Mi nombre
seguía circulando por los pasillos de la escuela, mis travesuras y mis andanzas
eran contadas a manera de chiste. El mito corría como una locomotora sin frenos
a toda velocidad y a punto de descarriarse. Una hazaña parecía no poder superar
a la próxima, pero por más imposible que pareciera, siempre superaba con creces
lo hecho anteriormente, no sabía cómo, pero lo lograba, yo mismo estaba
asombrado, pero más que asombrado estaba cansado, era momento de meter el freno
a fondo y salir por la puerta grande. Sería lo último que verían de mí y tenía
que ser un cierre triunfal; ese fin que me inmortalizara, pero que al mismo
tiempo me diera alivio, si provocaba mi propia expulsión de la escuela al fin
podría liberarme de este pesado lastre.
Era un total
despiste, dándole las buenas noches al día, no sabía si en el mundo exterior
había oscuridad o luz, yo era el ejemplo en la escuela del peor alumno, pero
eso no me importaba, hasta los grandes caían, lo había dicho Pompín; el
profesor de historia universal, cuando se refirió a una de las siete maravillas
del mundo antiguo; El Coloso de Rodas, construida en 292 Antes de Cristo, hecha
de bronce y armazón de hierro para venerar a Helios, el dios del sol y por más
imponente y grande que era fue derribada por un terremoto, no era yo
precisamente un Coloso, como el que se había construido en la isla Griega de
Rodas para celebrar una victoria, pero sí tenía muy claro que el triunfo y el
fracaso son temporales y todos tenemos nuestro álgido momento.
Lo estaba
meditando, como el suicida que dormía, como el cáncer antes de atacar, quería
que me dejaran en paz, o que esto se acabara de una vez por todas. Las peleas
no tenían fin, los golpes se habían recrudecido y como nadie me debía amistad
la saña era cada vez más fuerte. Pensé en muchas ocasiones que lo mejor sería
que me expulsaran, si algún tipo de niebla nublaba la vista de mis padres, si
no podían escuchar el grito desgarrador y desesperado de mi alma, suplicando
por un poco de compasión, de aceptación y si fuera posible, un poco de cariño,
lograría que me expulsaran, e iría en busca de mi horizonte nuevo y mejor.
Con los días
mi nuevo adquirido optimismo se desgastó, la soledad me carcomía, y las hormigas
que me molestaban ya no se iban nunca, estaban todo el tiempo desde que
despertaba hasta irme a la cama, no me dejaban dormir, sentía mi sangre pesada,
odiaba la comida, el aire que respiraba, no tenía sed, sólo cansancio, sólo me sentía
exhausto, quería que todo se terminara, no sólo el colegio o el día de clases,
necesitaba que todo terminara, no podía soportar un grito más, una mirada de
desprecio más; creía que si volvía a escuchar a mi padre lamentar mi
existencia o recordarme el poco cerebro que tengo reventaría por dentro, el
dolor convertido en pus caliente, fluidos infecciosos acabarían por desgarrar
mis tejidos y me llevaría a mi mejor horizonte, a un lugar de descanso para mí,
donde quizá no me quisieran, pero tampoco me odiaran; si el día cotidiano en
casa era fatal, ¿qué podía esperar del resto de la gente?
Llegó el día
en que me pareció demasiado, no pasó nada en particular, no hubo eventos
extraños, ni siquiera algo que me hiciera reventar, sólo pensé que para mí era
suficiente. Caminé despacio por la casa pensando en lo que pasaría cuando no
estuviera más allí, ¿Notarían mi ausencia? claro que sí, ya no habría a quién
gritarle, a quien insultar; por otro lado pensé que sería un alivio para mi
familia, ya no tendrían que lidiar conmigo, con el fastidio que yo les
significaba, era el mejor regalo que podría darle a mi padre, librarse de mí,
de su monserga, de su castigo divino de por vida; quizá entonces me amaría, por
haberlo librado de mí.
Ya no pensaba
en la expulsión de la escuela, lo mejor era tomar un atajo, desaparecer, caer
en mil pedazos como El Coloso de Rodas, un terremoto sacudió mi mente y cambie
de pronto la expulsión por el suicidio, eso era mejor, y más fácil.
