miércoles, 28 de septiembre de 2016

Manos Acartonadas

¿Tal vez sea verdad? Hoy me lo he preguntado varias veces y después de tanto reparar en eso me di cuenta que no puedo. Mucha gente se ha empeñado en cambiarme, lo he visto, han luchado con todas sus fuerzas y no han podido, lo peor es que no los veo felices en sus vidas, no quiero ser como ellos, hoy sé que no tengo remedio, ni lo quiero tener. Después de resistirme al cambio, solo aprendí una cosa, debo aceptarme.

Mi padre decía que yo no quería venir a este mundo, lloré mucho al nacer, y seguí llorando durante meses, tal vez te podría decir que me acuerdo de algo, pero no, solo sé que extraño mi planeta, es posible que allí viviera tan feliz, y tengo la esperanza de volver algún día.

Era un soldadito de plomo mi juguete favorito, esa canción que cantaba Parchís me recordaba aquellos tiempos. Y es que tenía 5 años, tan curioso y con la mirada picaresca; sin amigos en la escuela, pero ese era yo; de rizos rubios, más huraño que desconfiado.

Dicen por ahí que los niños no tienen problemas, que viven en un mundo aparentemente feliz, pues los adultos se han olvidado de que algún día fueron niños, y creen que los miedos y las lágrimas de nosotros los pequeños no tienen importancia.

No seré egoísta, hay niños que sufren más que otros, aquellos niños que tienen que aprender a sobrevivir solos en las calles, que están desamparados sin nadie que les tienda la mano. Pero cada niño tiene sus problemas. Mientras los ancianos se vuelven el olvido; lo que yo no olvidaré es la historia de este niño y un anciano, que voy a contar a continuación.

La vida se repetía, daba vueltas como el scalextric con el que jugaba, todo era cíclico, los viejos morían, los niños dejaban de serlo y se perdían en el limbo, en el mundo de odios y guerra que controlaban los adultos, algo estaba mal y no se contra quien era mi guerra, pero la desaté en mi propia casa.

Al poco tiempo de haber llegado de Vigo conocí a mis abuelos maternos y a mis 2 tíos; Pepé y Cris, al principio no fuimos grandes amigos, pero vivíamos todos en la misma casa, allí con mis padres y mi hermano recién nacido. Recuerdo poco aquella casa de grandes ventanales excepto que tenía que abandonarla, la paciencia de la familia de mi madre estaba por agotarse o ya se había agotado por completo, ya no soportaban más mis juegos, mis ataques, o mis travesuras.

 – ¡Ese niño está loco! – gritó Pepé cuando le clavé en el culo una jeringa que encontré en la basura; o peor aún la noche que mordí con todas mis fuerzas el dedo gordo de mi abuelo cuando él dormía en plena madrugada. Podría jurar que se le erizaron los pocos pelos que tenía, se levantó gritando maldiciones, pero jamás pudo alcanzarme. Seguramente la torpeza del sueño profundo y el sobresalto le habían dejado desconcertado.

Con quien peor me llevaba era con mi abuela, ella sí me daba bofetones y manoteaba cuando a sus ojos tenía un mal comportamiento. Lo que ocurría muy a menudo; todo eso llevó a esperar la oportunidad de venganza y se dio el momento perfecto, pero las consecuencias de aquel día serían irreversibles.

Sin pensarlo y con sonrisa picaresca miré a la abuela, venía desde la cocina sosteniendo con sus dos manos una fuente llena de comida, salí de entre los sillones repentinamente y al mirarla con las manos ocupadas no lo dudé, le mordí el culo como si se lo fuera a arrancar. Creo que su cara cambió de color y un grito desgarrador advirtió de lo ocurrido. El abuelo cambiándole el nombre le dijo – ¿Qué pasa María? – fue burlón. La abuela se llevó las manos a la cabeza y llamó a mi madre casi llorando – Revísame Mary, creo que estoy sangrando –

– ¿Qué pasó mamá? –

– Tu hijo me mordió –

Al revisar a la abuela solo estaba marcada esa pequeña dentadura de los primeros dientes de leche, no había sangre, no había más que un tono rojizo –  El niño está muy mal educado – le repetía a mi madre mientras le decía – No tiene nada mamá –

– Tu hijo es el demonio, es muy difícil de aguantar – lo dijo en nuestro dialecto y lo volvió a repetir.

