lunes, 22 de enero de 2018

La primera estrella de la noche

Sumergidos en la plomiza mañana permanecíamos expectantes, la penumbra desoladora nos erizaba la piel, y nublaba nuestro juicio, impidiéndonos ver más allá de nuestra nariz, ya ni pensar en el firmamento incrustado y necio que se resistía a los embates de los primeros rayos solares. El viento característico de esas horas nos acariciaba recordándonos la precariedad de la espera.


Abordamos el autobús que nos llevaría a Tegucigalpa, desde las siete de la mañana hasta las doce del día esperando a que ese maldito cacharro se llenara de gente. Era desesperante escuchar mentira tras mentira, el chofer les decía a los desesperados pasajeros – En una hora nos vamos – alargando la tortura.


Los minutos eran eternos, cada vez que preguntaba la respuesta era la misma; y nos dejaban ahí esperando la hora inalcanzable, esa hora siguiente que no se dignaba a llegar. El reclamo se ahogaba en la gente que inmersos en la necesidad se negaban a decir palabra, temerosos de que el único transporte de salida se negara a llevarlos.


Luego de “la hora siguiente” que es una medición de tiempo equivalente a 300 minutos por fin arrancó el motor del cacharro con ínfulas de jet privado, así como el primer paso, las primeras revoluciones de las ruedas que nos llevarían de San Salvador a Tegucigalpa. Como premonición de lo que nos esperaba comenzó a llover, el llanto del cielo no se cansaba de ducharnos, sin cumplir su objetivo, porque el polvo convertido en fango batía el autobús por toda su anatomía. Los caminos sinuosos eran una tarta de barro con cerezas de piedra y basura, intentamos descansar sin conseguirlo, el trepidar del vehículo nos cimbraba hasta los huesos, que doloridos sólo tenían tregua en las repetidas paradas que hacía el chofer esperando más pasajeros, en cada pueblo, en cada calle de cada pueblo, en cada rincón de cada calle de cada pueblo. Perdimos la noción del tiempo, hasta que la noche nos anunció la llegada de algo, no sólo de la penumbra; llegábamos a Tegucigalpa.


Héctor me miró, algo murmuraba, parecía que aún no se reponía de la tormentosa noche en San Salvador y por su cara adivinaba que en Tegucigalpa no sería mejor.


Después de ver tantos pueblos por la ventana nunca imaginé que ya estábamos en Tegucigalpa, la gente descendía mientras Héctor y yo nos quedábamos en el asiento de atrás despistados, sin saber qué hacer. Se nos acercó la azafata y nos preguntó – ¿Por qué no se bajan? Ya estamos en Tegucigalpa –


La respuesta a ello retumbó en mi cabeza, ya que aquello parecía un poblado de cualquier otro lugar. En el camino de la oscuridad era nuestra última parada, teníamos que desalojar el bus y seguir adelante, aunque más allá de nuestra nariz no se pudiera ver ni un palmo – Vámonos, no nos podemos quedar aquí arriba – me infirió un Héctor atemorizado y nervioso.


Mientras caminábamos por el pasillo del vehículo a punto de salir le pregunté a la azafata – ¿Algún lugar que nos recomiende para pasar la noche? –


– Lo que te recomiendo es no quedarte en la calle, aquí es muy denso, muy pesado, es fácil encontrar la muerte – interrumpió el conductor.


Expulsados del bus, como paridos con fórceps, salíamos a la realidad, una que ni siquiera podíamos ver. Héctor no tomó a la ligera esas palabras – No necesito escuchar más – Presa de mil paranoias le respondí – Ya tuve suficiente de esto –


– ¿Dónde nos venimos a meter? ¿En qué momento se te ocurrió todo? –


Por primera vez lo vi con deseos de salir del camino, pude notar la ansiedad que le generaba la ausencia de una puerta bendita que lo sacara de este viaje que se había convertido en una maldición, si tuviera alas no dudo en que ya hubiera volado lejos a través de esos oscuros cielos.


