Pensaba que la vida quería mi cabeza, y no entendía por qué,
eso me hacía sentir amenazado y comencé a vivir en el fracaso, lo conocí tan
bien que aprendí a amarlo. Después solo quedaba dudar que todos tuviéramos la
misma capacidad e inteligencia.
No es bueno culpar a otros si la culpa está en uno mismo; en
mi caso ya no estaba en mis manos salvar el curso, se había salido la situación
de todo control, el problema estaba fuera de mi coordenada, y como el tiempo no
perdona había llegado el sexto y último periodo que determinaba quien aprobaba
el curso y quien lo repetiría.
Como desahuciado de una extraña enfermedad terminal mis
números iban en descenso y no me alcanzaba el promedio ni poniendo los números
al revés para un resultado digno de un simple suficiente. Esto era peor que el
clima de Rusia en invierno, bajo cero.
Sabía que iba a repetir el curso y ni un milagro divino
podía salvarme, era más fácil resucitar un muerto; pero vaya mi cinismo, yo
tenía que haber sido expulsado del colegio por mi horrendo currículo desde hace
ya mucho tiempo.
Todos mis compañeros de andanzas estaban en la calle, y se
podía decir que yo era un afortunado sobreviviente de la desgracia, o un
enfermo terminal al que le alargaban la tortura.
Todo había quedado en peleas con mis compañeros, en
malentendidos con los maestros, en quejas de la sociedad, en lamentos de mi
padre y en parámetros que median mi inevitable descenso, yo quería cambiar,
pero no sabía cómo, me sentía inútil, inseguro, y ¿a quién quiero culpar? Si la
culpa es solo mía.
Seguiría
purgando mi condena en esa maldita secundaria y un lunes cualquiera me encaminé
calmado hasta el laboratorio de biología, tenía que hablar con el profesor
sobre mis notas y unas tareas, pero no lo encontré. Esperando por él caminé por
las mesas, por los estantes, que sólo tenían varios fetos humanos, en
diferentes etapas de desarrollo, enfrascados con formol, los vi con mucha
tristeza, y sentía que ellos también podían mirarme, su situación era triste,
pues como yo ellos estaban aquí atrapados, nadie los había querido y por eso
habían sido donados a la docencia, para ser observados por centenas de
chiquillos que no alcanzaban a entender el milagro de la vida, permanecían
inmóviles, queriendo esbozar una sonrisa que nunca pudieron dar. Miré por
encima uno de los frascos sin tapa; y vi la cabeza perforada de ese pequeño,
era evidente que en un momento de aburrimiento a algún rufián no se le había
ocurrido una cosa mejor que apuñalar los pequeños cadáveres con su bolígrafo.
Sentí
asco y más tristeza, al ver esos agujeros en las cabezas de los fetos, pobres
pequeños indefensos, ni ellos se salvaban de la crueldad. Salí, pues no tenía
caso esperar más al profesor, no lograba entender porque esos pobres niños no
habían tenido la oportunidad de nacer; pero no eran niños, eran fetos, solo
fetos, algo que mi mente no podía entender, y al verlos allí mis problemas ya
no eran nada, todas esas almas me dieron fuerza y llegué a mi casa con las
notas más bajas que cero, listo para esperar los gritos, esas verdades que no
se podían callar.
– ¡Contigo me limpio el culo! – gritó mi padre al ver esas
horrendas calificaciones.
Fue su primera reacción, y pensé – ¿Por qué no me abortaste?
Podría ser un desgraciado feto con la mirada perdida y no te hubiera molestado
jamás –
Y entre sus gritos me imaginé a mi padre limpiándose su
peludo culo conmigo, pues mi mente es muy gráfica, tan duras como reales sus
palabras, era un sabio, al principio no podía escucharle, pues me ponía muy
nervioso, pensaba que después de acabar cada frase recibiría un buen bofetón,
pero ese golpe no llegaba, hasta que de pronto, plaf, en la cara y las frases
seguían especulando sobre mi persona, cuidado Óscar, que puede venir un segundo
golpe, me repetía en la mente.