Mi padre movía la cabeza de un lado a otro, no era muy apreciado por sus suegros y con mi ayuda pronto nos echarían a los dos de casa. Pero más tardé en pensarlo que en suceder, esa comida marcó un antes y un después, mi abuelo hacía énfasis en que había muchas conversaciones de adultos, ¿por qué tenía yo que ser la conversación de todos los días? Eso era molesto – A los niños se les educa – le decía a mi padre

La abuela indignada dijo – Tenemos pensado ir a la playa una semana de vacaciones, pero un niño así no se puede llevar a ningún sitito –

Después de escuchar de todo mi padre dijo – No le estoy pidiendo que lo lleve suegra, ya no tendrán que aguantar más al niño, se irá conmigo, de la escuela al trabajo y no lo verán más, solo para dormir aquí sí se puede –

La conversación subió de tono, los abuelos terminaron enfadados con mi padre, quien ya no tenía energía para decirme nada, de mi madre recuerdo muy poco en mis primeros años, era como un fantasma que se encontraba cerca, pero nada más. Solo pude reconocer la mirada de Pepé y de Cristina, era la de siempre, de impotencia, tal vez de tristeza, pero nunca dijeron nada.

Todos los cambios son buenos, así lo sentí cuando después de la escuela me iba con mi padre a su trabajo. Fue muy divertido, podía correr de un lugar a otro. El lugar eran unos baños donde se ofrecía un servicio parecido a la sauna, un concepto de baños de vapor lleno de cuartos, pasillos, caldera, lavandería, recepción y mil recovecos; se llamaban los “Baños Refugio” y se encontraban en Neza, un lugar emblemático de la Ciudad de México.

Paradójicamente el nombre de aquel negocio le dio refugio y guarida al niño para no ver más a la familia de su madre, y allí podía inventar sus juegos, podía correr en la azotea, pasillos y charlar con los empleados y algunos hijos del personal.

Mi padre era relajado en aquel tiempo, desentendido, eso me permitía explorar y sentirme libre, estaba liberado del control excesivo y sin sentido que ejercían los abuelos y mi madre, podía ser yo, inventar mi mundo y empezar a descubrirlo.

De la familia de mi madre ya no recuerdo más en mi infancia, llegaba a dormir y algún domingo comíamos todos, pero hasta los sábados estaba el día entero en el negocio que atendía mi padre. Se borraron de mis recuerdos después de los cinco años y pasaron a la historia. Es extraño que tampoco recuerdo a mi madre, fueron varios años así en una felicidad total; pero en todo paraíso hay algún demonio y estaba a punto de encontrarme con quien sería mi primer enemigo.

Esta es la historia de un niño inquieto y un viejo impaciente. De avanzada edad y gruñón, moreno, delgado, de gesto hostil y poco más, no logro dibujar su cara en mi cabeza por completo, es como una foto borrosa, pero maligna; allí lo conocí, en los Baños Refugio; se hacía llamar “El Poli”, un empleado de mi padre que trabajaba en la lavandería y en la caldera.

Con 80 años encima, era un viejo quisquilloso con el que nunca simpaticé muy bien. Con los años mi padre me contó que este señor era un asesino a sueldo, lo que hoy se conoce como un sicario y varias veces le ofreció sus servicios a mi padre diciendo – Andrés, si alguien te estorba dímelo, yo lo quito de tu camino –

Pero el patrón nunca pensó en tomarle la palabra, aunque le daba una idea que con ese empleado había que llevar todo por la buena.

Los niños no miden los peligros, y este travieso fue a jugar con Don Poli, pero al señor no le agradó mucho, primero empezaron las miradas de desafío, estaba a punto de desatar una enemistad con graves consecuencias.

