Me habían expulsado del
colegio, pero ¿Qué importaba? La prestigiosa escuela se quedaba sin mí, su peor
alumno; y yo tampoco la echaba de menos. Impávido, no sentía el menor
remordimiento, era como un muñeco sin sentimientos, no tenía ninguna reacción,
ni positiva ni negativa, tampoco trataba de ocultarlo, aún cuando los adultos
pintaban el cuadro como un duro fracaso para un chico de mi edad.
¿Qué porvenir me esperaba ahora?
¿Ya no sería ingeniero tira puentes, o médico mata sanos, o abogado corrupto?
¿Cómo me ganaría la vida cuando tuviera que volar del nido? Nada de eso era
trascendental, pues no había sido capaz de terminar el octavo año de la
educación básica, o el segundo grado de la secundaria como se le conoce en
América.
Nunca sabré
si decepcioné a mis padres, sospecho que hacía mucho tiempo habían perdido la
fe en mí, los veía impotentes, como quien hace un pastel y piensa haber seguido
las instrucciones al pie de la letra y el bizcocho resulta ser un fiasco, yo
era la peor chapucera de todas.
No tenía
iniciativa, pasaba mis días en completa apatía hasta que mi padre me habló – Tienes que hacer algo, por
tu edad no puedes trabajar, al menos termina la secundaria, no te pido más –
Sus palabras
lo hacían ver más sencillo de como era en realidad, terminar la secundaria era
como ganar un Premio Nobel para mí. Dos años en el primer curso de la
secundaria; y mi expulsión en el segundo habían sido casi tres años de
sufrimiento para mis inmerecidas vacaciones. Algo quería hacer de mi vida, pero
no sabía qué, ni yo mismo sabía cómo expresar lo que sentía, pero no conozco a
nadie que acepte abiertamente que quiere ser un fracasado, de verdad quería
estudiar, quería entender y aprender, quizá tendría algo roto en mi cabeza,
algo pequeñito que no me permitía ser como los demás, o quizá mi padre tenía
razón y debía aceptarlo sin resistirme, la resistencia me había llevado hasta
donde me encontraba en ese momento, al filo del fracaso y decepcionando a todo
mundo.
Como no
contaba con la dichosa carta de buena conducta, era difícil que me aceptaran en
las escuelas y como última opción mi padre no tuvo más salida que enlistarme en
una secundaria abierta; de esas en las que se termina el ciclo en apenas unos
meses, era para ganar tiempo, o mejor dicho, para hacer en un año lo que
normalmente se hace en tres.
Nada de lo
que hubiera pasado en el gran colegio me prepararía para lo que me esperaba en
ese lugar; un cementerio de malos alumnos; los más malos, los gamberros, los
peores, aquellos perros de guerra que no habían escarmentado y querían más. Por
alguna razón había llegado hasta aquel lugar que me hizo conocer a las peores
personas que jamás había visto, pero también supe que las flores crecen en el
desierto.
Desde el
primer día la depresión me golpeó; el colegio anterior estaba a unas calles de
la nueva secundaria; el camino me llenaba de recuerdos, buenos y dolorosos;
sabía que tenía que seguir adelante, y pensé que la mejor manera era pasar desapercibido
en esta nueva etapa.
Bajé del
auto, una gélida brisa me acarició, cuando volteé para despedirme de mi padre
ya había arrancado y se alejaba de allí. Bien hecho, incluso yo quería alejarme
de mí mismo. Crucé la acera apenas respirando, no quería llamar la atención,
prefería ser invisible, pero en cuanto crucé el portal el plan del bajo perfil
se vino al suelo. Un sonriente Román me recibió; era un antiguo compañero de la
vieja escuela, con quien compartí aula y fechorías – ¿Qué pasa? ¿Qué haces tú
por aquí? –
No respondí de
inmediato, estaba muy sorprendido al verlo ahí – Vengo a estudiar –
Las
carcajadas ahogaron su boca – Nosotros no tenemos remedio, a ver cuánto duramos
en esta escuela –
Mi respuesta
fue una lánguida mirada sin pretensiones que no decía nada, Román interpretó mi
silencio como una provocación y arremetió la estocada – Qué hazaña cuando
quemamos la papelera y prendimos lumbre a la escuela ¿Por qué no me echaste de
cabeza? Habíamos sido los dos y te llevaste tú solo la gloria –
– ¿Por qué? ¿Quieres pedirme una disculpa o darme las gracias? –
Román rió cínicamente – Ni una ni otra, de todas formas me
echaron la culpa de otras cosas y me expulsaron también – Yo le seguí mirando, serio, como intentando
descifrar sus intenciones ¿No se daba cuenta de que aquello no era una
extensión de lo vivido? Esto era el purgatorio que expiaría nuestros pecados,
no tenía ánimos de recordar mi sentencia y la pelea con Kamala, el chico más
fuerte de la secundaria.
Mustié una sonrisa
que me sacara del paso sin ser descortés, le di la espalda a Román y seguí mi camino
hasta el aula, intentando olvidar.
– Bienvenido
a la tierra de las bestias, aquí están los peores alumnos de allá y de otras
escuelas, buena suerte – La voz de Román me sentenciaba más que desearme
bienaventuranza, pero aún así le ignoré de nuevo, no me intimidó, le devolví otra
sonrisa desfigurada y breve sin detener mi paso un solo momento.