Después le seguía oyendo y él tenía razón, mi padre no era
precisamente un poeta, ni expresaba las verdades de una manera muy adecuada,
pero estaba lleno de sabiduría. Sus palabras no reparaban mi dignidad ni mi
amor propio, además no contaba con un refugio para lamer mis heridas.
Mi cuerpo estaba decorado con marcas violetas, rojas y amarillas,
eso era lo que me había dejado la escuela. Ya no le temía al dolor físico, que
por doler me dolía hasta el aliento.
– Estoy harto de ti, me tienes hasta la mismísima madre –
Más de esas palabras se atascaban en mi tejido emocional y
necesitaba un abrazo, pero qué coño, ¿un abrazo yo? No sabía lo que era eso y
no lo necesitaba.
Reconocí en mi padre a un guerrero incansable, con una gran
capacidad de insistir, no se rendía; él estaba convencido de que sus métodos educacionales eran los
correctos y no desistía; su tácita favorita era evidenciarme, sin importar
cuanta gente estuviera cerca.
El no entendía que yo no podía convertirme en
un estudiante modelo y las humillaciones me hundían en un abismo que
me tragaba y me conducía al vientre de la bestia; a un inframundo en el que yo
era Sísifo; cuando creía que podría salir avante de la lluvia de gritos e
insultos, que sortearía todas esas lanzas que se clavaban en mi alma, mi padre
siempre ágil para esos menesteres encontraba una nueva forma de derrumbarme; de
arrastrarme hasta lo más profundo, para volver a empezar.
No lo puedo juzgar, la desesperación es ciega, y después de
todo cada uno tiene sus maneras de hacer las cosas.
Los golpes físicos
dejaron de dolerme, con el tiempo las palabras también, mi mente viajaba a un
universo paralelo y lo veía mover la boca y gesticular y solo escuchaba –
Jenguele, jenguele –
Mis oídos y mi mente se bloquearon y solo escuchaba –
Jenguele, jenguele –
Con mi pelo largo que me cubría las orejas podía esconder
los audífonos para escuchar la música de Neil Diamond; un cantante americano de
voz peculiar y pausada que también me había heredado mi padre, me lo imaginaba
cantando “beutiful noise” o “forever in blue jeans”, esos gritos se
convirtieron en una serenata donde la voz melodiosa me daba un respiro.
Siempre me ponía los audífonos cuando íbamos en el coche, él
hablaba y gritaba todo el camino, yo tal vez hice mal, pero cambié la tortura
por una serenata y a mi cerrada mente llena de frustración vino un recuerdo de
un padre y su hijo que vi por televisión; en un capítulo de Los Simpsons
recordé a nuestra ridícula sociedad, y su pensar sobre los perdedores. En ese
episodio Bart ganaba un trofeo y se burlaba de los perdedores, entonces la
madre de Bart le decía que no estaba bien burlarse de los perdedores, pero
Homer Simpson, su padre pensaba lo contrario y abrazando a su hijo – Tal vez nunca volvamos a ganar, es
el momento de burlarnos de los perdedores – y juntos se burlaron de ellos, a
pesar de que Bart estaba mal, su padre le hizo sentir el apoyo. ¿Pero a quien
cojones quería engañar? mi realidad era otra, yo no tenía ni un solo trofeo. Antes
de bajar del coche escuché la palabra culo ocho veces más y entré al colegio.
Estar dentro de la gran escuela me liberaba de mi padre,
pero no de un día fatal como el que se avecinaba; mi energía ya estaba muy
decaída, muy baja para llegar a cero, muy cansado para estudiar, y muy cansado
para pensar. Después de venir en el coche escuchando tantas palabras que habían
rebotado en mi cabeza seguían los ecos como si la tempestad no hubiera
terminado, aunque la música de Neil Diamond servía como escudo, en los cambios
de canción se colaban algunas frases hirientes.
Como un filme
en cámara lenta estaba a punto de terminar el primer curso de secundaria,
aunque para mí no significaba ninguna alegría, caminaba por los pasillos como
si del patíbulo se tratara y aunque
sabía que académicamente no tenía salvación me sentía tranquilo; esperaba el
final, sin ansia, pero sin ánimos de postergarlo, todo tendría su tiempo y yo
estaba conforme con ello, como el enfermo que quiere morir.
