sábado, 21 de abril de 2018

Piel de Durazno en la ventana


La gran y prestigiosa escuela no estaba hecha para mí, al principio pensé que eso era malo, pero con el tiempo comprendí que la vida es difícil y más aún cuando las decisiones no dependen de nosotros.


Intentar mejorar en ese ambiente tan hostil era como querer cultivar en las piedras, para mi desgracia me habían apuntado al comedor y al transporte escolar; donde las cosas se pondrían muy complicadas, para ampliar mi terrible historial, aunque esto pareciera imposible. A pesar de eso me las había apañado para hacer un par de amigos, más que amigos eran cómplices; uno de ellos; Macrino, de nombre David; su mote estaba claro, o más bien no, no hay nadie en la tierra que pueda tener tan horrible apodo.


Macrino; un moreno oscuro y de cabello negro como sus intenciones; era muy gracioso, sonreía todo el tiempo. El otro Mosquetero de la desgracia era Ravelo Quesada, con ese nombre no hubo necesidad de ponerle apodo. Ravelo era un muchacho tan pálido como yo, tenía un peinado como de palmera en el desierto, casi amarillento.


Aunque los tres compartíamos edades y grados no íbamos en la misma clase, era por ello que no habíamos simpatizado tan rápido. Macrino, Ravelo y yo viajábamos en el transporte escolar, los únicos tres miembros del nivel secundaria, porque el desordenado cardumen que llenaba el vehículo pertenecía a la primaria. Conduciendo y sin decir una sola palabra iba el chofer, parecía que le pagaban para galopar como los caballos, sin quitar la vista del camino; auxiliado y para controlar nuestro descontrol había una profesora que llevaba un ojo al camino y otro a nosotros, porque sabía que aprovechábamos cada descuido para molestar a nuestros compañeritos de viaje.


Algo que resultaba un poco vergonzoso, era que solía confraternizar mejor con los chiquillos de primaria que con mis compañeros de clase; pero no era el único, a Macrino y a Ravelo les pasaba lo mismo, así que el regreso a casa era de algarabía, gritos y bromas pesadas; sobre todo por Macrino, quien en este momento me gustaría aclarar que me caía muy bien, como me enseñó la vida que pocas personas nos pueden caer. Mi acanelado compañero era irrespetuoso, sarcástico e irreverente, nadie merecía su compasión, ni siquiera su propia madre; pero tenía gracia y nunca paraba de sonreír, por ello se le perdonaba todo.


En ese circo llamado transporte estaban Sandoval y Emmanuel, un par de niños de quinto de primaria que servían de actores secundarios, y como tales luchaban por seguirnos el paso. Nos respondían todos los insultos, por horribles que parecieran, nosotros entonces atacábamos con estocadas verbales más profundas, pero Sandoval y Emmanuel salían siempre avantes, era entonces momento de hacer uso de la escoba, un recurso que habíamos encontrado denigrante y muy, pero muy gracioso.


Ahí estaba, abandonada, sucia, en una esquina del autobús; con las cerdas tan abiertas que parecía un enorme cepillo dental usado por años. Alguien la descubrió, nunca supimos quién, pero este héroe anónimo empuñó la escoba, como si de una ágil espada se tratara y la puso en la cabeza de algún desgraciado desprevenido; las risas estallaron, había nacido una nueva tradición.


Por obviedad es de suponerse que la profesora destinada a vigilar aquel transporte rozaba peligrosamente la locura; y cómo no; con Macrino, Ravelo, Sandoval, Emmanuel y yo a bordo habría bastado, pero como la vida es injusta, además estaba el hervidero de pequeñitos que se esforzaban por estar a la altura. Golpes, gritos, empujones; un lloriqueo por allí, callado por burlas; la escoba en la cabeza de alguien y luego verla volar por los aires; más gritos; era lógico que casi todos los días el Coordinador recibiera quejas, mismas que no eran tomadas muy en cuenta.


El regreso a casa fue el habitual caos; hasta que notamos que Macrino insultaba acaloradamente a Cintia, una niña de sexto grado, aquel bochorno no era sino el resultado del desamor; Macrino había pedido a la damita ser su novia, y como ella se rehusó desató la ira del Kraken.


