Lloré mucho al nacer; al menos eso me decía mi padre y no sé porque
hacía mucho hincapié para recordármelo. Padecía una enorme tristeza por haber
dejado mi lejano planeta y venir aquí a la tierra. Pedí nacer en España, y con
pocos años también abandonaría mi país; no por elección propia, sino por ser un
hijo de emigrantes.
El destino me ha traído hasta aquí, o hasta allá, ¿Quién soy ahora? No
logro recordarlo, soy un producto de aquí y de allá o tal vez no pertenezca a
ningún lugar, en ocasiones la gente arraigada me lo hace sentir.
La emigración es una enfermedad que se diagnostica desde afuera, pero
se padece por dentro, aquellos que señalan no imaginan lo que es dejarlo todo varias
veces para volver a empezar; y no hablo de dinero, también de amigos, de
costumbres, incluso del aire.
De Galicia lo recuerdo todo, los días lluviosos, las tardes grises;
recuerdo esa escuela llena de lodo y tierra, era nuevo aquí en este planeta,
tenía pocos años, miraba al cielo y me preguntaba lo que todos ustedes ¿Qué
hago aquí? ¿A que he venido a este mundo?
Al no recibir respuestas dejaba de pensarlo y solo vivía, así como
todos ustedes intentan vivir. Algunos se creen que lo saben todo, otros se
aferran a una fe, yo sólo me dejaba llevar por el día a día. Me gustaba jugar
al fútbol y correr como si los caminos no tuvieran fin, y al fin esa sería la
historia de mi vida, correr sin fin.
Las tardes eran todas iguales, volvía a casa con la cabeza empapada,
escurriendo como una sopa, el agua de lluvia que corría por mi cuerpo se
confundía con el salado sudor que se trasminaba por mis poros y me hacía
temblar.
Otras veces me gustaba volver a casa solo, por la senda de tierra; y
esperar a esa niña que iluminaba el mundo con su gracia y estilo, aún añoro la
víspera del verano en el que jugábamos en el patio de la escuela, sentirle
cerca, tanto que podía oler el dulce aroma de manzana que desprendía su hermosa
cabellera de gitana, que bailaba con el viento, descarada, angelical.
Yo era invisible para ella hasta que Leo; el niño gordo de cuarto
grado que la custodiaba me quiso golpear, la cuidaba como si fuera suya, y le
molestaba que yo la mirara, ese brabucón se me acercó para sacarme los sesos de
un puñetazo, pero no le dio tiempo a nada, yo recurrí a la tierra que estaba
por todas partes, por instinto tomé entre mis manos un gran puñado de lodo que
pensaba meter en su boca y para que eso sucediera tuve que patearle la
espinilla y aprovechar ese grito desgarrador, que sería más desgarrador cuando
toda esa tierra que tenía en mis manos entrara por su boca y su garganta.
Fue mecánico, robótico, la coordinación que tuve en segundos dio
resultado, solo veía como volaban en el viento las partículas de tierra que
salían por su nariz y boca, hasta que Leo empezó a llorar y abriendo su enorme
boca pude ver esa tierra mojada pegada a su paladar. Creo que me había pasado,
pero a veces no había más remedio para evitar un puñetazo, y como si de un
premio se tratara fue así como esos ojos grandes me apuntaron fijamente, era la
niña de cabellera de gitana que me miraba con gracia y estilo.
Poco tiempo después acabó el curso y esperaba volver a clases para
verla otra vez, pero mi padre en un abrir y cerrar de ojos volvió a dar un giro
grande en el timón y embarcó a esta familia en otro largo viaje, al otro lado
del mundo; México. Nos mudaríamos allá, a más de 9,000 kilómetros de distancia
de casa, no sabíamos por cuanto tiempo, ni siquiera si íbamos a volver.
Lejos quedarían aquellos amaneceres de nieve y niebla y su cabellera
de gitana, y las calles de Vigo y Carballino, mis memorias eran el único puente
de regreso.