Era evidente
que no sólo yo sabía de mi pronto deceso estudiantil, mis compañeros me
señalaban, con picardía me veían de reojo y chucheaban entre ellos, pues era yo
uno de los pocos sobrevivientes, y digo sobrevivientes, pues los de mi extirpe
habían desaparecido.
El fracaso y
la burla no eran buenos compañeros y solo desataban pensamientos impropios,
recordé los pobres fetos apuñalados por el bolígrafo de algún psicópata y esas
injusticias que ocurrían en cada pasillo, entonces miré al cielo, no había a
quien reclamarle, tampoco a quien pedirle la guía y consejo; tenía que haber
algún director o directora de este gran desastre y si yo acababa con esa deidad
tal vez todo terminaría, al fin no tenía nada que perder.
Pregunté a la
gente de limpieza, que era la única que me dirigía la palabra – ¿Dónde está la
oficina del director de toda esta escuela? –
Como si de un
loco se tratara me veían y uno de ellos, desgarbado me respondió – La Miss
Trini está en el edificio central – Señalando – Allí solo se llega con cita,
ella no recibe a nadie –
Sin tiempo
para agradecer tomé camino para ver a esa persona, tenía tantas cosas que
decirle a la reina del caos, porque en el reino del mimbre la vida no es así,
las injusticias no duelen tanto y el fracaso no nos marca la vida.
Llegué hasta
el piso en el que estaba su puerta; y allí estaba su nombre; Trinidad, con su
apellido, y el flamante título de directora. Era Trinidad, como la santísima,
tenía que preparar mis palabras, saber cómo decirle lo que sentía y tantas
otras cosas que ella tenía que saber, porque no estaba enterada.
El llamar a
la puerta me acobardaba y mientras lo pensaba miré la punta de ms zapatos hasta
que un fétido aliento me sacó de mi realidad – Fernández, es usted un fuerte
candidato a ser expulsado de la escuela –
La voz ronca
de mujer se metió en mi cabeza mientras levantaba la cara para dedicarle una
mirada; cuando vi de quien se trataba me quedé admirado, como quien mira a un
fantasma. Me froté los ojos y lo comprobé, su rubio pelo en forma de príncipe
valiente y su estatura imponente, no podía creer que de entre miles de alumnos
ella me llamara por mi nombre, involuntariamente le sonreí, no tuve que hablar,
su mirada se quedó fija en mi, pero se ablandó, hacía tiempo que mi boca no le
sonreía a nadie.
Tal vez ella
sabía lo que me estaba pasando y con tantos alumnos no había tenido tiempo de
salir a mi encuentro, pero yo la había encontrado y ella resopló – ¡Fernández!
¿qué voy a hacer con usted? –
Era evidente
que me conocía, no respondí, no creí que hubiera contestación para eso; sólo la
miré como solía hacerlo, como un cordero que está a punto de ser sacrificado,
ella borró el gesto duro de su rostro y me sonrió – No sé por qué tiene esa
terrible fama, me dan ganas de darle unas nalgadas y cambiarle el pañal para
que se componga –
Sus palabras
fueron dulces y maternales lejos de asustarme me hicieron sonreír, hacía tempo
que no sentía algo así, por un momento pensé en abrazar a la mujer cuando me
tomó del hombro, pero ella tocó mi cabeza, empujando mi fleco revoltoso; el
éxito y el fracaso se habían reunido por unos minutos y estaban en paz, todas
mis palabras se perdieron en dentro de mi pecho cuando vi a la mujer abrir la
puerta de su oficina al tiempo que me dedicaba una última mirada, como
compadeciéndose de mi.
Tal vez pensó
que mi cara, y mi persona no correspondían a la fama de un gamberro y de los
gamberros de alta peligrosidad, tanto como para recordarme de entre tantos y
tantos alumnos. Llegó gente a su oficina, estaba muy ocupada y todos mis
pensamientos se disiparon, ya no había nada que hacer allí, entonces me fui a
clase de mecanografía.