– A ella no le gustaban los sinvergüenzas y abusivos – Le dije al Macrino mientras este se daba la vuelta y decía – Pues entonces que se vaya a la mierda –


Ya no había límites, ni respeto; afuera del autobús se tenían que escuchar nuestros gritos, era un descontrol total; y como todas las tardes Ravelo, cantaba con todas sus fuerzas – Al chofi no se le para, al chofi no se le para, al chofi no se le para, no sele para el camión –


La profesora que nos cuidaba se deshacía en gritos para pedirnos prudencia y respeto, pero nosotros respondíamos con más descaro y desorden, que sólo se calmaba cuando nos iba dejando uno a uno en nuestras respectivas casas.


No recuerdo la voz del chofer, solo se reía de vez en cuando, no respondía a nada, a ningún insulto, era un verdadero papanatas, y lo digo sin recordar su cara, solo ese mostacho poblado y su pelo largo de rizos que le cubrían la nuca, como cuando empezó su carrera Marco Antonio Solís “El Bucky”


Me sentía en una olla de presión, no sabía qué era peor, las expectativas no alcanzadas; o las personas que me rodeaban. Lo cierto es que todas las travesuras, las risas que ellas me traían, el asombro y aprobación de Macrino y Ravelo; como la admiración de Sandoval y Emmanuel salvan mi alma del venidero infierno.


Como todas las tardes esperaba ansioso el transporte escolar, en ese lugar podía descargar toda la frustración de un día malo, realmente malo. Ravelo había faltado a clases esa mañana, así que bromeaba sólo con Macrino, hasta que se me ocurrió una gran idea, algo muy descabellado, pero todo era cuestión de ponerse a prueba. Sin titubear le solté a la cara – A que no te atreves a sacar el culo por la ventana –


Macrino arqueó las cejas, riendo frenéticamente; cuando notó que aquello iba en serio tomó una gran bocanada de aire, se puso de pie; y a pesar del movimiento del autobús se las apañó para ágilmente desabrochar el cinturón que ceñía su cintura, hizo lo propio con el botón del pantalón y bajó la bragueta.


Puso un pie sobre el asiento y de un impulso se halló de pie en la plaza. Bajó en un segundo sus pantalones y sacó su negro culo por la ventana trasera.


Yo me quedé admirado como quien ve a un maestro, con admiración miraba ese espectáculo, jamás pensé que Macrino fuera capaz de hacerlo. A la misma velocidad que había desmontado sus ropas las volvió a colocar en su sitio, se sentó junto a mí, riendo triunfante y me sentenció – ¿Ves? ahora te toca a ti español maricón –


Esa afrenta tendría que pagarla, literalmente, con el culo; además yo había lanzado el duelo, no podía dar un solo pasa atrás; así que ni tardo ni perezoso repetí la maniobra de Macrino, y pegué mi trasero desnudo en el frío cristal, riendo empecé a moverlo de un lado a otro; no puedo imaginar la cara de los transeúntes y automovilistas que vieron aquello.


Pocos momentos en mi vida habían sido tan divertidos, y a la vez tan hilarantes; la risa de Macrino invadía todo mi entorno, veía sus ojos a punto de salir de su rostro por el asombro; mi compañerito me admiraba, me respetaba por mi valor de hacer aquello. Pero nada puede ser eterno, y menos mi ascenso a deidad; ese etéreo momento fue interrumpido por un grito, algo peor que un fuerte chillido.


– ¡Esto es inaudito, en mi vida había visto algo así! – Era la profesora histérica; neurótica, como si estuviera yo profanando alguna figura religiosa en la capilla de San Pedro.


Aun me dio tiempo de bromear, tal vez fue un impulso de los nervios y le dije a Macrino – Creo que tu culo negro es lo inaudito –


– O tu culo lampiño le dio envidia a la profesora –


– Calla, que esto va en serio –


Pero más en serio fue cuando nos dijo – Voy a preparar un reporte dirigido a su coordinador, ustedes dos no pueden seguir aquí, en el trasporte –


Macrino se puso blanco y yo con la boca seca, los labios secos, el lagrimal seco. ¿Cómo iba yo a saber que al ver el alboroto la señora se dignaría a detener el autobús para ir a ver lo que estaba pasando? No era adivino para tener acceso a la información del futuro, nunca lo hacía, gritaba y vociferaba, pero nada más. Sobra decir que me puse mi ropa tan rápido como saltaba del asiento y fui tras ella para pedirle, para rogarle que no nos reportara; pero la señora, ahora de cabello revuelto no me hacía caso, ni la mirada me devolvía.