– ¡Caramba, los viejos no son lo mío! – Acabo de pensarlo entre risas, pero lo que sigue es muy serio y perturbador.

Fui yo el culpable, he de reconocerlo, era insoportable, también lo reconozco, o tal vez aun lo sea, jugaba mis juegos y quería llamar la atención, no tenía las mejores ideas para hacerlo, entonces encontré a Don Poli doblando las toallas y escupí sobre una. Eso me hizo gracia, el viejo enfurecido me tomó del brazo apretándome y me advirtió – No vuelvas a hacer eso –

Claro que me dolió el brazo, pero el dolor físico no me atormentaba, me atormentaría esa amenaza que estaba a punto de salir de la boca apretada del anciano. Volví a reír, pero el señor lanzó su ira diciendo – ¿Ves ese largo pasillo que lleva a la caldera? –

Asentí mientras miraba ese pasillo que desembocaba en el cuarto oscuro donde las llamas bailaban en una caldera gigante. Me perdí en el fuego y en su poder, me puse serio y de una fuerte sacudida el anciano me trajo de vuelta para decirme – Pus si te vuelves a acercar por aquí te voy a llevar a la caldera y allí te voy a quemar, vas a arder en pedacitos –

Salí corriendo, lejos, lo más lejos posible hasta llegar al despacho de mi padre y le pregunté – ¿Ya nos vamos? –

– No – respondió seco

Esperé quieto, me escondí debajo de un camapé hasta que mi padre salió de la oficina, me subí corriendo al coche en el asiento del copiloto, y a las diez menos cuarto hicimos el acostumbrado camino a casa en aquella vieja caribe escuchando siempre la misma cinta, The Greats Hits de Neil Diamond.

Me las sabía todas, no entendía ni jota de inglés con mis seis años, pero tarareaba forever in blue jeans, beautiful noise y desiree.

Mi padre no era muy conversador, o al menos conmigo, además, que podía hablar el con un niño de seis años. Sin saber cómo empezar le solté de golpe – ¿Y si ya no vuelvo más? –

Mi padre me miró extrañado, devolvió la vista al camino y soltó una pequeña carcajada. Su respuesta era evidente, la decisión tomada nunca desecha, además ya llevaba más de un año con esa rutina, era absurdo que quisiera regresar a la antigua convivencia insufrible.

Por la noche en la casa ya toda la familia dormía, pocas veces me encontraba con alguien, además la habitación donde dormíamos mi hermano, mis padres y yo quedaba justo en la entrada y nada se me perdía del patio hacia adentro. Llegaba con la tarea hecha, cansado de jugar todo el día y a dormir para por la mañana ir a la escuela.

Un día más, después del colegio al negocio. Los Baños Refugio eran tan grandes que no los había podido explorar completos, le pregunté a mi padre que porqué era tan grande la caldera y me dijo que calentaba el agua de todas las tuberías y se hacia el vapor, pero mi pregunta era por el miedo que representaba y ya no lo podía ocultar.

Me imaginaba ese cuarto negro con llamas como el mismo infierno, un lugar donde moriría abrasado por el fuego, incluso esa noche tuve un horrible sueño, en mis pesadillas la amenaza de Don Poli se hacía realidad.

Soñaba como Don Poli me cargaba y me llevaba por ese largo pasillo que se iba haciendo oscuro, hasta llegar a ese cuarto y sentir el calor de las llamas. Gritaba en mi sueño y me miraba siendo arrojado a las llamas, ardiendo en medio de la desesperación. Desperté llorando, no quería ir a la escuela, pero mi padre continuó con la rutina, ni por error iba a romper lo que había dicho en esa comida, además las relaciones se habían vuelto más frías.