Lo saqué de sus pensamientos – Venga, vamos al centro, allí todo debe ser diferente –


– No sabemos ni dónde estamos ¿Cómo le hacemos para llegar al centro? –


– En un taxi, es que yo tampoco tengo ni idea de en qué lugar estamos –


Caminamos hacia la avenida, si es que a ese manto irregular de concreto puede llamarse avenida, escasos coches pasaban, tan escasos como piojos en la cabeza de un calvo.  Uno de esos coches tenía vestigios de pintura amarilla, que nos anunciaba que era un taxi. Le hicimos la parada, nos abrió la puerta, y entramos como cerdos al matadero, agolpados y lo más rápido posible; el taxista nos preguntó – ¿A dónde? –


Las palabras que salían de ese pozo carnoso, de piezas dentales sucias eran imposibles de escuchar, su voz no era competencia contra los decibeles del estruendo de la cumbia que retumbaba los cristales – Al centro – respondí adivinando la pregunta.


No me escuchó bien y molesto bajó el infernal ruido de su estéreo que nos taladraba la cabeza – ¿Al centro de qué? –


– No sería al centro de la tierra – Pensé y le dije con la misma hostilidad – Al centro de Tegucigalpa, de esta ciudad en la que estamos –


Detuvo el coche para mirarme bien y soltar una carcajada – ¿Qué es lo que están buscando? –


Héctor me puso una mano en el pecho pidiéndome calma y el habló – Buscamos una posadita, un lugar barato para pasar la noche –


– Aquí lo barato son congales horribles y lo caro es bueno para descansar –


– Barato – Le repetí


El tipo arrancó quemando rueda, con la cumbia a todo volumen y sin mirar quién se atravesaba en las calles aceleró como si estuviéramos en medio de una persecución, por fortuna fue rápido, pero por más que nos acercábamos al centro los paisajes no mejoraban, entonces frenó en seco – Aquí tienes el centro –

La calle desoladora sostenía una posada construida con madera que recordaba a una casa del viejo oeste, como si de ornato se tratara varios hombres embriagados yacían en la puerta del lugar, víctimas de sus malas decisiones y la oferta de veneno disfrazado de pacer. Dividido por una pared un establecimiento con aspiraciones a bar expedía líquidos que nublaban el juicio de sus  clientes. Eran las siete de la noche, pero parecían las once, tan oscuro, tan triste, tan desolador.


El taxista me regresó a la realidad, bajó su cumbia y me dijo – ¿Me pagas? –


– Sí – le solté seco, mientras le daba unas lempiras, él me regresó la vuelta y tan pronto pusimos un pie en la calle arrancó como animal pudiéndose llevar a cualquiera que se pusiera en su camino.


– Tu no aprendes cabezón – me dijo Héctor al ver el panorama


– ¿Y ahora cómo entramos? Está lleno de borrachos tirados –


– Parece que nos vamos a meter a un lugar que es igual de peligroso que la calle –


– Mírate, no vienes vestido como un príncipe precisamente –


Héctor soltó una risa nerviosa y caminó detrás de mi, al entrar los borrachos murmuraban cosas, adiviné que estaban armados y entré apretando el paso.


– ¿Ya viste? –


– Calla –

Héctor también lo notó, esos malandros estaban armados y muy borrachos, empujamos el portal apuntalado con dos puertecitas con bisagras retráctiles, como cantina antigua. Apenas pusimos un pie dentro y el suelo comenzó a refunfuñar, cansado por el paso de los años y de los pasos de los clientes que lo único que buscaban era un lugar para ocultarse. Cruzábamos el patio, mi andar crujía, como las hojas otoñales aplastadas, pronto comprendí que el sonido tenía un origen mucho menos romántico. La consistencia pegajosa que me atrancaba era la combinación de tierra suelta, algo líquido de dudosa procedencia y el contenido de una multitud de exoesqueletos marrones. Las cucarachas apocalípticas que salían a nuestro encuentro, morían kamikazes cumpliendo la tarea de aterrorizarnos, el pestilente camino nos llevó hasta la recepción.