Llegar al
aula era escuchar gritos, empujones y desastre, la profesora trataba de
tranquilizar a los alumnos, y como si el desastre no fuera poco llegué yo y me
hice visible; involuntariamente, pero lo hice.
Abrí con
desgano mi mochila, y saqué mis folios blancos, dispuesto a no decir una sola
palabra, pero cuando estaba por tomar asiento escuché a un compañero gritar –
¡El Gallego trae cucarachas en su mochila! –
Cuando giré
mi cabeza vi al blátido sacar sus antenas escalando el mueble, al verlo la
sangre se agolpaba en mi cabeza, cambiando mi tono de piel a púrpura; cuando
miré mis útiles ahí estaba el insecto; marrón, con su exoesqueleto brillante,
sus patitas aferradas; sentí asco y terror, en cierta manera sentía repudio por
los insectos. Empezaron a gritar cosas – ¡El Gallego y sus cucarachas
amaestradas! –
– Son sus
mascotas –
– Va a
infestar la escuela –
– Los
españoles son unos cerdos –
Quise
explicar que no sabía cómo ese polizón había llegado a mis pertenencias; pero
era demasiado tarde, mis compañeros gritaban burlas y reían mientras la
profesora se deshacía para poner orden. Me incorporé de inmediato, subí cuanto
pude el tono de mi voz, pero nadie me escuchaba; sentí como un ardiente llanto
de impotencia inundaba mis lagrimales hasta que algo golpeó mi frente, sacándome
de ese trance, el proyectil, que resultó ser un trozo de tiza que se rompió en
mil pedacitos al aterrizar en mi frente y eso provocó que mis compañeros se
burlaran aún más de mí – Profesora me han tirado una tiza a la cabeza –
– Fui yo
Fernández, a ver si ya te callas y me dejas dar mi clase –
Entre las
risas mi grito ahogado de auxilio se perdió y sentí como si una piedra en mi
pecho no me dejara respirar, pronto se hizo mucho más grande. Otra vez había puesto
yo el desorden, bueno yo no, la cucaracha. La presencia de mi no deseada amiga
había evitado que yo notara que el Coordinador merodeaba por la clase, se había
posado en el marco de la puerta; y luego de observar el espectáculo indolente
había pedido a la profesora que me dejara salir con él.
– Buenos días
Profesora Ángeles, precisamente vengo por Fernández, ¿tienes algún
inconveniente en que me lo lleve? –
– Por favor
llévatelo – dijo la profesora con alivio mientras trataba de callar a mis
compañeros.
Yo me levanté
para ver que noticia me daban ahora, estaba seguro de que no se trataba de nada
bueno, mientras salía escuchaba más burlas de mis compañeros que gritaban – Lo
van a expulsar por infestar la escuela con cucarachas –
La profesora
pedía orden en el momento que yo abandonaba el aula, recogí mis cosas, y para
cerrar con broche de oro hice mi acto final; de los nervios quise tomar mis
cosas con rapidez y se me cayeron al suelo saliendo de mi mochila mis
bocadillos de días anteriores con el pan duro y lleno de hongos y manchas
verdosas, mis libretas y miré a la pared, por un momento quería ser la
cucaracha que escalaba y no yo – ¡Qué desastre – murmuró el Coordinador, de
entre mis cosas resaltó un papel arrugado, era mi carta condicional que algunos
reconocieron, la metí a mi mochila pretendiendo que nadie viera mi secreto,
pero ya era muy tarde, me fui cabizbajo y como pude regresé las tortas de pan
duro a la mochila.
Seguí al
Coordinador y llegamos a su oficina, me pidió que me sentara y en una serie de
folios venía un historial que parecía ser el mío y dijo – Tiene usted el
currículo más desagradable e indisciplinado de toda la escuela – Ya no tuve
dudas, era el mío.