Caminé
poniendo tanta atención como podía en los anuncios de los muros, tampoco quería
perderme, hasta que sentí que algo ya no me permitía seguir mi camino, seguro
me había enganchado a un picaporte, siempre me pasaba, cuando volteé hacia
atrás lo que me encontré fue un par de ojos profundos y ojerosos, secos; el dueño
de esos ojos me miraba a través de ellos profundamente, juro que jamás le había
visto, ni en la gran escuela, pero él me sentenció – Aquí mando yo, se hace lo
que yo digo ¿Entendiste güerito? –
Ese tipo quería intimidarme; sentí su
maldad, fue extraño, miré su cara curtida, él era mayor que yo; mientras me
apuñalaba con su mirada me decía cosas que uno sólo se espera que diga la Cosa Nostra. Me quedé inmóvil, casi sin respirar; mi
interlocutor me sacudió con fuerza, entendí que buscaba una respuesta, si es
que pudiera haber alguna a lo que me acababa de decir – Sé quién eres, saliste
con honores de la escuela secundaria, pero aquí solo hay profesionales de la
maldad –
– Yo no pertenezco a ningún grupo, ni estoy en
competencia con nadie – Atiné queriéndome alejar, pero él me detuvo, insistía en
que yo recibiera ese mensaje – Aquí yo soy el Jefe, soy como un anticristo –
Lo miré
esperando a que terminara y sorprendido ante mi indiferencia añadió – ¿Y qué?
¿No dices nada? –
– ¿Qué
quieres? ¿Qué te aplauda? –
El anticristo
de nombre José abrió los ojos de asombro esperando mis reverencias, se notaba
que no estaba acostumbrado a ese tipo de contestaciones – ¿Qué te pasa pinche
Gallego? Tus pinches travesuritas de niño mimado no son nada, aquí no eres nadie
– y viendo el miedo que se colaba por mis ojos José sólo me lanzó un grotesco
beso y me dijo – Bienvenido al infierno –
Justo acababa
de llegar y ya sentía ganas de irme. Así fue mi nuevo comienzo que, siendo
honesto, nunca pintó triunfal, pero tampoco esperaba tantas sorpresas para los
primeros minutos allí. La nueva escuela no sólo me trajo la posibilidad de
terminar mis estudios de secundaria con decoro; también abrió un campo visual
completamente desconocido para mí. Los primeros días noté que se formaban las
típicas pandillas, en mi clase sólo eran dos; los tontos muy tontos y los
malditos muy malditos; hice todo lo que estuvo en mi poder por no pertenecer a
ninguno de los dos; y lo logré, luego de unas semanas se convirtieron en tres
grupos; los marginados, que eran objeto de todo el abuso escolar tanto físico y
verbal; otro era el comandado por el hijo del director de la escuela y sus
amigos “los riquillos y prepotentes” y el tercero eran los bribones,
encabezados por José, El Jefe.
La gran escuela
era solo de varones, y este pequeño plantel es mixto, pero muchas de las
compañeras eran seres salvajes con los que yo no tenía intención ni de hablar,
además tenía que terminar la maldita secundaria y no quería ni debía conectar
con nadie.
Solo había
alguien más inexpresiva que yo, Diana; esa impávida mujer que era todo un
misterio para mí, permanecía ahí en su sitio, ni siquiera cuando el aula estaba
vacía ella se animaba a salir y socializar, era como una estatua, en la misma
posición todo el día, sin moverse de su pupitre, le tenía que doler la espalda
o debía tener la boca seca por nunca moverla.
Diestro en
las venganzas silenciosas un día decidí que era el momento de que José pagara
un poco de todo lo que les hacía pasar a los marginados de poca monta como el
Miguelonjas Lonjas, un simpático gordito con los dientes de todos los colores
menos blancos, que vestía pantalones ajustados y zapatos de torero; era una
masacre ver cómo los tontos muy tontos eran devorados por las bestias. Así que
me escabullí al aula cuando estaba vacía, no en su totalidad, ya que Diana
estaba ahí, cuando entré me miró con ese par de ojos que parecían platos
enromes, pero no me dijo nada, caminé despacio hasta el lugar de José, saqué de
su mochila y la tiré por la ventana; Diana no dejaba de mirarme, no sonreía,
tampoco reprochaba mis actos; así que cómodamente lo tomé como aprobación y
respaldo, antes de marcharme la miré y Diana no dijo una sola palabra, su voz
era desconocida.
En el mundo
adolescente el tiempo simplemente pasaba, había cosas que aún no entendía, pero
cada paso que daba era seguido por un tropezón y eso me hacía más fuerte o tal
vez más débil.
Después de
que me habían expulsado del gran colegio ya nada fue igual, en esta pequeña
escuela quería esconder mis fracasos, así como mi negra popularidad, quería que
me olvidaran y yo mismo silencié mi voz tratando de ser incognito.
Tal vez yo
estaba mal ¿O era el mundo? Podrá sonar gracioso, pero en la política los
idiotas parecían dirigirnos a su conveniencia ¿O los idiotas éramos nosotros?