Seguí
descalzo hasta la cocina, antes de suicidarse era bueno comer un bocadillo de
queso. Sentía el frío del suelo despidiéndose de mí; no me graduaría de la
universidad, no me enamoraría, no tendría hijos; pero a quién quería engañar,
seguro no terminaría ni la secundaria, nadie querría estar con un fracasado como
yo y mucho menos tener hijos conmigo. Este último pensamiento me animó a abrir
las llaves de la estufa, cuando vi a un miserable ratón entrar en ella, ese
pequeño animal me reforzó la idea, nos asfixiaríamos juntos; Las abrí hasta el
tope, hasta que escuché el butano salir de los hornillos, caminé hasta mi
habitación y me eché a dormir, este sería el último viaje, el último sueño;
todo estaría mejor al despertar, aunque no pude evitar pensar en Miranda diciéndome
– Me arrepiento, no quiero morir – pero pensé que al menos Miranda tenía una
madre que le amaba, que intentaba estar con él, yo no tenía a nadie de mi lado
nunca, eso me animó a seguir y me levanté a rectificar que el gas escapara a
toda presión.
El mundo era
nublado, corría queriendo escapar y de pronto abrí los ojos, la luz me cegó un
segundo, pero al siguiente reconocí mi habitación, no entendía nada; pensé que
era posible que fuera un fantasma, que me rehusaba a abandonar la tierra y
ahora vagaría en ella para toda la eternidad, pero entonces sentí el viento; y
hasta donde yo tenía conocimiento los fantasmas no sienten; me levanté de la
cama y el frío suelo que me recibió me confirmó que no estaba muerto. Aún
estaba solo en la casa, el olor a gas era perceptible, pero tenue; algo era
claro, o tenía un súper poder o el gas de casa era de muy mala calidad,
teníamos que considerar en cambiar de compañía, este gas ni para asfixiarse
sirve, luego de recorrer la casa me di cuenta de lo que había pasado.
En mi
melancolía había olvidado revisar las ventanas, todas abiertas; así mis deseos
de morir se habían escapado por las ventanas junto con el gas; ni siquiera eso
podía hace bien, con lo caro que estaba el gas; me sentí más fracasado que
nunca, había salido ileso de mi intento de suicidio, incluso el ratón, que
seguía merodeando, parecía reírse de mi atrás de la estufa, solo le faltaba
hablar para decirme – Si tuviera tus brazos y mi cerebro hubiera cerrado las
ventanas yo mismo –
Otro
bocadillo de queso, pues ya estando en la nevera aproveché y pronto llegó el
autobús de la escuela, y como no era un fantasma lo tenía que abordar; pero
había algo en lo que tenía un rotundo éxito, encontrar formas de distraerme; y
fue así como días después de mi fallido intento de pasar a mejor plano estaba
en mi pupitre, la clase era de matemáticas, siempre me gustaron los números,
pero los profesores solían explicar muchas veces la misma cosa, así que solía
aburrirme con rapidez; esta no era la excepción, no sé bien en qué número de
repetición iría, pero yo estaba ya en otro cosmos, hipnotizado chocando mis
pies uno contra el otro, entretenido en mi péndulo de Newton nunca noté que el
profesor había dejado de hablar y se acercaba a mí a grandes zancadas.
De la nada el
suelo que estaba debajo de mí desapareció, mis pies que antes se movían de un
lado al otro lentamente volaban como dos trapos sin voluntad, volteé para ver
qué era la fuerza que me succionaba de mi asiento con tanto poder; era el
profesor; que me tenía tomado de la camisa y me llevaba en vilo hasta la puerta.
El aire se cortó en mi garganta, sabía que el profesor, aventajado sobre mí en
peso y estatura me llevaba como a un muñeco hacia el acceso del aula, pero no
sabía por qué, de hecho aún no lo sé, quizá al profesor nunca le gustaron los
péndulos de Newton.
El
furioso educador tomó impulso, como si mi cuerpo fuera una bolsa con desechos
en su interior, y me lanzó fuera del salón; en mi vuelo alcancé a ver la mirada
de mis compañeros, de sorpresa, de enojo; pero el profesor era la autoridad y
yo y mis anárquicos pies lo estábamos sintiendo.