Allí salió un tipo a nuestro encuentro, no era necesario saludar, tampoco mostrar modales – Cuarenta lempiras –


Saqué la cantidad, que en verdad era ridícula, y la puse sobre su mostrador de madera roído por la polilla, el señor nos aclaró que por aquellas monedas teníamos derecho a una habitación para los dos y que el baño era comunitario, nos señaló con la mano en qué dirección quedaba nuestro dormitorio y nos fuimos hasta ahí sin tan siquiera abrir la boca, ni hola, ni gracias, ni hasta luego, menos un buenas noches.


Por el camino Héctor me dijo – Esta madre está peor que la de San Salvador –


– Hay que dejar los zapatos afuera, mis suelas están llenas de cucarachas –


– ¿Y si nos los chingan? –


– Sí, tienes razón, mejor metemos los zapatos debajo de la cama –


– Los míos están llenos de antenas y caparazones –


Entrar a esa habitación era entrar a una dimensión desconocida, algo aterradoramente nuevo, las paredes de madera que parecían sobrepuestas, apenas remachadas con unos cuantos clavos con una fuerza de voluntad envidiable, los tablones pintados de amarillo mostaza se descarapelaban revelando su naturaleza y fragilidad. A golpe de vista la habitación doble carecía de cama, hasta que encontramos un par de catres sin armar, dos pequeñas estructuras tubulares oxidadas que habían visto mejores días hacía mucho pero mucho tiempo.


– ¿Cuál quieres? – le pregunté a Héctor mientras cargaba una de las ligerísimas camas montables.


Héctor me miró con tristeza, esto no era en absoluto gracioso – Aquí está de la chingada, hemos parado en los lugares más horribles de Centroamérica –


– Cierto, podemos hacer un reportaje recomendando los peores hospedajes que existen –


– Lo peor es que el baño es como el de ayer, siempre está ocupado –


– No te preocupes, por los olores parece que es más utilizado el patio donde viven las cucarachas, si quieres ir al baño puedes hacerles una visita –


– ¿Y para bañarnos? –


– De eso olvídate, te juro que si te descalzas en ese baño vas a pillar unos hongos que ni cortándote los pies se te quitarían –


Héctor me respondió con su típica sonrisa nerviosa – Voy a apagar la luz, pase lo que pase no abras los ojos y duerme –


Fue una experiencia extraña, nos quedamos a oscuras y por los orificios de las paredes, la separación entre las tablas y algunas fisuras del techo y el suelo se coló un haz de luz por cada uno de ellos, convergiendo en el centro de nuestra habitación y formando algo parecido a una estrella, una estrella tridimensional con varias puntas.


Héctor no dejó su opinión para después y lo dijo – ¿Ya viste Óscarin? La estrella de Belén en medio de nuestra habitación –


– Lo sabía, no todo podía ser tan malo, es la guía que necesitamos, estamos en el camino, además en unos días es navidad –



La estrella era enorme, la habitación estaba llena de agujeros y los haces de luz se colaban con variación dependiendo de todo lo que se movía a nuestro alrededor, mirando la estrella concilié el sueño intentando olvidar todo, pues mañana sería un día mejor.


Pero el sueño fue muy corto, pues la hora maldita no tardó en aparecer.


Dormía por el cansancio hasta que un fuerte golpe en la pared me hizo abrir los ojos de manera repentina, el corazón me latía con mucha velocidad, golpeando mi pecho, estaba asustado, pero no sabía por qué. La tensión se crecía al punto que el ambiente podría cortarse con un cuchillo. Los gritos de una mujer rompieron la noche me confirmaron mis temores, se escuchaban golpes y sus suplicas – ¡Ya no me pegues Juan! ¡Ya no me pegues más maldito desgraciado! Sólo porque soy mujer y no me puedo defender –


Escuché su llanto y lo que podía adivinarse como más golpes. Las ligeras tablas se movían como si estuvieran a punto de caerse – Tú me delataste y te voy a golpear hasta que te mate, por tu culpa estuve en la cárcel – decía un señor agitado. La mujer seguía suplicando – ¡Ya no me pegues más! – mientras sus últimos lamentos se ahogaban en llanto.