La historia se repetía una y otra vez y la gente se quejaba de lo mismo, nadie
hacía nada mejor que quejarse. Y estas escuelas, eran un reflejo del gran
sistema, pero en pequeña escala; donde el fuerte aplastaba al débil, los feos y
los tontos eran rechazados, y el modelo de perfección pisoteaba personas y
sentimientos. ¿Tal vez yo estaba mal? ¿O no?
Paseaba por
los pasillos de la pequeña escuela, reducido, intentando no tener fricciones
con nadie, mi caminar pausado combinaba con mi vista casi baja; toda la actitud
cuadraba perfecto, menos un pequeño detalle. Un día mi madre me regaló una
sudadera con Snoopy grabado al frente, el único problema era que la tierna
figura del perro se acompañaba con una frase con palabras vulgares, muy
vulgares. Nadie había reparado en mi vestimenta, hasta que mis pasos pausados
se cruzaron con los firmes y apresurados del Director de la escuela, que en un
lenguaje shakesperiano me pidió que cambiara mi camiseta – ¡Gallego! ¡Quítate
esa sudadera o te la meto por el culo! –
Hice lo que
el fino hombre me pidió, a pesar de todos los regaños no estaba acostumbrado a esas
palabras, no de una autoridad. Seguí mi camino sin rechistar, tenía que llegar
al aula antes de que alguien más encontrara motivo de bronca o aprovechara esa
coartada. Deseé a alguna estrella inexistente que el tiempo transcurriera en
cámara rápida.
Si ese era
nuestro Director, podemos imaginar que la plantilla de alumnos era una pandilla
de delincuentes, que para no mentir, claro que lo éramos; a ese pequeño y
escondido plantel llegaba lo peor de cada colegio, expulsados, inadaptados, era
la antesala de un reformatorio, allí no había horarios ni calendarios, nuevos
alumnos entraban y otros se iban con facilidad, y los peores permanecían, eran
como las pestes, cómo cuesta quitarlas de encima, pero por algo había llegado a
esa escuela, conocería lo que es la grandeza de las personas, o más bien dos
ángeles aterrizarían en ese agujero del infierno.
Todos los
días sentía que mi entorno me cobraba deudas pasadas, un karma oculto que no terminaba
de saldar. Aun así intentaba mantener una buena cara ante todo aquello; había
creado una barrera infranqueable entre el mundo y yo; nada podía penetrarla,
estaba blindada contra todo, excepto contra la bondad; y justo eso era lo que
comenzaría a derrotarla la mañana que conocí a mis nuevas compañeras; dos
chicas muy amables y nobles, aunque diametralmente opuestas en su físico.
Gabriela, quien de inmediato se ganó el mote de “La Barbie” poseía una belleza
única, como todos quedé embelesado con su blanca belleza. Rubia como el trigo
hipnotizaba a todos con sus ojos claros, que sólo podían comparar su poder con
la finura de sus rasgos; una escultura de mujer. Además de que tenía una
personalidad arrolladora, graciosa; cualquiera se moriría o mataría por una
cita con ella, incluyéndome.
A su lado
entró Annie, una pequeña y frágil figura de tez morena e irregular, su piel
canela era surcada por prominentes cicatrices, que parecían la huella de
profundas quemaduras, las severas llagas danzaban por toda su piel. En un
principio yo creí que había sido un accidente, pero luego supe que era una
enfermedad, es difícil describir sus facciones, pues los queloides atravesaban
indiscriminadamente sus rasgos, haciéndolos indescifrables. Su delicada figura,
encorvada, andaba pausada de un lado a otro.
Ambas chicas
entraron tímidamente a la clase, como si juntas quisieran protegerse de un mal
intangible en el aula; y no estaban equivocadas. Una voz irregular, del clásico
estúpido, rompió el silencio – ¡Wow, la bella y la bestia! – el ambiente se
tensó con el grito; Annie recibió el golpe con un gesto de dolor resignado,
adiviné que no era la primera vez que era víctima de una mofa igual. Miré al
muchacho que se sentía valiente por haber insultado a una indefensa, lo miré
con odio recriminando su actitud, lo cual pareció ser un reto para él, no quise
comenzar una confrontación. Preferí mirar al par de chicas que caminaron
despacio hasta sus respectivos lugares.
La belleza de
Gabriela acaparó la atención, con el tiempo el reflector no se diluía en la
costumbre de verle pasar, por el contrario, cada día el acoso hacia ella era
mayor. Yo no pretendía ser indiferente a la poderosa órbita de la chica rubia,
pero mi precaución era prioridad, permanecía expectante ante aquel ambiente
hostil.
Como era de
suponerse el granuja que se hacía llamar a sí mismo “El Jefe” incrementó su
fanfarronería, hacía todo lo posible por llamar la atención de Gabriela, para
hacerse temer por los demás, solía ponerse en medio de la clase a contar
historias igualmente grotescas e increíbles, como que al entrar en una iglesia
católica solía vomitar y perder el conocimiento, alegando estar poseído por un
ente maligno. Estupidez, ese era el ente que le poseía, y que se había
apoderado de su cuerpo. Como todo psicópata José tendía además a torturar
animales, como el día que apagó su cigarrillo en el ojo de un gato herido, el
alarido del animal por el dolor se escuchó en todo el plantel, pero nadie se
atrevía a desafiarlo.