– Dime ¿Qué
te pasó? ¿A qué se debe este terrible historial? –
– No lo sé,
yo mismo estoy sorprendido –
Y en verdad
lo estaba, nunca pensé lograrlo, ni que las circunstancias me llevaran tan
lejos, volé como la araña que antes de morir se la lleva el viento envuelta en
su débil telaraña. El Coordinador arqueó las cejas – Su cinismo no tiene
límites Fernández, pero el tiempo ya nos ha alcanzado, a estas alturas el curso
está perdido, ya no hay nada que hacer, nos vemos el próximo ciclo, otra vez en
primero de secundaria –
Como suponía
mi interlocutor esa noticia no era una sorpresa, no dije nada, no había que
hacerlo, porque no había nada que salvar. Tampoco era necesario comprometerme a
nada, las expectativas se habían acabado, ya
no había ilusiones que romper.
Me fui
con mi mochila a cuestas esperando que una cucaracha saliera de ahí y me
caminara por el hombro para consolarme, caminé despacio, desahuciado; nunca
negaré las travesuras que hice con mis amigos, incluso puedo pensar que mi
presencia animaba a varios a hacer cosas que por sí solos no se atreverían; el
comportamiento de mis cómplices se hacía cada vez más temerario, pero estaba
solo de nuevo en el patio del colegio, solo y solitario; furioso porque todos
los que alguna vez consideré compañeros me habían abandonado para tener un
mejor horizonte, pero ¿y yo? yo no tendría mejor horizonte, yo quedada a la
deriva del olvido, del dolor, enfrentarme de nuevo a esa jauría de horcos
voraces que eran mis compañeros. Esa misma tarde se acercó a mi una profesora,
que nunca me había impartido clase, sin embargo me conocía; la famosa Ronald
McDonald, por su cabello amarillo claro, esponjado y con ese maquillaje pálido
se había ganado el mote a pulso.
Esa
pintoresca profesora de quien no recuerdo el nombre quiso darme un discurso,
hablarme de un legendario alumno al que yo le recordaba, como si no hubiera
sido suficiente la intervención del Coordinador, la de la Miss Trini y la de mi
padre, ella se me acercó y me dio otro mensaje, que no me salvaría – Hola hijo,
de verdad te veo muy mal –
Me dieron
ganas de decirle que se pusiera gafas, pero no tenía caso decir nada, me detuve
aunque no me apetecía escucharla, estaba tan harto como las celebridades de
recibir felicitaciones, pero esto era al revés, en mi errante y erróneo camino
no esperaba a esta esponjosa mujer, pero siguió hablándome – Tu debes ser el
muchacho del que se habla en todas las juntas de profesores, lo más parecido a
un terrorista juvenil – Lo dijo sin gracia en un tono gracioso y yo que no
acostumbraba a reírme de los chistes de los extraños.
– Llevo más
de 15 años en este colegio, y usted me recuerda mucho a un alumno que estudió
aquí hace 10 años –
– ¿Mancilla?
–
La mujer
sorprendida me preguntó – ¿Lo conoces? –
– No, estudió
aquí hace diez años ¿Cómo podría conocerlo? –
Su risa
nerviosa la delató – Sabes su nombre, tal vez te lo hayan repetido varias
veces, su historia fue muy trágica y no me gustaría que te pasara lo mismo –
– No soy él, además ya es tarde, me acaban de
decir que voy a repetir el curso –
La Ronald
McDonald solo me miraba con tristeza, como compadeciéndose de mí en lo más
tierno de su mirada, vio mi poca disposición para aceptar ayuda y discretamente
se alejó con su caminar tan extraño, movió mi corazón esa buena mujer, a quien
pude agradecerle en mi interior su buena voluntad, pero no me serviría de nada,
ya que no tenía intenciones de regenerarme, sino de contraatacar al sistema,
pero ahora con todas mis fuerzas. Supuse que al llegar a
casa ardería Troya, pero no fue así; todos actuaron como si fuese algo que
esperaban, sin decir nada seguí caminando para convertirme en un recursador,
asimilando la derrota, que nos deja respirar al ver la situación fuera de
control, pero con la que es difícil lidiar en el interior de la cabeza. Era
como una lejana luz en un camino de oscuridad y con el corazón congelado ya
harto de amenazas y reclamos, todos sabían más que yo, pero en sus vidas no
eran nadie, para mi todas sus palabras quedaban sepultadas bajo cero.
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