Los nervios me carcomían desde mi habitación aquella última noche en
España, entraría en mi vida una incertidumbre que llegaría para quedarse,
llorando con la luna y repitiendo el nombre de mi nuevo destino en silencio.
Recuerdo a Galicia con sus amaneceres grises que no se pueden pintar,
con la lluvia en la ventana y los labios secos al ver ese pelo de gitana que
sacudía el viento, también su sonrisa que siempre me sonreía, y esos ojos marrones de mirada expectante,
como los caminos de tierra de vuelta a la escuela, los recuerdo como a ella,
con gracia y estilo.
Corría el año de 1991 y había abandonado mi casa, lejos quedaba toda
la infancia y México me daba la bienvenida con un manto plomizo que cubría la
Ciudad Capital, el viento que corría entre las calles y edificios golpeaba mi
cara haciéndome temblar; me encantaban esos días nublados, tristes, no es que
disfrutara en sí de la tristeza, pero ese ambiente me invitaba a pensar.
Sentado en la acera miré hacia abajo, noté la punta de mis zapatos sin
mucho interés, nunca he sido un niño que se ocupa demasiado de las apariencias;
y entonces la vi.
Una pequeña hormiguita obrera, perdida, sola; caminando en una
trayectoria caótica, sin encontrar la fila que había desaparecido, quizá
abducida por una escoba. Corriendo de un lado al otro, evitando mi zapato y las
grietas, el pequeño insecto perdido no encontraba solución, hasta que un
destino peor la encontró de frente; un arácnido de mayor tamaño la topó y sin
compasión alguna la tomó con, lo que supuse serían sus fauces, y la llevó a un
trozo de césped que interrumpía la acera, desapareciendo de mi campo visual. Levanté la mirada suspirando
profundo, con evidente impotencia; lo que parecía natural era un tremenda
injusticia.
Por un momento pensé que era una representación de mi vida. Ahí estaba
yo, una pequeña hormiga adolescente, que si debo ser honesto; y creo que debo
serlo, sin afecto hacia la disciplina y el trabajo, compartía con esa pequeña
hormiga la desorientación y terror de haber perdido mi lugar, mi fila.
Seguí caminando por esas calles del que fue mi antiguo barrio; la
Colonia Romero Rubio y vi ese folclórico mercado, con todo tipo de comida,
olores únicos, gente alegre y pensé que mi nuevo hogar no era malo, diferente
si, pero malo no, en cierta manera ya había estado aquí aunque no tenía uso de
razón.
Mis ojos entre tanta distracción se fueron a ese puesto de revistas,
lo que bien podría ser un kiosco y por primera vez vi esos sanguinarios
periódicos, con muertos en sus portadas, sangre y decapitados. Eran
sorprendentes las fotos, pero mi atención se fue al caso de una niña que se
había suicidado por acoso escolar.
Eso decía la página, “Niña de secundaria se suicida después de
resistir un año de acoso escolar” Eso retumbó en mi cabeza, la pobre niña había
perdido una pelea contra la mismísima maldad, pero todos la olvidarían después
de haberle destrozado la vida, eso también era injusto y violento, el olvido es
violento.
Regresé a casa para meditar mi eterno desacuerdo con todo, rebelde y
revoltoso desde siempre, turbulento tal vez, nada estaba bien conmigo, en
ningún sitio, todo el tiempo me parecía que algo debía cambiar.
Siempre pensé que las comparaciones eran odiosas, y eso a un espíritu
libre no le funciona, todos tenían una etiqueta, hasta en la misma familia. Mi
hermano era el niño más tranquilo del mundo, mi madre decía que dormía más de
ocho horas al día, el niño entraba en hibernación y hasta vigilaban que
respirara, pues no se movía, por el contrario, a mí me tenían que dar pastillas
para dormir.