Pasó una semana y las pesadillas iban a peor, tenía que enfrentar ese miedo antes de que me matara, entonces llegué con Don Poli, lo miré como el primer día, me le acerqué y le dije – Yo no le tengo miedo viejo cochino –

El anciano enfureció, empezó a saltar como un simio a punto de echar fuego por la boca y me dijo – Te voy a quemar en la caldera si me sigues chingando –

– Ya le dije que no le tengo miedo viejo cochino –

Se lo solté así, sin más, pero el anciano ni tardo ni perezoso me tomó en hombros, me cargó justo como en mi pesadilla, parecía que se cumplía todo al pie de la letra, como una premonición, para esos momentos ya me sentía calcinado, y después muerto, me veía en trozos con una muerte horrible e impune. Entré en trance, en pánico profundo y empecé a golpear al anciano en la espalda, patadas, puñetazos, manoteaba y al ver la firmeza del tipo y conforme nos acercábamos a la caldera empecé a gritar para que me soltara.

En verdad estaba sufriendo, pero el viejo en puertas de la caldera me soltó y corrí lo más que pude, recorrí ese pasillo que pensé no tenía regreso y me volví a esconder debajo de un camapé, hasta que mi padre saliera de su oficina.

No le dije nada a mi padre, sería un absurdo, con la fama bien ganada que tenía no había como defenderme, y eso en caso de que no me tocara una paliza por molestar al señor, pero algo estaba muy claro, con Don Poli no se juega.

La rutina continuó y las pesadillas se hacían más frecuentes, empezaba a tener menos sonrisas y no me concentraba ni para jugar, me sentía sentenciado a muerte y es que a veces era imposible no ver a Don Poli, él se movía por todo el negocio y cuando me lo encontraba de frente se disparaban todos mis temores, ese señor en mis sueños era el mismísimo demonio.

Cada día era un tormento, tenía que acabar con ese ser maligno. Fue una noche que tomé la decisión, tenía que matarlo yo a él antes de que el me matara a mí. Yo lo sabía, ese viejo era capaz de cualquier cosa.

Fue hasta las nueve y media de la noche cuando me armé de valor. Mi padre estaba cerrando el negocio, justo en la puerta principal; algunos empleados y los últimos clientes se iban marchando uno a uno y según recuerdo yo Don Poli vivía allí.

Esa noche me dio por vigilar a escondidas sus movimientos y lo vi justo entrando por ese largo pasillo para hacer la última maniobra del día; apagar la caldera. Yo esperaba que fuera la última maniobra de su vida y lo vi caminar hasta que casi la oscuridad de la caldera lo perdía de mi vista, pero esa camisa blanca con tonos amarillentos lo delataban veía esa silueta en la penumbra. No sabía qué hacer, tenía la idea de tirarlo dentro de la caldera, pero a mi pasó encontré un picahielos, en el negocio había varios de esos que se utilizaban para perforar los boletos usados, lo tomé entre mis pequeñas manos y corrí, corrí hacia el a toda velocidad.

Se escuchó un grito desgarrador y después un largo silencio.

Los pocos empleados que quedaban y el padre del niño acudieron al lugar y se quedaron pasmados llevándose las manos a la cabeza.

La escena era grotesca, el anciano yacía en el suelo con el picahielos clavado en la espalda baja y se incorporó gritando – ¡Ese niño está loco! ¡Ese niño está loco!  –

Vi a Don Poli en el suelo y no sabía qué pensar, me sentí triste al ver que mi enemigo se encontraba con vida y pudiera tomar revancha. Mi padre me llevó, me sacó del lugar y no recuerdo que me dijo, yo tenía seis años y en mi razón no cabía nada más que el anciano tomaría revancha.


Pasaron los días y las noches, pero todas las tardes el niño y el anciano se veían, ambos se tenían miedo y respeto, las miradas eran fúricas, pero jamás volvieron a hablarse.

jueves, 8 de septiembre de 2016

Fuera de Coordenada

Caminaba hacia la estación de autobuses de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas; eran justo las diez de la noche, y para colmo todo parecía normal. La gente en la estación se movía presurosa para no perder su transporte al tiempo que apurados compraban algún recuerdito para llevárselo de la capital chiapaneca hacia sus destinos de origen.

