerte.


– Tengo miedo – me dijo Miranda, su voz era  muy baja pero retumbaba más fuerte que cualquier grito que yo hubiese escuchado – ¡No me quiero morir! –

Estaba arrepentido de haber intentado suicidarse, me lo dijo varias veces, yo no sabía cómo reaccionar, qué decirle, no podía recriminarle sus acciones, ni el motivo que lo llevó a esa cama de hospital, aunque él mismo veía ya las cosas desde una perspectiva diferente. Ahí reducido, dependiendo de aparatos y medicaciones para sobrevivir, Miranda veía sus problemas desde otro ángulo; y ya no le parecía digno morir por ellos.


– No te vas a morir, serás como el escarabajo ¿Te acuerdas? – Él sólo movió un poco su barbilla, lo que tomé como una respuesta afirmativa – Así como él te vas a salvar, te lo prometo –


Un profundo llanto se apoderó de Miranda, repetía una y otra vez – No me quiero morir – todo el peso del mundo se apoyó sobre mí, intenté darle ánimos, sin éxito; puse mi mano sobre su hombro, con mucho cuidado; siempre me había dado la impresión de ser frágil, hoy me parecía de cristal. Miranda sonrió levemente y me repitió que no quería morir; justo entonces su madre iba entrando a la habitación y se acercó a él de una zancada – No te vas a morir hijito ¡No te vas morir! – Entendí de inmediato que mi presencia sobraba, así que sin despedirme de la señora, que se deshacía de angustia, me encaminé hacia la puerta; sólo levanté la mano para despedirme de Miranda; y salí despacio.


Volví a casa anestesiado, del camino nada recuerdo, fue como si flotara, ignorando todo a mi alrededor, estaba consternado y era evidente; no crucé palabra con mis padres, podían recordarme lo mal estudiante que era otro día, no hoy. Al pedir silencio mi padre vociferó – Este tipejo aún exige – pero mi madre le pidió que accediera a mi súplica, después de todo lo había pedido por favor y de buena manera.


Sobra decir que no compartí con nadie mi pesar, me fui a la cama, y antes de dormir elevé una oración por mi amigo, le pedí a Dios que le salvara y que le diera otra oportunidad, tenía la esperanza de que el creador no me ignoraría como todos los demás mortales, que por ser un perdedor hiciera oídos sordos ante mis rezos; y así rogando por la vida de Miranda me quedé dormido.


Al siguiente día, viernes, fui a la escuela, pero mi roto corazón no me permitía unirme al desenfreno de los demás, la angustia me estaba matando, consideré ir de nuevo al hospital, pero deseché esa posibilidad, iría en unos días, cuando estuviera más recuperado y de mejor ánimo.


El fin de semana fue gris, pensaba en Miranda y mi alma de inmediato se fugaba, tenía miedo, pero me consolaba a mí mismo pensado mil teorías, imaginaba qué le diría cuando saliera del hospital, evidentemente le daría un sermón, pero con tacto; ensayé algunos pequeños discursos, frases sueltas, para dejarle saber que no pusiera sus ojos en ninguna chica que no fuera de fiar; y mucho menos permitiría que él pensara de nuevo que no valía la pena, porque mi amigo me había mostrado todo su valor.


Católico como era el colegio tenía una serie de reglas y costumbres ajenas a cualquier institución académica, como la misa de los lunes, por si algún pérfido pecador se hubiese perdido la eucaristía dominical. Toda la plantilla estudiantil ocupábamos nuestras posiciones, yo me balanceaba en mi sitio, de puntas a talones, nervioso, no sabía si podría resistir, esperar unos días más para visitar a mi amigo. El estruendo de un micrófono cerca de un altavoz nos hizo estremecer a todos, puse atención entonces a lo que estaba pasando, unos cuantos golpeas más al micrófono y ahí estaba frente a nosotros; el Coordinador, creía que comenzaría con una de sus acostumbradas letanías de instrucciones, pero esta vez en cuanto nos dio el saludo noté el pesar en su voz – Vamos a ofrecer esta misa por su compañero Arturo Miranda, quien falleció el sábado después del medio día –


El mundo se me vino encima, no me creía lo que estaba escuchando, el patio se volvía un espacio tan pequeño, parecía que los edificios se cernían entorno mío, tan cerca que cortaban el aire y no me dejaban respirar; miré a mi alrededor, todos los compañeros parecían sorprendidos, otros sólo se limitaban preguntar por la identidad de Miranda, que ¿Quién era Mirada? para empezar Miranda no era; Es. Miranda es uno de los mejores seres humanos que jamás conocí, tierno y sensible; compañero y cómplice. La vida no podía darme este revés, tendría que seguir dormido, en una pesadilla horrible, porque yo le pedí a Dios, le hablé sincero, oré de corazón; como se supone que rezan las personas buenas y a las que se les responden sus plegarias, y ¿esta era contestación que merecían mis oraciones? y las de la madre de Miranda, y las de él mismo.


Sentí que mis ojos ardían, pero me contuve, en ese ambiente hostil lo menos inteligente era mostrar alguna emoción. La misa se realizó sin contratiempos, aunque claro que me hubiera gustado irrumpir y decirles quien era él, pero qué importaba ya, yo le había prometido que viviría y otra vez fallé a mi palabra.


Sentía que por cada respiro exhalaba tristeza, que había exhalado tanta que había nublado el cielo.


Luego de la misa el nombre de Miranda se mencionó un par de veces en el día, pero al igual que mi viejo amigo El Macrino se olvidó casi de inmediato, éramos tantos que la ausencia de uno apenas se notaba, pero para mí era un hueco enorme por llenar. Ese día al final de clase caminé por toda la escuela en silencio, sentía que en cualquier esquina saldría a mi encuentro Miranda y me guiñaría el ojo como la vez que me salvó; pero no fue así. Caminé hasta el césped y miré de cerca las plantas; y los insectos que en ellas estaban, suspiré profundo y de pronto miré caminando por el césped a dos escarabajos, sus rojos caparazones con manchas negras me hipnotizaron, jamás pensé en tocarlos, solo los miré, iban dos escarabajos juntos y pensé, si Dios no está aquí ¿Dónde está?