Las mañanas
en la ciudad siempre han sido iguales; frías, no frescas; el gélido viento
citadino se cuela por la ropa, atraviesa la piel como finos cristales y llega
hasta los huesos, dejándome inmóvil. La escasez de sol tiñe el paisaje de azul
y gris; y no cambia de color hasta bien entrada la mañana, pobre del incauto
que se acerque a las jardineras y árboles copiosos, seguro le espera una buena
destemplada. En este caso el incauto era yo, que apático como ya se me había
hecho costumbre, tiritaba sentado en una jardinera.
Luego de unos
minutos de sentirme entumecido por el contacto de mis pantalones con el
hormigón noté que dos figurillas se acercaban a mi; eran Annie y Gabriela,
cuando crucé la mirada con ellas me sonrieron y yo no hice más que girar la
cara hacia otro lado, como el patán que pretendía ser, casi lográndolo, no
quería amigos, no quería problemas, no quería a nadie.
Pero mis
compañeras no captaron el mensaje, se acercaron a mi sonrientes, como modelos
de un anuncio de dentífrico – Hola – me saludó Gabriela – ¿Tú qué haces? –
– ¿Nada? –
giré la cabeza y le sonreí con desgano, pero ella no se desanimó ante mi falta
de cortesía.
– Nosotras
sólo queríamos saludarte y ser amigos; Annie quería hablar contigo y
agradecerte que no le has seguido las bromas a todos los de clase, que la insultan
mucho –
– No tengo
por qué molestarla; yo sé lo que es ser molestado – Annie me miró
profundamente, con el océano azabache que las hondas laceraciones en su piel no
podían esconder, la bondad pintada en la negrura de sus ojos chispeantes – ¿Cómo
te llamas? ¿Pero de verdad? – Ante la seriedad de aquella muchacha yo sólo pude
reventar en una sonrisa – ¿De verdad? – le dije con la voz ahogada. En cierta
manera Annie tenía razón, hacía tanto que no escuchaba mi nombre que incluso si
alguien lo hubiera gritado en la calle nunca hubiese volteado, me puse serio y
sentencié – No te preocupes, en ningún lugar me llaman por mi nombre; en todos
lados soy el Gallego; o las autoridades me llaman por mi apellido, no tiene
importancia –
– Pero eso no
es justo, para mí sí tiene importancia – Annie en una evidente rabieta infantil
torció los labios – Tu sabes el nombre de todos; el mío y el de Gaby; se me
hace que has de tener un nombre muy bonito –
– No sé si de
bonito tiene algo, pero no me culpes si no respondo al nombre de Óscar –
Annie cambió
el gesto a una mueca triunfal – Bonito acento Óscar, deberías hablar más – y
ambas chicas se sonrojaron sonriendo; para mí fortuna el timbre que rompía la
atmósfera del patio sonó anunciando el inicio de actividades – Adiós niñas, nos
vemos en clase – y caminé directo al aula, escuchando los cuchicheos y risillas
de mis compañeras. Ambas chicas se animaron a hablarme por la misma razón;
estaban hartas del acoso de los compañeros, Gabriela no toleraba una propuesta
romántica o sexual más; y Annie había aprendido a sortear el maltrato y la
discriminación que sufría a diario, aunque eso no significaba que le hubiera
dejado de afectar. Eran tan iguales por dentro, pero la sociedad hipócrita no
lo quería ver, las dos chicas agobiabas en modos distintos; una harta de
halagos y atenciones, la otra cansada de desprecios y humillaciones.
Llegué al
aula y me encontré con un pandemónium; una grotesca orgía de caos, gritos y
desconsideración para con los profesores que hacían su mayor esfuerzo para
impartir clase sin éxito. El constante acoso, las burlas hirientes contra quien
fuera que casi siempre terminaba con el llanto disfrazado de risa del agraviado
y las carcajadas incontrolables de los demás.
El inicio de
esta clase no sería diferente, la profesora hablaba cada vez más alto, casi a
los gritos, pero era imposible abrirse paso entre aquel desorden, de la nada y
sin ninguna explicación la turba se quedó en silencio; y entre el espeso
ambiente que se formó en segundos un grito ahogado hizo a todos voltear –
¿Vieron al Gallego? se estaba ligando a la Quemada en el patio – Era El Droopy,
un pobre idiota que seguía a José como mosca a los deshechos. Annie se
contrarió de inmediato, el rubor que subió a su rostro dándole tono violáceo
casi la asfixia – ¡Ya cállense! ¡Déjenlo en paz! – Pero si la súplica de la
joven se tratara de brasas que encendieran la hecatombe los gritos no cesaron,
por el contrario – A Annie le gusta el Gallego, miren como defiende a su amado
–
– Freddy Kruegüer y el Guayabo ¿Qué cosa saldrá de allí? Para una
película –
El llanto
ahogado de Annie no amainaba el ataque, Gabriela empática bajaba la mirada,
sentía vergüenza ajena de ese tipo de gente, de las humillaciones y desaires
que le hacían a su amiga, intentando ignorar los gritos, la impotencia me
invadió, el coraje hizo bullir mi sangre. Al ver que el maestro era imbécil y
no tenía la autoridad para detener la tempestad
yo me levanté por primera vez después de dos meses de silencio y le dije
al Druppy – Eres un imbécil ¿ya tienes planes para luego? es que te voy a
romper la madre – sentencié cortante, como si una espada invisible les hubiera
cortado la cabeza a esa panda de grillos todos callaron, esperando la respuesta
del gordinflón recién retado.