Le quise tocar un hombro para que me devolviera su mirada, pero con un gesto de asco me dijo – No me toques con esas manos –


Cierto, me había agarrado el culo y sin decir más regresé a mi asiendo donde un arrepentido y cabizbajo Macrino me esperaba, no era para tanto, sólo tendría que dejar de tomar el autobús. Toda la tarde barajé mis opciones y me convencí de que no tenía nada que temer, después de todo mi padre me llevaba por las mañanas y por las tardes ya vería cómo resolver el problema del transporte, cualquier castigo podía llevarlo con dignidad, ya lo había hecho antes; aunque nada de mis reprimendas anteriores podía haberme preparado para lo que se me avecinaba.


Claro está que del incidente del asiento trasero nada conté en casa, llegué al colegio tan normal como podía ser, entré a mi aula y ocupé mi sitio, como todos los días. Esa mañana la primera clase era de Biología, el profesor entró como era su costumbre y comenzó a pasar la lista, con su voz de borracho, muy lentamente y adormeciéndonos con su pesadez; Javier Vázquez, biólogo y especialista en cantinas. Luego de unos minutos de clase irrumpió en el salón el Coordinador, al verlo mi corazón estalló en taquicardia, lo peor fue cuando me pidió que lo acompañara a su oficina, salí de clase tragando saliva, me faltaba el aire; sentía que mis latidos romperían mi esternón. Pero lo peor fue salir y ver a Macrino y a Ravelo esperando afuera también. Miré a Macrino y no pude sostener la mirada, estaba aterrorizado.


Ravelo aprovechó que el Coordinador tardó un momento en salir y nos reclamó – ¿Y ahora qué hicieron par de idiotas? por la culpa de ustedes me van a joder a mí también –


 Macrino no parecía tan mortificado, y desgarbado como era su costumbre intentó clamarlo – Mejor no reclames, si hubieras ido ayer, seguro hubieras hecho lo mismo que nosotros –


Ravelo perdió el control, nos dio la espalda y golpeó el muro de ladrillos con su puño; justo en ese momento salía el Coordinador del aula, arqueó las cejas intrigado por la reacción del muchacho – ¿Pasa algo? – Ravelo no respondió, pero Macrino se adelantó a responder negativamente y yo hice lo propio. Antes de recibir cualquier indicación del académico Ravelo reclamó su presencia en esta reunión – Yo no tengo nada que ver en lo que pasó ayer – aclaró indignado. El Coordinador fingió una sonrisa y movió la cabeza de un lado a otro – Pasemos a mi oficina –


Cuando por fin estuvimos los tres en la oficina del Coordinador éste rodeó su escritorio, tomó su sitio habitual y cogió unas cuantas hojas de su escritorio; reportes, y más reportes de la terrible conducta que hasta ese día habían sido ignorados. Aquel hombre, ese Camarón enorme sostenía con la punta de sus dedos los papeles que contenían los relatos de nuestras andanzas; hablaba sobre todo del espectáculo del trasero; todo visto desde la perspectiva de la profesora ofendida. Cuando las letras que formaban las palabras que delataban nuestra horrorosa conducta se terminaron Ravelo tomó la palabra para abogar por su persona, después de todo él no había estado presente y su estadía en esa oficina era obra de una injusticia; pero el Coordinador prestó poca atención a las palabras de mi compañero, denunciado rufián que de acuerdo con la maestra del autobús no merecía más crédito o confianza que Macrino o yo; además de que el reporte del trasero incluía el nombre de los tres; así que el Coordinador procedió a dictar sentencia – Óscar Fernández, David Morales y Enrique Ravelo Quesada están expulsados definitivamente del transporte, no tienen ya derecho a él, la falta cometida es muy grave, en cuanto a continuar en la escuela lo pensaré y les pido que lo piensen también ustedes, tienen quince días para descansar en casa –


De reojo vi al Macrino, la imborrable sonrisa había desaparecido, mientras Ravelo se negó a mirarnos, de hecho nos retiró su amistad desde aquel día y nunca más nos volvió a hablar.


No sé por qué era tan hipócrita Ravelo, ya teníamos un reporte anterior los tres por bajarnos la cremallera y poner nuestro dedo simulando un pene, esa hazaña hacía gritar a nuestras compañeras del autobús y la profesora nos había visto y advertido, ahora era la gota que derramaba el vaso, poner nuestro trasero desnudo en la ventana.