En mi caso particular tenía como parada la ciudad de Puebla y digo tenía, porque desgraciadamente no llegué a mi destino…

Esperaba ese autobús que me llevaría a través de la noche, y entre las luces tenues del lugar al fin llegó mi transporte, serían 10 horas de carretera, pero durmiendo pasaría más rápido el tiempo. Iba algo cansado y al fin ese autobús que venía retrasado dio su anuncio de arribo. Sonó la voz de aquella mujer que nos invitaba a abordar la unidad con destino a Puebla para continuar a la Ciudad de México como último destino.

La línea de transporte era de lujo y nos ofreció un refresco y un bocadillo de queso con jamón; yo como era mi costumbre preferí a la botella de agua, siempre odié el refresco. Tomé plaza, mi asiento estaba justo en la parte delantera, era tan cómodo, me senté y puse mi teléfono inteligente para escuchar alguna música que podría bien arrullarme lejos de los sonidos del motor.

Una vez que todos los pasajeros abordaron el chofer nos dio instrucciones a cerca de las condiciones del clima y el estado de la carretera, el tiempo estimado a la Ciudad de México era de 12 horas y calculé que a las seis de la mañana llegaría a Puebla.

La cabina del autobús era independiente, el chofer cerró su puerta y de ese modo quedábamos aislados sin ver el camino.  Cada fila tenía tres asientos, uno en la parte derecha para aquellos que viajábamos solos y otros dos juntos para aquellos que viajaban en compañía.

Lo que parecía un viaje normal estaba a punto de convertirse en una pesadilla, el autobús se saldría de coordenada, pero ninguno de los pasajeros podíamos imaginarlo.

La Cuidad de Tuxtla Gutiérrez quedaba atrás, sus tenues luces se iban apagando conforme la oscuridad de la noche y el camino nos envolvían en penumbras; tal vez había pasado la primera hora y allí fue cuando algo raro tensó el ambiente.

La hora oscura me hiela la sangre, solo de recordar aquel momento sabía que algo andaba mal, pero no podía imaginar que tan mal. Fue de pronto cuando el autobús frenó, eso era tan extraño, los autobuses de lujo procuran mantener una velocidad constante para no incomodar a los viajeros y más aquellos coches de línea alta, yo lo sabía muy bien, que había viajado tantas veces en toda clase de autobuses.

Después del meter el freno a fondo se detuvo el vehículo y todos los pasajeros nos miramos preguntándonos qué había ocurrido. Podíamos vernos unos a otros con claridad, pues una luz azul de tono débil nos iluminaba para que pudiéramos ir al baño o caminar en cualquier otra situación.

La cabina del chofer permanecía cerrada, en  medio de la oscura carretera no tenía sentido que se hubiera detenido, pero pocos minutos después siguió su marcha como si nada hubiera ocurrido, entonces en una atmosfera de tensión todo volvió a la normalidad, una normalidad efímera y frívola.

El silencio era aplastante, todos los pasajeros venían despiertos, algo andaba mal y lo confirmamos al escuchar gritar al chofer – ¡Tranquilos por favor! –

Fue como un ruego, un lamento, la voz temerosa del hombre a través de la cabina nos hizo dudar a todos, algo estaba pasando atrás de esa puerta, pero nadie se atrevía a abrirla. Lo curioso es que el autobús seguía su marcha por la carretera hasta que de pronto se desvió en una vereda y empezamos a sentir las fuertes sacudidas que nos provocaba el terreno accidentado.

No era normal, estábamos fuera de la carretera, fuera de toda protección, fuera de coordenada, en manos de qué sé yo quién o quiénes. Quise encontrar alguna razón sin abrir esa puerta y la encontré cuando la chica que venía sentada atrás de mi encendió su teléfono móvil para comunicarse con alguien y dijo – Perdona la hora, pero no sé si llegaremos, acaban de secuestrar nuestro autobús, estamos en unos caminos donde las ramas se estrellan contra los cristales y los agujeros son… –

Dejó caer al suelo su teléfono y empezó a llorar; era un hecho, se podía sentir el pesado ambiente, los nervios desgarrando la mente, para ese momento ya sabíamos lo delicada que era nuestra situación.