Permanecí
tirado en una esquina del pasillo, intentando asimilar lo que acababa de
suceder, miré hacia el salón y vi al profesor Raúl Raya cerrando la puerta con
brusquedad, visiblemente molesto. La cólera se apoderó de mi alma, sentía que
me hervía la sangre, quería todo a mi alrededor, la escuela, la vida fueran muy
pequeñas, del tamaño de una hormiga y poder aplastar todo con mis manos, no
tendría compasión, como nadie la tenía conmigo. Mi malévola fantasía fue
interrumpida por el Coordinador, en sus acostumbrados rondines – Fernández,
¿qué haces afuera de clase? – Nervioso argüí una respuesta – Nada profesor,
solo voy al baño – No podía culpar a nadie por no creer en mí – ¿Y tiene
pensado irse arrastrando como las serpientes? Lo normal es ir caminando, es
usted tan raro Fernández – ofendido increpé – Pero ya no he hecho nada –
Don Camarón
como también se le conocía a nuestro coordinador ya había tomado su camino a la
oficina, pero cuando me escuchó decir aquello volteó y me miró de arriba abajo
poniéndose más rojo que de costumbre – Sus reportes dicen lo contrario –
entrelíneas “No sea cínico Fernández” pero fingí que no recibía ese mensaje y
seguí en mi defensa – Pero usted dijo que no había problema si no llegaba a los
cien reportes – le dije inocente. El Coordinador no pudo contener su risa –
Pero Fernández, hasta donde yo iba ya habías acumulado 128 reportes, eres el
nuevo récord de toda la escuela, es una lástima que no te podamos nominar a los
Record Güines. Mejor vete lejos, donde nadie pueda verte –
La última
frase de ese hombre me cayó como bomba, como una enorme lápida de piedra,
monolito infernal que aplastaba todas mis esperanzas, mis expectativas, ya no
hice más caso, supuse que había terminado de hablar porque me di media vuelta y
corrí, corrí hasta donde mis piernas pudieron resistir, llegué al baño y ahí me
refugié hasta que terminó la clase de matemáticas. Sólo quedaba una clase;
laboratorio de biología, sólo necesitaba resistir una clase más.
Laboratorio,
y por si no me había bastado debí suponer que algo terrible estaba por suceder;
primero mi fallido intento de suicidio, después escuchar a mis compañeros
burlándose – ¿Viste como el profesor de matemáticas echó al gallego por los
aires? –
– Sí, parecía
un muñeco –
Me tuve que
fumar todos esos estúpidos comentarios, y sus risas, yo solo miraba a mis pies,
pero qué mayor señal quería para meter el freno a fondo de esa locomotora que
era imparable, sucedían las cosas incluso en contra de mi voluntad, lo pensé
mejor y podía sentirse en el ambiente, hoy era el gran día; el ultimo día,
tenía que conseguir la maldita expulsión.
La paz que
precedía la tormenta eran segundos de angustia, las tres de la tarde estaban a
punto de marcarse para siempre en la historia de ese colegio, ya todo el mundo
tenía listas sus cosas para salir por patas en cuanto sonara el timbre; y así,
en cuanto el sonido de la campana rompió el silencio escolar el laboratorio se
convirtió en un mercado estruendoso. Salimos corriendo, despavoridos, como si
dentro algo se estuviera quemando, empujándonos, riendo, se había acabado la
tortura. Poco antes de cruzar el portal del colegio noté que mi suéter no
estaba, ¡genial! Corrí hasta el laboratorio, que en segundos había quedado
vacío, pero no lo hallé, recordé que se había quedado en el respaldo de mi
pupitre cuando el profesor me lanzó por los aires, así que subí corriendo por
él, sólo Dios sabe lo que mi padre me hubiera hecho si pierdo una pieza del
uniforme.
Crucé la
puerta del aula a toda velocidad y choqué de frene con Román, que al verme se
irguió en una pose violenta, retadora; como un minotauro, era evidente que mi
presencia le era una desagradable sorpresa.
Román era un
chico rebelde, pero callado, de muy bajo perfil y el destino me lo había puesto
para cometer una de las fechorías jamás nunca vistas; todo se dio de una manera
extraña, era como si el destino me estuviera ayudando a fraguar mi venganza,
una venganza letal.
Asomé
discretamente la cabeza hacia lo que Román escondía en su mano, era un mechero;
mis ojos de inmediato se posaron en la papelera; ¡Ajá! el brinoncillo prendería
fuego a algo ¡Qué divertido! ¿Cómo no lo pensé antes?, quemar la escuela, noté
que Román se sentía cada vez más incómodo, así que en un paso de arlequín y
sonriendo di un salto hasta la papelera, del suéter ni siquiera me acordara –
¿Qué haces Román? – Dije curioso – Nada que interese Gallego – Sentí el tono de
mi compañero, no confiaba en mí – No le voy a decir a nadie, yo te ayudo a
prenderle fuego a la escuela –
Román me miró
asustado, ese rebelde de poca monta tal vez me vio dispuesto a todo, tragó
saliva y dijo – Voy a quemar la libreta de reportes, para que no nos expulsen,
además te haría un favor, el de matemáticas te puso en la lista –
– ¿Cómo la
conseguiste? –
– Le tuve que
dar unos golpes al jefe de grupo y me la dio –
Me decepcioné
y le dije – Es una pena, hubiera sido mejor prenderle lumbre a la papelera, si
ese bote de basura ardiera podría arder toda esta mierda, junto con los
reportes y los pupitres –
Román se
sorprendía al escucharme, amaba la idea, pero al mismo tiempo tenía miedo,
podíamos hacer historia juntos, quemar la escuela era salir por la puerta
grande. Lo dejé que pensara y me asomé al pasillo, no había nadie y fui hasta
el salón de maestros, tomé el frasco de alcohol del botiquín y le dije – Es
momento –
– ¿Estás
loco? –
– Tu también
–
Ni tardo ni
perezoso tomé mi posición en la puerta del aula, mirando hacia afuera, en menos
de lo que había calculado Román salió corriendo, casi arrollándome – ¡Corre! –
me ordenó con prisa. Miré hacia atrás y la danza de las llamas me hipnotizó,
¡claro que correría! pero quería ver aquello arder un segundo. Las lenguas
color cereza se volvían doradas y se perdían, qué pena no tener una cámara de
video a la mano para filmar eso que sería como una película de acción, con el
fuego, no se necesitarían efectos especiales.