Volví a tomar aire lo más profundo que pude, quería encontrar el aire de
mi tierra. Nunca tuve nada contra México, todo lo contrario, pero como niño que
se muda a una nación diferente, la emoción de hacer nuevos amigos, de conocer
nuevos sitios no encofra peor entierro que el desprecio y la segregación de los
recién conocidos compañeros.
Hijo de emigrantes, desde muy pequeño aprendí a tener las raíces
sueltas; sin embargo siempre pensaba en España, mi tierra, que aunque la
abandoné siendo un crío, me esperaba como la madre que había decidido soltarme;
con los brazos abiertos, esperando fiel, con una promesa para mí; a la que
siempre volvería.
Me sentía dislocado del tiempo y del sitio donde me encontraba, inconexo a todo lo que me
rodeaba, no tenía participación alguna en mi entorno, ni en los rumbos que
tomaban mis días, en parte por mi corta edad y en otra porque no podía decidir;
tan ajeno y distante que si me daban a escoger entre una cosa u otra no podía
notar diferencia alguna entre las dos opciones. No era parte de nada, no
pertenecía a ningún lugar, sufría de lo que denominaría más tarde en mis ínfulas de
ponerle nombre a todo, síndrome de la no pertenencia.
En mi cavilación me encontró la noche que antecedía al gran día,
mañana entraría al colegio, nivel Secundaria; mis padres habían tenido a bien
escoger para su primogénito un colegio de varones, un recinto de caballeritos
donde se formaban los hombres del futuro. Los nervios me estaban traicionando,
como solían siempre hacerlo. Froté las palmas de mis manos y sentí el frío
sudor que las empapaba, el pálpito que subía por mi esófago cerraba mi
garganta; además de la ansiedad que cualquier púber sentiría por entrar a un
nuevo colegio, aunado a todo lo que mencioné antes, se le agregaba la presión
más aplastante de todas: las expectativas de mis padres, aunque en mi recién
adquirido ánimo de sinceridad debería decir, las “tremendamente altas y por
tanto falsas” expectativas de mis padres.
Un prestigioso colegio que en la
antigüedad había pertenecido a los frailes, ¿Pero en qué cabeza cabe? Meterme a
una escuela de tan alto nivel después de mi primaria tan mediocre, a veces así
son los padres, de fe incansable.
Al llegar a casa empezó la letanía de siempre, mi padre insistente me
pedía que diera lo mejor de mí para alcanzar el triunfo; mientras mi madre un
poco más terrenal con sus constantes comparaciones me suplicaba ser como mis
primos, un poquito más normal. En el sistema métrico familiar, donde el 100 era
algún primo y el cero era yo, nunca me vi favorecido, creo que era mi
reticencia a ser como los demás. Yo lo que menos quería era escuchar más
sermones, eso más que ayudarme me turbaba la mente, pareciera que nuestros
padres jamás habían sido adolescentes o seguramente lo habían olvidado. Poco
después hice la retirada discretamente y llegué a mi habitación lo antes
posible, allí estaba mi hermano dormido en la otra cama, despertó y adormilado
quiso entablar conversación, preguntándome que sentía de llegar a la
secundaria: le pedí que cerrara la boca sin ninguna diplomacia, pues no era yo
un embajador de la buena voluntad, para su suerte no le tiré una pantufla a la
cara para que me dejara en paz con mis pensamientos.
Llegó ese plazo, el primer día en la secundaria, me preparaba con
miedo, miedo a lo desconocido, pero antes tenía que resolver otro problema, mi
padre. Él nos llevaba a la escuela, sacaba el coche desde muy temprano y cada
minuto que pasaba iba perdiendo la paciencia, hasta que tocaba el claxon y
después azotando las puertas se bajaba del auto a gritarnos que bajáramos, su
voz se escuchaba en toda la calle y parte de los alrededores, todos sabían mi
nombre y el de mi hermano, ahh y también sabían que éramos unos subnormales.