Los golpes no paraban, ni los gritos, ni el llanto; repetían lo mismo en una horripilante secuencia; primero las suplicas de ella, después las amenazas de él y eso no paraba. Poco después llegó otra persona, por la diferente voz y dijo – Ya cálmate Juan, acabas de salir hoy de la cárcel y vas a regresar si matas a tu esposa, guarda esa arma –


– Antes de matarla le voy a dar una golpiza –


– Ya está sangrando Juan, ya párale Juan, ya párale –


Un golpe seco inundó todo el lugar, parecía un bofetada y lo que adivino era la mujer que se estrelló contra la pared y ésta vibró, pensé que se caía y fui consciente del peligro que todos corríamos, un ex convicto a punto de cometer un homicidio, separado de nosotros por unas débiles tablas de madera y nadie lo frenaba. La señora lloraba, gritaba, imploraba – Tus horas están contadas – Le repetía el tipo con infame odio – Pero antes de que te vayas de este mundo, te vas a acordar de mi –


El tipo la estaba torturando, algo teníamos que hacer, miré a Héctor y dormía plácidamente, a veces envidiaba la profundidad de su sueño, pero debía despertarlo sin hacer ruido, pues así como yo les podía escuchar, ellos a nosotros también y eso se podría convertir en una carnicería; lo sentía por mi amigo pero sólo se me ocurrió increparlo con un tremendo tirón de pelos, no quería hacer ruido.


– ¿Qué te pasa carbón? ¿Estás loco? –


Le tapé la boca y me mordió la mano – ¿Qué te pasa? ¿Estás pendejo? –


– ¡Cállate y escucha! –


Héctor había reaccionado muy mal, mientras yo me acariciaba mi mano por el dolor él tenía la cabeza como una palmera, le habían quedado tiesos los pelos. Mientas detrás de esa pared de tablas la tortura no cesaba, los gritos eran más fuertes y los golpes también – Hay que largarnos de aquí, ya no puedo más con esta mierda –


Yo lo detuve para que no se moviera y por accidente le toqué la cara, entonces pude sentir que una lágrima corría por su mejilla – ¿Qué te pasa? ¿Estás muy asustado? ¿Por qué estás llorando? –


– No estoy llorando, pero el puto jalón de pelos que me diste me sacó hasta las lagañas –


– Perdón, pero… –


Otro seco golpe a nuestra pared nos dejó en silencio, esta vez había estado más cerca, la pared vibraba, como si fuera a colapsar – Pásame la pistola Martín, voy a dejar a esta zorra como coladera –


– Cálmate Juan, para qué regresar otra vez a la cárcel –


Un disparo estruendoso marcó el antes y después, miré hacia mi ventana y veía muy lejos el camino a la libertad, la mujer se había callado, extrañaba sus gritos, sus lamentos, el silencio fue testigo del asesinato y nada había después.


Otro disparo y esa ventana por la que podía ver la noche se rompió – Al suelo, bajo la cama estaremos más seguros –


Nos metimos debajo de los catres, poco nos importó la pestilencia de nuestros zapatos llenos de antenas de cucarachas y caparazones. Allí permanecimos mirando el caer del débil marco, mientras el silencio intervalo del conflicto nos aturdía. Un llanto ahogado nos dejó saber que la mujer aún estaba viva, de alguna manera me alegró y después otra voz irrumpía en la habitación – Ya estuvo bueno, yo también estoy armado, o se largan de mi posada o los mato a los tres, váyanse a disparar y a hacer hoyos en casa de su abuela –


Se escucharon más gritos y movimientos, la tensión empeoraba, podría ser el principio de una balacera, Héctor se puso en pie y fue hacía la ventana – ¡Agáchate! ¿Qué haces? –


– Mira Oscarin, hay un contenedor que podría aligerar nuestra caída, sólo son dos pisos, vamos a lanzarnos ya –


Lo detuve y nos quedamos allí mirando como las ratas salían de la basura. El problema se volvió ajeno; el silencio se instaló de la nada y el amanecer nos sorprendió cuando esas tablas habían resistido como si de un muro de hormigón se tratara. Nada quedaba ya con la primera luz de la mañana, incluso esa estrella que se formaba en medio de la habitación había desaparecido.