El Druppy se
puso en pie, supuse que el duelo comenzaría ahí mismo, por la seriedad que
invadió sus rechonchos gestos; se acercó a mí, como un púgil a punto de ser
pesado, desafiante me miró y en lugar de atestarme un golpe, para el que me
sentía preparado, trató de desviar la atención – ¡Al Gallego le gusta la Quemada!
¡Al Gallego le gusta la Quemada! – fue la gota que derramó mi vaso, le propiné
un pisotón que le subió los colores al rostro en segundos. El profesor me miró
atónito, inútil espectador que no hizo intento alguno por amainar la pelea.
Quien sí reaccionó fue José, que se levantó de su pupitre para llamar la
atención que la pelea le estaba robando – ¡Hey tonto Gallego! no te levantes
tan rápido que se te van a caer las costras que la Quemada te dejó en la camisa
– estalló en risas, celebrando su estúpido chiste, al ver que nadie celebraba
su gracia regresó a su fingida seriedad – Sigues en broncas Gallego, te dije
que la gente como nosotros no cambia –
– Hoy es un
mal día para cambiar – le respondí con la boca seca, sin saber lo que pasaba
por la cabeza de ese loco.
– Si te
quieres madrear al pendejo del Druppy, va, pero después sigo yo –
El típico
círculo que vaticina una pelea ya se había formado, era evidente que todos
apoyaban al rechoncho faltón – ¿A vosotros que os importa? esto es cosa del
Druppy y mía ¿o te vas a pelear conmigo tu por esta otra cosa? – le dije José
señalando al Druppy.
– Muy bien
Gallego, si quieres la cabeza del gordo eso haremos –
En cuanto
terminó la clase José nos encaminó a Druppy y a mi hacia la azotea, el
gordinflón se estremecía del miedo, suspiraba intentando ocultar su temblorina.
Llegamos escoltados por el grupo que se había organizado para el espectáculo,
concurrencia que formó el mismo círculo que en el aula. No tardó Druppy en
cancelar el duelo, estaba aterrorizado, no sería por el miedo a mis puños, pero
quizá a las altas expectativas que se habrían alzado sobre él. Al ver la
negativa del muchacho José me habló ufano – Yo me encargo – aún no terminaba de
articular la última sílaba cuando atestó un profundo golpe al Druppy. Todos nos
quedamos atónitos, el maestro masacraba a su fiel pupilo por la decepción o por
la cobardía, caro pagaba Druppy la osadía de negarse a pelear conmigo.
– ¿Cómo ves
Galleguito? – dijo riendo José
– Excelente,
la verdad que fue un puñetazo de primera, muy profesional –
– Bueno,
ahora sigues tú, y de esta no hay quién te salve –
De entre el
bullicio reconocí a Annie y a Gaby; que preocupadas me miraban, como las madres
de los toreros miran con los ojos acuosos, sabiendo que quizá sea la última vez
que les miren de pie. El resto de las mentes y miradas que se fijaban en mí
eran de tristes demonios, seguidores de José y de lo que él les contaba sobre
sí mismo. Al sentir el calor que emanaba de aquellos pechos sedientos de
sangre, de las dentaduras, la mayoría sin cepillar, que coronaban esas lenguas
bípedas, venenosas, que exigían un tributo de carne remolida y dolor de huesos.
Al ver los ojos que disparaban fuego en mi contra, pedían sangre, pedían mi
cabeza y la admiración hacia José tuve un Deja Vú. Me vi, como hace meses
indefenso contra Kamala, todo era prácticamente igual, sólo la locación se
diferenciaba, no había apuestas, hasta donde yo tenía conocimiento, pero la
similitud de ambas secuencias de mi vida me arrancaron una risotada, gesto que
desconcertó a José – ¡Vaya que eres idiota! estoy a punto de romperte la cara y
tú te ríes – No era momento de compartir mis vivencias, no creí; y a la fecha
no creo, que fuera el sitio idóneo para hacerlo.
El ambiente se
tensó, todos permanecían expectantes ante la inevitable golpiza que me
propinaría José. Al verlo así, desafiante y soberbio no pude evitar que
múltiples pensamientos asesinos llegaran en torrente a mi cabeza, sopesé la
posibilidad de sorprenderlo y lanzarlo por la azotea; pero comprendí que eso me
traería más problemas que soluciones, y con el colmillo que este tipo tenía el
lanzado por los aires podría ser yo; así que me lancé contra suyo, tirando
golpes y gritando eufórico, como un soldado novato ante la guerra que se le
venía encima. La experiencia en peleas callejeras afloró en José, que de una
forma natural, casi orgánica, me recibió con dos sendos puñetazos en la
mandíbula que me hicieron temblar las piernas, aún con la temprana sensación de
la derrota continué con mi ataque, que no sólo era repelido sino respondido en
tiempo y forma. La desventaja que me rebasaba era obvia, pero permanecí hasta
que mi contrincante se separó jadeante – ¡Ya estuvo Gallego! Ya estuvo bueno,
luego te doy más. Ya te puedes ir a fajar a tu novia La Quemada – y se retiró alzando
los brazos, seguido por quienes nos rodeaban. En entendido quedé que aquello
sólo había sido una prueba, algo que José había deseado, como a la mujer que
desnudas con la mirada, pero te das tiempo para acariciarla y tener algo que
descubrir para después.