Me gustaría decir que esto fue una lección aprendida, que cuando llegué a casa vi a mis padres decepcionados, deshechos por mis acciones; pero comprensivos. Me gustaría contar que mi padre me abrazó sabiendo que estaba roto por dentro, que llevaba meses queriendo gritarle al mundo que si me despreciaba el sentimiento sería mutuo; mi padre, como sólo los valientes, limpiaría mi llanto, me habría dicho que todo iba a estar bien, que me entendía; que comprendía lo difícil que habría sido para mí adaptarme al país y a un nuevo colegio, me habría explicado del choque de culturas; y que al final los españoles no somos malos, es solo que México aún cura esas cicatrices queloides de la conquista con mucha cautela.


Me encantaría decir entonces que en su perorata mi padre habría dejado escapar varias lágrimas al ver a su vástago sufriendo del cruel acoso de sus compañeros, que le comía el seso y no lo dejaba pensar en nada más. Pero entonces, conmovido y optimista secaría su llanto y me diría que todo mejoraría, pondríamos todo el empeño en “sacar el buey de la barranca” y juntos, como familia, como padre e hijo superaríamos esto. Que no soy tonto, mucho menos gilipollas; y ya no digamos pendejo, que por su mente jamás pasaría que yo, su muchacho fuera un hijo de puta; que a sus ojos era un niño que valía mucho, un niño por el que valía la pena luchar.


Quisiera decir que mi madre en su infinito amor me cobijó en su regazo y me juró que esto era sólo un tropiezo, que todos los tenemos. Me confesaría entonces que sentía no haber notado los síntomas de mi evidente depresión, pero todo cambiaría de ahora en adelante; me abrazaría tan fuerte que podría escuchar su corazón como seguramente lo hice cuando habité su vientre; y me sentiría seguro de nuevo. Entonces mi madre sonreiría, me diría que no estaba bien ir por el mundo enseñando el culo, que no me educó para eso, pero que pasan cosas peores en las noticias, tampoco entendería por qué tanto escándalo. Y justo ahí, en ese momento tan especial, mi madre me daría la mayor y mejor declaración de amor que ninguna mujer podría darme; mirándome a los ojos me diría que no hay nadie como yo, que cualquiera desearía tener mi ingenio y mi destreza; y ni hablar de mi creatividad.


Mi madre me diría que no cambiaría nada de mí, que soy perfecto, y que al ver a todos los niños que conocía se sentía orgullosa de haberme parido a mí, que yo era el amor de su vida; y que estaba segura que nadie se comparaba conmigo, además me diría que estaba orgullosa de mi, sí, orgullosa, a pesar de todo.


Pero no quiero contar mentiras, tal vez eso podría pasar en un universo paralelo…


Los días de suspensión pasaron lentamente, mi único contacto con el exterior eran las llamadas de Macrino, que aunque tenía chispa ya no era muy brillante y de cautela mejor no hablamos; un día de esos que llamó confundió a mi madre conmigo, ¡a mi madre! Lo peor es que ella al negarse reconocer mi personalidad fue mandada muy lejos.


– Ya no te hagas pendejo Gallego –


Mi madre me dio el teléfono – Es para ti, una de tus finísimas amistades –


Tomé la llamada y le reclamé a Macrino haber hecho blanco de un montón de vulgaridades a mi madre; y sí, una raya más al tigre.


Pero Macrino no dijo más que – Con esa voz de maricón que tienes es fácil confundirte con mujeres, ya a todos nos cambió la voz –


No pude evitar reírme, iba retrasado en el cambio de voz, en estatura, en todo; pero en el fondo eso no tenía importancia, sino esa suspensión que me carcomía dentro de casa, sin guarida, aun peor que en el mundo exterior.


Fueron días complicados, si el infierno existe, está compuesto por esos quince días.


A mi regreso al colegio era una celebridad, funesta, pero famosa al fin. Se me conocía como El Gallego, y para varias costumbres eso no era sinónimo de algo bueno, las anécdotas de mis travesuras se contaban una y otra vez, pasaban de boca en boca por todo el alumnado; claro sin nada de gloria, así que no había actos valerosos e intrépidos, no había asombro ni admiración, eran sólo historias, cuentos de estupidez. No faltó mucho tiempo para que el acoso escolar hacia mi persona se extendiera, ya no sólo era mi clase la que se ensañaba conmigo, eran de varias clases, de varios grados.