Ilustraciones: Efraín Dorantes
Este relato es un capítulo del libro "La Tierra de la Involución" de Óscar Fernández


sábado, 13 de enero de 2018

Gélido carmín

Otra vez Héctor y yo caminando hacia lo incierto, habíamos aprendido a andar el sendero de las repúblicas centroamericanas que nos mostraron por primera vez el mundo. Ya era hora de abordar el autobús con destino a San Salvador, capital de uno los países más coloridos de Centroamérica; El Salvador, en el que el corazón de su gente nos salvó del desconcierto que se instala en el que llega a un territorio desconocido. El calor de quienes estuvieron a nuestro paso no nos permitió vaticinar lo que la oscuridad nos aguardaba. 


La enrarecida atmósfera nos recibió a nuestra llegada, el suelo de barro gelatinoso se atrancaba en mi calzado, dificultando mi paso. Concentrado en mi robótico caminar, no alcé la vista hasta después de unos minutos, cuando lo hice la pobreza se dibujó ante mi. El cielo se extendía escuálido y desnudo.


A diferencia de Izalco, la capital salvadoreña nos presentaba a su gente distante, desconfiada y ruda; pero de inmediato comprendimos que era parte del trajín de vida normal en una ciudad que debería ser representativa de la vanguardia del país y se quedaba en un camino de retroceso económico.


Héctor y yo teníamos la facilidad hacer amigos en todos los lugares que visitábamos, pero ese día no habíamos tenido suerte. Agotados por caminar las calles irregulares compramos un par de aguas que vendían en bolsas de plástico; y sin cuestionar su potabilidad las bebimos, a pesar de tener el estómago vacío, y sentados en la entrada de un callejón miramos el desolador atardecer.


Está oscureciendo muy rápido y nos dijeron que esta ciudad es muy peligrosa, tenemos que meternos en algún lado – le dije a Héctor, intentando que mi preocupación no se colara en mis palabras.


– Pues no quisiste hacer amigos, hay que ir a una iglesia y pedirle posada a algún padrecito misericordioso, estamos empezando el viaje y no tenemos ni un quinto, a ver si se apiadan de nosotros –


– Es muy difícil pedir posada todos los días, a veces no hay suerte con la gente, es cierto que venimos descapitalizados, pero noches oscuras como esta hay que buscar un lugar y pagarlo, algo barato, una casa de huéspedes


– Pues ya para salir de este apuro lo que sea, las calles están muy solas –


– Pongámonos en marcha, podría ser peor ¿Qué tal si llega alguien, nos quita lo poco que traemos y nos mete una paliza por encima? –


Héctor se reía con cansancio – Una madriza es lo que menos falta nos hace ahora, ya tengo el cuerpo molido de tanto caminar –


Recorrimos las oscuras calles de un barrio, que para todos los efectos pudiera ser cualquiera, el mismo escenario nos acompañó todo el día, una triste y pobre escenografía con actores ariscos que sólo atinaban a clavarnos hostiles miradas que de ser armas estaríamos muertos. Con cada mala cara que encontramos era el mismo procedimiento; bajar la mirada y apretar el paso. Caminábamos como hormigas perdidas, sin dirección, me detuve, no se veía una sola luz al final de la calle, una sola indicación, entonces en medio de la espesa oscuridad le pregunté a un señor que venía caminando lentamente. Me acerqué y el señor se hizo a un lado atemorizado, escuchó mi manera de hablar y se detuvo – ¿Qué es lo que quiere? –


– En realidad sólo estoy buscando una casa de huéspedes, una pensión, un lugar para quedarnos mi amigo y yo –


El tipo me miró de arriba abajo, como bien dije era un señor mayor No es bueno caminar estas calles sin conocerlas, hasta los que vivimos aquí corremos peligro, lo que te recomiendo es que llegues al final de la calle y dobles la esquina, allí hay un lugar, no es nada bonito, pero es mejor que estar afuera


Le quise agradecer, pero el señor se esfumó rápidamente en dirección contraria dejándome con la palabra en la boca; Héctor  reaccionó y me dijo – Es mejor que caminemos rápido –


Al doblar la esquina vimos esa pequeña luz que era toda nuestra esperanza, nuestra horrible esperanza y entramos. El cochambre en las paredes, la madera vencida y putrefacta aferrada a las trabes, pero al volver la vista a la calle el lugar no se veía tan hostil. La voz de un anciano con cara de pocos amigos me sacó de mis pensamientos – ¿Qué quieren?