El Jefe se
retiró airoso, sacudiéndose el polvo, quería un acercamiento con el que había
vencido a Kamala; él, a falta de historia, se había inventado una para ser
admirado y se fue. Sobra mencionar que llevé la peor parte, el Jefe sabía
esquivar y conectar buenos golpes, fue algo tan diferente a lo que había
enfrentado en el pasado, este elemento sí que estaba hecho en la calle y tenía
un colmillo digno de los jefes de pandillas de delincuentes, entre él y yo
había un gran abismo, pero para mi fortuna me había dejado en pie, no había
querido derribarme.
Lamiendo mis
heridas, las del orgullo claro está, cierto estuve que José se había llevado la
mejor parte de la contienda, su experiencia y mis nervios habían sido un coctel
casi mortal. Cuando todos se hubieron ido vi que dos pequeñas figuras se
quedaban a mi lado, eran Gaby y Annie, que emocionadas me miraban, sobretodo
Annie, no podía disimular el contento que le iluminaba – No lo puedo creer ¡Te
peleaste por mí! –
Apaleado y
sorprendido no supe qué decirle, pero no me gustaba que la trataran así, reñí
por las injusticias de esas bestias, por los gritos que me tenían harto, por el
dolor de todos aquellos que habíamos sido objeto de burla, no tenía una
respuesta para Annie. Gaby debió saberlo porque intervino – Ven con nosotras,
queremos llevarte a comer algo –
Mi malestar y
yo nos fuimos con ellas. Un extraño sonido que aturdía mis oídos no me permitía
escuchar lo que las chicas me decían; mi nariz silbaba con cada respiro, me sentía
maltrecho, como si me hubiera aplastado un tractor, así me arrastré hasta un
sitio donde vendían waffles.
No hay
fracaso más grande que el que nos regalan las heridas no descubiertas de una
batalla; fui manifestando mis derrotas al querer comer un poco, llagas dentro
de la boca que me impedían probar bocado, ambas compañeras piadosas de mi dolor
partieron mi platillo hasta hacerlo tragable.
Mientras
comía como pato dolido noté algo que me impedía seguir el hilo de la
conversación, era la mirada de Annie clavada en mí, sus dulces ojos seguían
cada movimiento de mi rostro, reconocí con pena esa visión, supe lo que
significaba, Annie estaba confundiendo mis acciones, mi amabilidad hacia ella,
el amoroso halo con el que me perseguía se coronaba con una inmensa sonrisa, me
sentí profundamente apenado, porque comprendí que mis acciones estaban haciendo
que Annie se enamorara de mí, y no es porque yo fuera alguien especial, seguro
que nadie había hecho algo así por ella y posiblemente malinterpretaba mi simpatía.
Durante la
comida yo permanecí callado, mientras ellas hablaban de lo desagradable que era
esa escuela, Gaby decía que no podía soportar como esa gente nos humillaba, Annie
sin perder la sonrisa dijo – Para mí sí que valió la pena entrar a esa escuela –
Gaby solo reía – Estás muy callado Óscar, dime algo, sabes lo que nos gusta tu
acento a mí y a Gaby – me criticó Annie sin perder la sonrisa, yo mustié una
mueca parecida a una risa y le respondí – El tal Óscar está un poco adolorido, pero
hoy no poder hablar, doler mucho –
La risa
estalló en ambas – Te ves cansadito, te acompañamos a tomar el bus – me dijo
Annie, acariciándome con su dulce voz.
Las chicas me
encaminaron hasta el sitio donde llegaba el transporte que me llevaría a casa,
me despedí con un abrazo que yo sentí fúnebre, la culpa me pesaba por muchos
lados; y mientras por la ventanilla las veía hacerse pequeñas pensé que no
debía tener más amigos, ya que sólo acarreaba mala suerte, estaba cierto que el
capítulo de ese día tendría eco y le repercutiría a Annie más que a nadie.
Debía regresar a mi bajo perfil, siendo gris e inexistente, es como lograría
pasar y dejar pasar a quienes estaban de mi lado.
Los días
continuaron, tal como antes; sentía la tensa paz acostumbrada aparcarse poco a
poco, seguía las pautas que me marcaban sin chistar, para continuar con la
rutina, para mí todo carecía de sentido, todo se repetía una y otra vez, era
como la piedra golpeada por las olas del mar, que sin verlo se va erosionado
con cada bofetada de la vida, pero el dolor era imperceptible para los demás,
me había acostumbrado a estar así. Lo único que me atormentaba era cómo
molestaban a Annie, el problema era que si la ayudaba se enamoraba más de mí,
sí no lo hacía le rompería el corazón, pero yo como siempre sin escapatoria,
cualquier cosa que hiciera tendría consecuencias, pese a todo yo decidí
ayudarla.