Salí de casa apenado ¿qué pensarían los vecinos con aquel escándalo y
ese hombre enfurecido al borde de un infarto? Como adolescente uno siempre
exagera todo, yo sentía que todos nos miraban, y mi padre que no se contenía ni
un poquito seguía gritando todo el camino, sin callarse un solo segundo, sus
ojos rojos le hacían ver como si tuviera una alergia; y sí ¡alergia a mi!
Su alegórico vocabulario me recibió como una bofetada en ayunas, a mi
y a toda la calle ¡más fuerte papá, no te oyeron en Perú! pensé mientras
ajustaba el cinturón de seguridad.
Para cuando llegamos al primer destino, la escuela primaria donde
estudiaba Diego mi padre había abandonado el enojo para dejar paso al silencio
y después a bajarme del coche sin decir adiós.
Fue poner un pie dentro de ese recinto y quedar en shock; aquello era
gigante; era quince veces más grande que la escuela primaria; una
multitud de pringados uniformados poblaba el inmenso patio. Estaba anonadado,
eso no podía ser un colegio, eso era un experimento de clonación que salió mal; gritos,
manotazos, empujones por todos lados, nunca en mi vida me había sentido tan
extranjero, en la primaria todos sabían mi nombre, todos me conocían, aquí era
un punto azul en un mar de puntos azules.
El llamado a clases me distrajo; los alumnos se agruparon y enfilaron
automáticamente, yo busqué mi fila para no quedarme como la hormiga perdida y
antes de que un gran arácnido me encontrara pasé a lo que sería mi clase.
Intenté sonreír; pero en aquel entonces yo no era simpático, la bondad
se mostraba en pocas ocasiones, solo miradas hostiles de mis compañeros, más
bien mirándolos de cerca parecían horcos, y como tales se comportaban.
Los días se fueron sucediendo, y con ellos un tic-tac sonaba dentro de
mi, era una bomba de relojería, podía sentirlo. No me acoplaba al colegio, ni a
mis nuevos compañeros. En la primaria batallaba con una sola profesora, en la
secundaria con doce diferentes maestros a los que les entendía poco casi nunca,
nada casi siempre.
Después de la terrible jornada de 7 de la mañana a 3 de la tarde y para
mi desgracia a mis padres les había parecido una excelente idea inscribirme en
el comedor y en el transporte, por lo que cuando veía que todos se marchaban
felices, para mi era sólo la señal de que la extensión de la tortura comenzaba,
no llegaba a mi casa menos de las 5 de la tarde.
Comer en ese sitio era horrible, no había estado en la cárcel, pero sí
de mayor me encerraban podría superarlo. Mis compañeros de mesa, que eran
pocos, parecían haber sido criados por una manada de lobos o en una mazmorra.
No tenían un ápice de educación; se rehusaban a usar los cubiertos, a lavarse
las manos, hurgaban su nariz y luego depositaban lo que habían sacado en el
plato del vecino. A pesar del desagrado que esto me ocasionaba continué con mi
plan del bajo perfil hasta donde más pude, pero entonces mi acento y mi
ignorancia cavaron mi tumba.
Me convertí en presa fácil para esos lobos, empezaron las palabras y
vulgaridades, después los albures y las burlas, hasta llegar a los peores
insultos, palabras y golpes, en sus risas solo había maldad, se jactaban de
humillar a los más débiles y tontos, parecían sentirse bien desmoralizando,
destruyendo.
Yo no podía comprenderlo, pero desde la barrera vi el caso de
Christofer, un gordito muy gordo que parecía simpático, el pobre era recibido a
golpes y hacían sonidos de cerdos cuando el aparecía, no conformes con eso le
escupían en la comida. Algo que no olvidaré es el trago que le dio a su bebida
tragándose un enorme escupitajo amorfo, la verdad quería vomitar, mientras los
anormales reían.