Héctor me miró indeciso y se me adelantó respondiendo al vetusto – Pasar la noche –


 – ¿Y cómo llegaron aquí? –


– Caminando por la calle –

El señor nos miró como si fuéramos un par de tarados, después de esa respuesta de Héctor se rascó su calva cabeza y movió el bigote – Vengan por aquí –


Subimos por la escalera que rechinaba a cada pisada, protestaba por su existencia y después en el segundo piso encontramos la que sería nuestra habitación, la llave no servía así que de un puntapié el viejo abrió la puerta – Aquí es


Miré las grietas en la manchada pared blanca, una sola cama con dos sábanas, la habitación no tenía baño y la puerta estaba con el seguro roto – ¿Entonces aquí es?


El señor me miraba desafiante, tal vez no le gustó mi expresión de asombro – Sí, aquí es, si quieren pasar la noche en esta habitación me tienes que pagar ya, sino pueden irse a otro lugar –


Era evidente que no había otro lugar mejor, me dio precio y le pagué sin rechistar, fue muy barato, pero entendí que por ese hospedaje no se podía exigir más. El regordete anciano salió de la habitación sin decir palabra, cerré la puerta y me senté en una esquina de la dura cama, pero en menos de 30 segundos el anciano regresó, empujó la puerta y la abrió por completo – Si quieren ir al baño a mitad del pasillo hay uno, allí se pueden bañar, sólo asegúrense de que no esté ocupado – Y volvió a cerrar con violencia la puerta.


Con ese hecho nos dejaba saber que nuestra seguridad y nuestras garantías de privacidad no existían – Bueno ¿Por ese precio qué querías? –


Héctor jugaba con sus manos hecho un manojo de nervios – Sí en la calle no asaltaran sería mejor quedarnos afuera –


Parecía gracioso, pero era más verdad que mentira, ninguno de los dos se reía, el ambiente había cambiado de una manera extraña, como si un profundo miedo y preocupación se apoderaran de mi, pero, no era la puerta, ni el lugar tan deteriorado, allí había algo más y Héctor lo dijo, me sacó de mis negros pensamientos – No sé qué me pasa, pero me siento muy raro, es como si hubiera algo aquí –


Le respondí con una mirada, sin decirle nada, me estaba leyendo el pensamiento, pero no había explicación, menos palabras y cambié la conversación – ¡Puff, qué calor hace aquí! –


– Tienes razón Óscarin, hace un chingo de calor, pero estoy muy cansado y siento que no voy a poder dormir –


– Siempre dices lo mismo y cuando pones la cabeza en la almohada empiezas a roncar como carcacha sin bujías


Mi comentario cumplió su cometido sacándole una mustia sonrisa a mi amigo, mientras nos metíamos en la cama apagamos la luz. La gruesa oscuridad no ocultaba mi angustia, quería convencerme de que era todo invención mía pero la pesadez no me dejaba casi respirar. Intenté acomodarme en cama, pero el colchón lastimaba en cada movimiento, había que encontrar el molde como cuando las piezas de un puzle se unen. Los ronquidos de Héctor hacían eco y pronto empezó a sudar como un cerdo, transpiraba como si lo hubieran bañado a cubetazos.


Media hora después y al sentir mojada toda la cama me levanté – ¿Qué te pasa? –


– Así no podemos dormir, sudas como si te hubiera acabado de parir un burro – le dije.