Annie siempre
llegaba junto a mí y me contaba cosas, yo solo escuchaba, Gaby se limitaba a
mirar y sonreír cómplice de lo que sabía se gestaba en el pecho de nuestra
amiga; eran tan especiales, sobre todo juntas, tan diferentes e iguales, que si
pudiese verles sin el cuerpo que cubría sus almas podría jurar que ambas eran
ángeles de luz.
El tiempo
cruel deterioraba a Annie con su paso, nunca me atreví a preguntar por su
padecimiento, me parecía una imprudencia, sobre todo cuando era evidente para
mí que ella se rehusaba a tocar el tema, vivía con intensidad, pero su
enfermedad le masacraba, incluso llegó a faltar por días, pero me había
acostumbrado a que luego de esas ausencias Annie volvía con más bríos, hasta
que un día la costumbre se rompió.
Empezaba un
lunes negro, cargado de hechos fúnebres y nefastos, las flores que habían
embellecido el desierto se marchitaban, pero no debía precipitarme, corrí a una
clase a la que se me obligó entrar, era de una supuesta profesora de filosofía
e historia que contrataron especialmente para el hijo del Director y su
palomilla. El despreciable ambiente de esos adinerados sin educación que
pasaban por encima de cualquiera era insoportable. Primero llegó el maestro
Margarito, ¡pobrecillo!, lo trataban como idiota, de hecho estaba haciendo una
gráfica de gauss un tal Ramón, y el profesor le dijo – Esa gráfica está chueca,
hazla nuevamente – Ramón se limitó a contestar déspota y burlón – Chuecas están
sus nalgas – estupidez que provocó las risas de sus camaradas.
Yo no encontraba
la gracia en esos comportamientos y en esas bajezas, en la vieja escuela la
rebeldía no era impune, aquí sí, y era contra los indefensos, eso no tenía
méritos ¿Qué clase de monstruos se estaban formando allí?
Después de
que salió Margarito, entró la dichosa profesora que fingía no escuchar los
improperios de los alumnos, quizá por no meterse en problemas con el Director,
ella siguió dando su tema hasta que se empezó a hablar de civilizaciones
antiguas. Mi apatía era notable, había gente nueva en la clase y yo no me había
dado cuenta. De pronto un tipo con una cabeza enorme y nariz aplastada clavó sus
ojos negros lacios en mí y sentenció – Si no hubieran venido los malditos
españoles seríamos una civilización mejor –
Pese a la
provocación permanecí callado sin alzar la vista, ya estaba harto de explicar
miles de veces que no era yo quien había llegado hace 500 años y que era
inocente, pero eso no serviría de nada, o al menos nadie estaba interesado en
entenderlo; la profesora novata me preguntó – ¿Eres español? –
La miré de
arriba abajo sin responderle, no era necesario, ni yo producto de su clase, la
maestra esperaba que se abriera mi boca, pero eso nunca sucedió; entonces quien
había clavado su mirada horrenda en mi dijo – No me diga que no reconoce el
acento de los malditos gachupines –
La profesora
contrariada intentaba calmar los ánimos – Pues no lo sé porque no le he
escuchado hablar – Comenzaron entonces los gritos – Habla Gallego, muéstrale a
la profesora tu ridículo acento – poco tardaron en llegarme proyectiles de
papel, de los que sólo me cubrí con las manos. La euforia poco a poco pasó, bajé
las manos entendiendo que todo había terminado, pero entonces algo golpeó mi
cabeza con fuerza, dejándome mareado y aturdido, volteé hacia donde venía el
golpe y vi al que me acusaba como si yo fuera un prisionero o un enemigo –
Salve conquistador, saludos de la Nueva España –
Quería un
lugar donde nadie me viera, cómo anhelaba ser invisible, ese era mi sueño desde
niño, no me importaba parar el tiempo, ni nada más, mi máximo era ser
invisible, ser ese susurro, ese cuchicheo y a la vez no ser nada, no estar en
ningún sitio. Paradójicamente visible o no, yo era un cero a la izquierda.
La profesora
vio mis esfuerzos para levantarme del suelo, y como los demás educadores no
dijo nada, como pude me acerqué a la puerta y salí del aula; a través del
cristal la profesora me miraba con impotencia, pero dejé de verla cuando llegué
al patio. Mi enfado no me había dejado ver a Gabriela que se acercaba a mi
melancólica – Tenemos que hablar – me dijo sin saludar, tomando mi mano para
llevarme a una esquina del patio.