Era una lucha encarnizada, desgastante, en mis tiempos no existía el
bulling, no al menos en mi entorno, solo existía el abusivo y el merecedor de
castigos; a veces quería dejarlo todo en el camino, pero sacaba fuerza desde
muy adentro para resistir. Recordaba ese periódico, con la niña que se suicidó
por el acoso escolar, a mi parecer había aguantado poco, sólo un año, lo que
nos quedaba a mi y al gordo era más que mucho, pero no les iba a dar el gusto a
estos cerdos de quitarme la vida para ser olvidado como tantas víctimas.
En esta lucha sin guarida me sentía mal de no ser normal, de pensar
diferente, los abusivos nos hacían creer que merecíamos el maltrato, los
castigos que ellos nos infringían, yo no quería nada de nadie, menos amistad,
pero ellos querían humillar, mientras más te dejabas más te aplastaban.
Nos hacían sentir pequeños, se ensañaban de tal manera que el
Christofer se puso a dieta y dejó de ir al comedor con tal de no ser acosado, tenía
miedo de lo que comía y bebía, pobre muchacho, a pesar de su gordura decidió
dejar el comedor con tal de no sufrir tanta violencia.
El gordo no regresó, tal vez lo mató la angustia, y mi camino no era
tan diferente, me debatía entre la soledad y la locura. Por las noches
despertaba de sobresalto, soñaba con esas peleas, esas carcajadas torcidas y
esos malos tragos, y lo peor era que no se lo podíamos decir a nadie, sino se reían
de nosotros o solo se limitaban a decir – ¡Tienes dos manos, defiéndete! – Pero
no era tan fácil, para un niño flaco y pequeño que no tenía fuerza en los
brazos era como estar en un sueño donde no puedes correr o tus golpes son
imperceptibles.
Por un momento llegué a pensar que lo hacía todo mal, que el que
estaba mal era yo, para ese entonces ya era un sobreviviente del maltrato,
siempre buscando un lugar donde aterrizar, pero jamás lo encontraba, mis
acosadores se ensañaban y me castigaban duramente, no podía ni parpadear, en la
lucha contra la maldad y la
incomprensión solo quedaba la resistencia.
Y en ese camino de resistencia me volví un rebelde; me pillaron en un
despiste y caí, caí literalmente. Yo me mecía en mi silla al tiempo que comía
la sopa, la comía muy cerca de mí para que no me la escupieran y mientras yo comía
esos trogloditas murmuraban, hasta que uno de esos bribones notó el movimiento
de mi silla; y le pareció una genial idea hacerme tropezar poniendo su pie
debajo de mi asiento, para mi desgracia justo en el momento en el que el
brillante Monroy, brillante porque su cara llena de grasa y acné, jaló mi silla haciéndome caer,
mientras yo sostenía el pato de sopa, crema de zanahoria hirviendo.
Me levanté como resorte, sentía mi piel arder debajo de mi empapado y
sazonado uniforme, todos los primates de la mesa reventaron en risas burlonas y
escandalosas, quería callarlos a todos a collejas, Monroy encabezaba el coro de
risotadas. Sentí que mis ojos ardían, casi dejo escapar un par de lágrimas de
coraje, pero en lugar de eso lo insulté cuanto pude, pero no sirvió de nada
cuando la Mayora de las cocineras pidió orden y con mis palabrotas puse en duda
la honorabilidad de la señora Monroy, y salí corriendo como caballo debocado; con
el color zanahoria en mi camisa blanca, con verduras dentro de los bolsillos,
oliendo a vegetal hervido.
Con ese tazón de sopa me bautizaron, todo tiene una iniciación y la
recordé, esa página en el periódico de aquella niña que se había suicidado por
el acoso escolar, lo pensé y un resentido había nacido ese día, no me
vencerían, no quiero decir que ella fue cobarde, pero, tal vez su ejército se
cansó de luchar, yo solo pretendía vivir el día a día, creciendo de espaldas al
sistema.
♥️
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