– Pues tu te mueves como si tuvieras Parkinson –


– Hagamos una cosa, levántate y ayúdame a poner el colchón en el suelo, así uno se queda en la base de la cama y otro en el colchón, no creo que haya diferencia para dormir en uno o en el otro –


 – Ya no digas tonterías que se me va a ir el sueño


– Entonces ayúdame


Entre los dos pusimos el colchón en el suelo y cada uno agarró una sábana – ¿Abajo o arriba? –


 – Arriba – dijo Héctor


– De acuerdo, entonces quédate con la sábana donde te estabas derritiendo –


Se empezó a reír y me tocó apagar la luz. Aún separados era imposible conciliar el sueño, adivinaba 30 grados de temperatura en San Salvador en plena noche, ya no quería pensar más y cerré los ojos, quería descansar un poco, pero para mi desgracia no me fue posible; empecé a escuchar ruidos.


La piel se me erizó, los ruidos eran muy raros, oía lo que parecía un golpeteo a un portón metálico, era constante y con mucha fuerza y después cuando todo se callaba los perros aullaban como si lamentaran algo. Venían largas pausas de silencio y después el portón, luego los perros.


No sé en qué momento me dormí, pero eso empeoraría las cosas, lejos de un sueño reparador vino una terrible experiencia, que no tiene explicación, aun hoy en día Héctor y yo no podemos descifrar lo que pasó aquella noche en San Salvador.


En un tiempo onírico, me visualicé en esa misma habitación, recuerdo que levanté la cabeza del colchón al escuchar como abrían la puerta lentamente, yo volteaba cuidadoso y con atención para mirar quién iba a entrar, pero atrás de esa puerta solo pude percibir una silueta, era alguien que se escondía, tal vez dudaba en entrar, poco después y con mayor claridad observé una sombra pequeñita que empujó la puerta y al abrirse por completo pude ver que se trataba de una niña. 


Contrario al ambiente aterrador he de confesar que no sentí miedo, era curiosidad, me quedé inmóvil esperándola, la niña decidida entró y se quedó parada en el quicio de la puerta.


Sus pequeños y redondos ojos no se apartaban de mí; la luz que se colaba por la ventana le iluminaban tenuemente, su rebelde melena negra se agitaba aún cuando no hacía viento, podía ver el rojo carmín de su vestido, pero no veía esas piernas que la traían hasta mi. Para cuando llegó a mi lado ya le esperaba al pie del colchón, pero cuando me dio la mano para que le acompañara, no era necesario que me dijera nada, era un lenguaje no hablado, ella quería mostrarme algo y yo estaba dispuesto a ver, sentí su manita asirme con fuerza y un gélido relámpago me recorrió. Jamás había sentido tanto frío, su mano era como tomar un tempano de hielo, y entonces pensé en la muerte, pues la muerte es fría, me repetía a mi mismo en lo que me quedaba de conciencia. 


Me levantó de la cama y yo me dejé llevar; juntos cruzamos esa puerta y bajamos esas escaleras subversivas que ya no se quejaban con cada paso, llegamos al recibidor y reconocí el lugar, era donde había estado horas antes. El desconcierto me invadió, sabía que era un sueño, más la desesperación por saber a dónde me llevaba este paseo daba vueltas en mi cabeza, pero no entendía nada, solo sentía como si el momento fuera tan real, su helada mano me lo recordaba todo el tiempo. Me detuve y ella seguía con la vista al frente, yo que me quedé atrás sin soltarla y le pregunté – ¿Qué es lo que necesitas de mi niña? –


Pensé que iba a girar la cabeza, fueron los segundos más largos, hasta que escapó una carcajada inocente de su boca, no sé qué pasó, es como si se hubiera arrepentido la pequeña y cambió de dirección, sus manos frías me llevaron de vuelta a mi habitación, fue tan real que vi a Héctor tendido justo en la base de la cama, todo estaba como lo habíamos dejado; la niña me soltó y el calor regresó a mi cuerpo.


No me devolvió más la mirada se subió ayudándose con sus pequeñas manos al colchón donde Héctor descansaba y empezó a saltar. Pude verla divirtiéndose aunque no sonreía, empezaba a saltar y miraba como la cabeza y el cuerpo de mi amigo se movían a causa de los impulsos para saltar de la pequeña. Yo estaba consciente y le dije – No hagas eso, vas a despertar a mi amigo –


Ella siguió saltando con más fuerza, como si no le hubiera importado lo que yo decía, de pronto vi como sus ojos se tornaron rojos y sus carcajadas se fueron transformando hasta sonar estruendosas, me atrevería a decir diabólicas, pero su sonrisa fue lo que me paralizó, se quedó en mi cabeza mientras yo palidecía.