Intercambié la mirada con otro señor que rondaba los cuarenta años y me dijo – ¿Qué está pasando? –

– No sé – le respondí mordiéndome el labio. Todos buscábamos respuestas, pero nadie se atrevía a abrir esa puerta.

Nos empezó a invadir la desesperación, cada vez el camino era más oscuro y más accidentado, afuera solo se podían ver esas ramas que se precipitaban contra las ventanas y recordé las ultimas noticias, las famosas fosas donde los asesinos entierran cientos de cuerpos en las rancherías o en los terrenos baldíos, a merced de quien estábamos, pero no tardaríamos mucho en averiguarlo.

Hay momentos para temer, pero hay otros para despedirse, por desgracia mi teléfono móvil no tenía señal y pues quien se enteraría de lo que podría pasarme, en ocasiones tardan meses en identificar los restos de las víctimas. Solo esperaba no fueran tan sanguinarios, podía ser un simple tiro, o tal vez mi cabeza rodando muy lejos de mi cuerpo.

Dejé de pensar y empecé a vivir con todos aquellos pasajeros los momentos de angustia, algo nos había unido, pasamos de ser unos completos desconocidos a fraternales amigos, pero todos hablando en voz muy baja, no queríamos perder detalle de los sonidos que podían provenir de la cabina del chofer.

Otro desgarrador grito nos confirmó que eran varias personas las que estaban golpeando y sometiendo al conductor, para ese momento dudábamos que el chofer siguiera conduciendo, tal vez estaba arrodillado mientras otro nos llevaba a un destino incierto.

Se escuchaban gruesas voces, eran como macabros entes que podían hacer de las suyas a placer. Las maniobras se sintieron más bruscas, pensamos que el peso podía voltear el transporte, pero milagrosamente y después de un salto no ocurrió así. Quedamos atascados en una zanja profunda, al parecer querían meter el autobús en otro camino imposible de transitar, pero no lo lograron y al mirar al cielo solo vi la luna, podía sentir que estaba cerca de cualquier estrella.

Fueron los segundos más largos, el silencio que prosiguió podía cortarse con una tijera. Era como si esperáramos a que esa puerta se abriera, como quien espera la bala para ser fusilado, pero esa puerta no se abría, estábamos todos a la expectativa.

Unos no dejábamos de mirar la frágil manilla, otros perdieron el control e intentaron meterse al baño, en el que con trabajo cabían tres personas una sobre otra, se metían allí como si hubiera escapatoria, pero no. Las ventanas del autobús estaban selladas y no teníamos nada a la mano para romperlas, a otros los vi esconderse debajo de los asientos, como si no fueran a ser descubiertos, pero la chica del móvil, yo, y unos cuantos nos quedamos allí frente a esa puerta que no se abría.

Como en todas las ocasiones pasa siempre lo inesperado. Se apagó la marcha del autobús y con ella las luces tenues y el sonido de la máquina dejándonos  totalmente a oscuras y en silencio. Pobre gente, pobre de mí, pensé, nada más era esperar lo peor, allí tan alejados de todo podíamos esperar la muerte, y las chicas ser violadas, como en tantos casos ha ocurrido cuando leemos el periódico. Pero perdemos la capacidad de asombro, hasta que lo vivimos.

Empecé a plantearme ya no mirar más esa puerta y meterme debajo del asiento, pero me faltó tiempo. Fue tan confuso, pero por fin ocurrió, la puerta que con brusquedad fue abierta era precedida por unas pequeñas linternas que portaban hombres con armas largas. La cosa no podía ponerse peor, eran cuatro, tal vez cinco y del conductor no se escuchaba nada, podía estar por allí tirado.

Gritaban, nos aturdían, nos impactaban, nos amedrentaban – Ya valieron verga, de aquí nadie sale vivo ni virgen –

Y como era de esperarse no había ningún escondite donde estar a salvo, empezaron a bajar a todos los viajeros con violencia, a los que intentaron meterse al baño les gritaban y a los que se escondían debajo del asiento a tirones de ropa y de pelos los arrastraban para que salieran por la única puerta.