Grande fue mi
desilusión cuando al segundo siguiente el fuego se fue apagando ¿Qué había
pasado? Me acerqué con cautela y a medida que lo hacía las llamas retrocedían,
como si me tuvieran miedo. Cuando llegué a la papelera eso estaba más apagado
que un cementerio. De inmediato noté que Román había dejado el mechero y el
frasco con alcohol.
Esta vez no
sería un intento fallido, tomé el alcohol y lo vacié en la papelera, y los
alrededores, así que sin pensarlo dos veces sacrifiqué una de mis libretas para
el fuego, como una ofrenda, más alcohol
y cuando creí que todo estaba listo puse el mechero encendido en las breves
esquinas del papel que se asomaban de la papelera, la flama fue descomunal,
alcanzó el techo; su calor acarició mi rostro con tal fuerza que erizó algunas
de mis pestañas. Ya no hubo tiempo para más contemplaciones, salí a toda
velocidad del aula, cerré la puerta fingiendo tranquilidad y caminé rápido por
el pasillo.
Las llamas me
saludaban desde la ventana transparente, supe que esta vez lo había hecho bien,
era momento de cruzar el patio y llegar a la salida, menuda travesura, nadie me
había visto; y yo nunca había visto fuego tan de cerca, todo era muy
emocionante; era el crimen perfecto, hasta que sentí una gruesa mano en mi
hombro que me regresaba en mis pasos, sentí que iba a desfallecer, el corazón
me latió con más fuerza, pero a otro ritmo, al compás del pánico; sentí cómo un
sudor helado me recorría, cuando volteé ni siquiera podía respirar. Ante mí
estaba el profesor de dibujo, ahí enorme y pazguato como era; con su bigote
poblado y ojos aletargados – No lleves así tu block de dibujo, los ácidos de
tus manos dañan los trazos –
“Menudo
imbécil” pensé, a quién le importaban las láminas del block cuando en mi mente
estaba pensado en reducirlo todo a cenizas, lo miré con pánico y me soltó
extrañado, por suerte ese pazguato jamás podría atar cabos, con sudor en mi
cara seguí mi camino sin detenerme, sin darle la atención y sin mirar atrás,
veía la salida lejos, aún tenía que atravesar el largo patio, y lo hice,
verificando que nadie estuviera cerca de mí, apurando el paso, y es que a esa
hora ya casi no había ni un alma en la escuela.
Crucé el
umbral sin despedirme de Don Max, el portero y cuando estuve a un par de calles
del colegio sonreí para mí mismo, era la primera vez que
hacía una travesura, ¡y cacho travesura!, y no era
descubierto, por otro lado no podía dejar de pensar en las flamas, el fuego
danzante que lamía el pasillo y hasta el techo con el poder del alcohol, qué
bonito y qué brillante, pero no tanto como yo; que prendí fuego a la papelera, y al aula, y no fui
descubierto; pedazo muchacho.
El destino
era incierto, tanto el de la escuela como el mío, tantas injusticias no me
dejaban sentir remordimiento, solo podía recordar esas flamas furiosas como mi
alma devorar todo a su paso, ¿Y mañana? ¿Qué pasaría mañana al llegar a la
escuela?
Continuará…
Alguna vez en los descansos que me doy de la psicología, di clases de Inglés en una escuela a jóvenes, un día uno de ellos, desde el salón, en mi clase, frente a mis ojos, se levantó sobre su pupitre en la esquina última del aula, abrió la ventana, sacó un encendedor, prendió una mecha fija a la pared por fuera de la escuela y se escuchó el estallido de una bomba Molotov en el baño de maestros hombres, Afortunadamente el maestro objetivo entró a esa hora en el tercer baño y salió ileso!... Me acordé de ésto, por que veo en mi trabajo, cuánta desilusión, dolor y rabia llegan a generar algun@s educadores cuando no conocen y no comprenden la naturaleza y complejidad del ser humano adolescente. Aquel alumno, de la bomba, era el terror de la prépa y mi mejor estudiante en Inglés!... Ya quiero leer la siguiente parte de ésta historia!...
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