Yo sentía
hormigueos en la cabeza, pero aun así traté de sonreírle a Gaby, ya después
habría tiempo para buscar la sangre o el chichón y saber con qué objeto me
habían golpeado. La vi triste, nerviosa y dijo – Galleguito, me ha encantado
conocerte, tú nos has tratado y querido a Annie y a mí de la misma manera y las
dos sentimos lo mismo –
Seguía
aturdido por lo que había sucedido, no comprendía bien las palabras de Gaby, no
entendía la intención, la euforia de lo recién sucedido aún me sacudía; mi
compañera ignorante de lo que pasaba continuó – Me caes muy bien, eres especial
para mí, tengo un sentimiento por ti, pero mi amiga Annie te sueña –
Permanecí en
silencio, no tenía respuesta para aquello, Gaby siguió al tiempo que me
entregaba un papel arrugado – Me voy de la escuela y vine a despedirme de ti, solo
te pido un último favor, llama a este teléfono si puedes hoy mismo – Se acercó
presurosa, besando mi mejilla, muy cerca de mi boca y se marchó a toda prisa,
vi su rubia cabellera agitarse con el viento mientras caminaba hacia su destino
lejos de mí, porque supe que aquel era el último momento que compartiría con
ella.
Una agitada
mañana, un fuerte golpe y un profundo beso, después de todo la vida no era tan
injusta y en verdad nunca pensé que Gaby sintiera algo especial por mí, y que
me lo tuviera que decir el último minuto. Seguí reaccionando con lentitud y miré
el papel arrugado en mi mano, se leía Annie con letras cursivas y un número. La
posibilidad de que las únicas dos personas que eran amables conmigo en aquel
infierno desaparecieran definitivamente de mi vida me apaciguó, y con ello una
de las escasas razones por las que aún asistía a ese sitio se esfumaron.
Permanecí en ese estado de embotamiento confuso, las voces en mi entorno eran
ruidos inteligibles, ni siquiera recuerdo cómo regresé a casa.
Un súbito
recordatorio sacudió mi mente, como un relámpago que me recorría hasta la punta
de los dedos que digitaron aquel número telefónico. Empezó a sonar aquel tono y
esperé hasta que alguien levantó el teléfono – ¿Diga? –
– Hola, ¿Es
la casa de Annie? –
– Sí ¿quién
eres? –
Entorpecido al
hablar y a punto de colgar dije – Solo soy un amigo de la escuela – la voz al
otro lado del teléfono me interrumpió eufórica – ¡Óscar! ¿Eres tú? Annie me
hablaba mucho de ti –
– Sí, soy
Óscar – dije sin mucho afán.
– Annie me
contó cuando la defendiste y te peleaste, y para ella era muy importante
despedirse de ti, me lo pidió tantas veces, pero no quería que la vieras así –
Aquella frase
me dilapidó, mis labios se sellaron, el hecho de que la señora hablara de ella
en tiempo pasado me daba una pista que decidí ignorar. Un raudal de recuerdos
azotó mi mente, Annie sonriendo, Annie sumida en la tristeza, Annie con su
mirada perdida encontrando consuelo, Annie…
La voz de mi
interlocutora detuvo el flujo de mis memorias – Gracias Óscar por haber hecho
lo que hiciste por mi hija, te estaré eternamente agradecida –
La voz se le entrecortó,
supe lo que venía; crispé los ojos e intenté cerrar mis oídos al mensaje
ahogado en llanto – Annie padecía una terrible enfermedad, sabes, algo parecido
al cáncer; pero ya está descansando, se fue a un lugar donde ya no la
molestarán jamás, espero que se encuentre con amigos como tú –
El canal que
transporta mi voz hasta mis labios se había cerrado, ahora el aire empezaba a
estrecharse, mi cerebro comprendía esas palabras, pero aun así parecía difícil
procesar todo aquello, y más cuando la voz siguió – Todo fue muy rápido, Annie
murió hace 4 días –
El copioso
llanto terminó por ahogarla, no necesitaba saber más, sentí la urgencia de
colgar, cuando la señora respiró hondo para seguir hablando – Ella sufría
mucho, se encerraba en su habitación y lloraba todas las tardes, no quería
salir, mucha gente no está preparada para ver a los verdaderos ángeles –
Mi coraza de
insensibilidad aprendida y ensayada durante años se rompió en miles de
pedacitos, y esos pedazos se anudaron en mi garganta impidiendo a las palabras
salir; porque mi cerebro taponado era incapaz de conjuntar más de dos palabras
de consuelo – Gracias por no haberla despreciado, Annie orgullosa decía que
peleaste por ella –
Aquella
declaración me dejó saber que mi batalla no había sido en vano, a veces el
triunfo de los fracasados es el más grande, no sé qué más dijo la señora, yo
como siempre había dejado de escuchar; en mi galopante imaginación vi a Annie; se
iría a un lugar donde su alma fuera visible, excelsa, sublime. La vi seguir un
camino de blanca luz, vi sus facciones limpias, libres de las cicatrices y la
adiviné hermosa, vi sus ojos regalarme una última mirada, vi su cálida sonrisa
que me aclaró que ahora todo estaría bien.
Renació la
esperanza de encontrar bondad en la gente; siempre me tildaron de ignorante e
iletrado; pero ese día supe algo que nadie, ni el más estudiado profesor
sabría; que aunque las flores nunca crecen en medio del desierto, supe que un
día nació una llamada Annie.
Vivir es todo un reto!. Sobrevivir a la niñez y adolescencia y, aún a la adultez, es complicado para todos, tanto por el conocimiento y la convivencia con nuestro propio mundo interior, como con ese mundo exterior donde nos encontramos...
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