Llegó mi turno, decidí bajar con los que lo hicieron voluntariamente, para encontrarme con la estrellada noche de la carretera, a veces los paisajes son tan bonitos e imponentes, pero a la vez son testigos de todas esas injusticias.

¿Iba a morir? Tal vez, nos habían llevado demasiado lejos, estábamos completamente en las garras de unos asesinos y todo podía pasar, alcancé a ver por el rabillo del ojo el cristal delantero del parabrisas estrellado, era como una piedra que había impactado, además en esas pequeñas carreteras no hacía falta más que un tronco de árbol para bloquearlas.

Todos estábamos abajo entre la maleza y el fango, a las mujeres las tomaron y las pusieron mirando de espaldas en la parte trasera del autobús, a nosotros nos pusieron debajo de vehículo, a oler aceite y gasolina, acostados boca abajo esperando lo peor.

Los rufianes se paseaban con sus armas largas y uno de ellos dijo – Que nadie se mueva, puede ser la última vez si hacen alguna pendejada –

Otro de ellos a gritos les repetía – Ya hay que matarlos, pero primero quítales todo –

Sacaron maletas, computadores, teléfonos móviles, dinero y todo lo que los pasajeros llevaban, entonces un chicho se atrevió a hablar – Son mis documentos de la tesis, por favor no se los lleven –

– Devuélvele sus chingaderas – dijo otro y las tiró al fango

– Ya hay que chingarlos –

– ¡Cálmate perro! – le gritó uno al otro

El nombre no era muy alentador, el perro ese estaba desquiciado y podía desencadenar una masacre. Mientras me comía el fango pude ver la sombra de una ancianita que se puso muy mal y dijo – ¿Por qué nos hacen esto? ¿Qué les hemos hecho? –

Un largo silencio nos dejó a todos retumbando esa voz en la cabeza, incluso los asaltantes se quedaron callados, se acercó uno y pensamos que podía haber sido contraproducente, pero la voz angelical de esa señora cambió las cosas y por boca de un rufián salieron las siguientes palabras – No se preocupe, si nos dan sus pertenencias no les haremos daño –

Todos suspiramos, se había manifestado la bondad y esa frágil señora era tan fuerte o más que los cinco sujetos que portaban las armas largas y habían desviado nuestro autobús para ponernos en esa situación.

Fue una lección de fortaleza, de la verdadera fuerza. Pronto nos pusieron a todos en pie, hicimos una fila esperando a ser cacheados por un ladrón, mientras dos de ellos apuntaban, el perro hacía guardia en la parte más cercana a la vereda y así, uno a uno fuimos pasando, quien se resistía se llevaba unas buenas bofetadas. Y llegó mi turno.

Estaba en pie hablando con un señor de estatura baja, un poco robusto y con el bigote bien recortado, moreno y de pelo rizado, con esa coletilla tipo Los Bukys y me dijo – ¿Es todo lo que traes? –

– Sí –

Metió su mano hasta mis calzoncillos y encontró mi teléfono móvil que tanto había cuidado, lo sacó bruscamente y casi me arranca los cojones de cuajo. Fue doloroso, pero a la vez lo había perdido todo; desde mi laptop, hasta identificaciones, tarjetas y cualquier cosa que podía necesitar en mi viaje.

Estaba más ligero que una japonesa de doce años, pero con vida.

Fue un momento de distracción y mientras todos los pasajeros se acercaban a la viejita, los asaltantes huían, perdiéndose en la oscuridad.

Yo miré a esa señora de lejos, sonreí y estiré mis brazos al tiempo que sentía el calor tropical de no sé qué zona de Chiapas y miraba al cielo esas estrellas desde un agujero cubierto por la vegetación.

¿Vendrán a rescatarnos? claro que sí, pensé, llegaría la policía, esa que está en los caminos, llegaría tarde, tal vez con la madrugada, pero llegaría. Miraba esa vereda y pensaba, solo pensaba.