Vi a Héctor incorporarse y lanzarse hasta el colchón en el suelo donde estaba yo, y eso me despertó – ¡Alguien está saltando en mi cama! te lo juro Óscarin –


Abrí los ojos y ya no había nadie, sólo los resortes de la base de la cama que se sumían y regresaban a su posición natural y muy a lo lejos seguía escuchado el eco de esas horribles carcajadas, pero ahora no tenía duda, ya estaba despierto.


Héctor estaba muy asustado, encendió la luz y me tomó por los hombros – ¿Qué es esto? Algo está pasando aquí –


Yo no supe responderle, poco a poco el colchón dejó de moverse y las carcajadas se perdieron a lo lejos, entonces le pregunté a Héctor – ¿Estás bien? –


Héctor estaba agitado – Me asusté demasiado, soñé que una niña saltaba sobre mi cama y escuché esas terribles carcajadas, tú también las escuchaste ¿verdad? –


Sin poder creer lo que Héctor me decía, lo miré y le dije – ¿La niña tenía un vestido rojo? –

– ¡Cállate! ¿Por qué quieres asustarme? –


– Si quieres subimos el colchón y dormimos juntos –


– ¿Qué es lo que está pasando? ¿Qué hay aquí? Te dije que había algo, lo presentí desde que llegamos –


– ¿Tenía las manos frías? –


– Y los pies también, pero ya no sigas – Me lo dijo llevándose las manos a la cara.


Subimos el colchón – Anda ayúdame – y lo dejamos como estaba en un principio, mirando las sucias grietas de la pared me quedé pensando.


– Yo ya no quiero dormir, mejor nos quedamos despiertos –


– Aun son las 4 de la mañana, falta mucho para que amanezca –


Miraba la noche oscura por la ventana, se me cerraban los ojos, pero Héctor no me permitía dormir, movía mi cuerpo hasta que me incorporara – Dijimos que esperaríamos a que amaneciera para largarnos de aquí –


Yo no le decía nada, a pesar del agotamiento que sentía, en cuanto el primer rayo de luz solar rompió el cielo nos pusimos en pie, aunque la mañana fuese turbia recogimos nuestras pocas cosas y dejamos abierta la habitación sin seguro. Al bajar encontramos en la recepción al mismo señor, yo pensaba en irme sin despedirme, pero el salió a nuestro encuentro, nos miró con la misma amabilidad de la noche anterior, y no dijo nada.


La mirada que nos habían proferido él y todas las personas con quienes nos cruzamos nos atacó de nuevo, esa extraña malicia provocó hacerme películas en la cabeza ¿Por qué la niña me hizo bajar hasta la recepción? Quise atar cabos y miré al viejo con desdén, como si fuera un asesino, me lo imaginé descuartizando a la pequeña, me imaginé tantas cosas, pero no dije nada, si por medio del sueño había resuelto un supuesto crimen de nada me serviría.


Salimos del horrible lugar justo hasta la estación de autobuses, caminamos pesados mirando esas tristes calles que por las noches helaban la sangre, recordaba las gélidas manos de la niña y la oscura noche, afuera no había perros, ni portón metálico; aceleré mi paso y seguí a Héctor, que quiso fingir que nada había sucedido, pero le inquietaba algo – ¿A dónde vamos ahora? –


– A Tegucigalpa, Honduras, ¿Lo olvidaste? –


– No, ya lo recordé –



Y sin mucho afán seguimos nuestras andanzas por tierras centroamericanas, cruzamos de El Salvador a Honduras y el clima se volvía más frío, se congelaban nuestras esperanzas, así como las manos de esa niña me habían congelado el alma.



Ilustraciones: Efraín Dorantes
Este relato es un capítulo del libro "La Tierra de la Involución" de Óscar Fernández