No sé si para mi fortuna o desgracia, siempre estaba a mi lado Macrino, ya era entonces sabido que formábamos una especie de dúo dinámico, pero del desastre. Sé que estar en compañía de mi amigo me salvó de muchas cosas, pero no podía exentar todos los peligros. La burla era algo de todos los días, a mis espaldas y en mi cara, se me reiteraba una y otra vez lo que había aprendido en casa; era idiota. La peor parte siempre la llevó mi mochila, que aparecía colgada de los lugares más inimaginables, como el enorme escudo escolar que adornaba el patio, o sobre el Cristo crucificado del católico colegio, decían que era para encomendarme a la divinidad, todos estallaban en carcajadas burlándose de mí. Nadie escuchaba mis gritos de auxilio, menos mi coordinador; que me ignoraba cuando le decía que mis repetidas faltas a clase habían sido porque siempre me escondían los libros en alguno de los baños; y la escuela era tan grande que podía llevarme horas encontrarlos. A decir verdad, estaba pagando por mis imprudencias, tenía la batalla perdida.


Pasaron un par de semanas y Ravelo desapareció de la escuela, poco tiempo después Macrino se esfumó también, los padres de ambos habían decidido sacarlos de ese colegio, y con ello me confinaron a la soledad entre la muchedumbre de nuevo.


Días después de su cambio de escuela Macrino me llamaba para contarme lo contento que estaba en ese nuevo colegio, la carga de asignaturas era más ligera, así que le era más sencillo poner atención en clases y por lo tanto aprender. Me alegraba por él, sentía esperanza, era una pequeñita y delgada vena que alimentaba el tumor de optimismo que había muy debajo de las placas de mi tristeza.


Con el tiempo el nombre de Macrino fue olvidado, solo tres meses en la secundaria habían sido suficientes para él; y es que en una escuela tan grande, con miles de personas había que estar a la vanguardia y teniendo hazañas interesantes todo el tiempo. Mi amigo estaba en un lugar más tranquilo ya había encontrado la orilla, y yo seguía en medio de este mar picado, luchando contra las brutales olas.


Cuantas veces intenté pasar desapercibido, pero en ocasiones me resultaba imposible. Un día caminaba por el patio, rodeado de todos ellos, pero nadie estaba conmigo, yo era el indeseable, lo tenía bien asumido; suspiré profundo y volteé a ver a un chico que corría a toda velocidad con los cordones sueltos, pensé que no tardaría en caer como saco de patatas; y me reí conmigo imaginando el suceso, pero algo ahogó mi risa.


Un proyectil enorme y pesado se estrelló contra mi pecho, podía sentir pulgada a pulgada hundiéndose en mi carne, creí que rompería mis huesos como cristales y que las astillas de éstos se encajarían en mi tejido blando; el aire dejó de fluir de súbito, la presión del proyectil me aplastaba desde la boca del estómago hasta la clavícula, estaba desconcertado; un segundo después cuando el balón de baloncesto que me había golpeado cayó al suelo yo caí con él, el dolor era insoportable e iba acompañado de un terrible ardor, sentía que me habían desprendido la piel y rociado con zumo de limón, traté de abrir los ojos, no podía ver, todo era borroso a mi alrededor.


Inhalé aire con la boca, todo el que más pude, pero se quedaba atascado en mi garganta, no llegaba a mis pulmones. Un sonido ahogado empezó a llegar a mis oídos, era como si alguien hablara debajo del agua, eran cánticos, alguien estaba cantando; de hecho eran varias voces. Cuando pude recobrar un poco la conciencia escuché claramente a un grupo de alumnos cantando – ¡Que se levante y que llore, que se levante y que llore! – seguía sin poder respirar, me retorcía en el suelo, hasta que pude ponerme en posición fetal; no sabía quiénes eran, pero ellos a mí sí me conocían, lo supe cuando uno de ellos gritó – Miren es el Gallego – y reían celebrando mi tortura. Cuando me pude poner de pie salí lo más rápido que pude, sus risas eran varios balones que se estrellaban contra mí, los balones de su deporte favorito; la humillación.


Me refugié en las aulas de mecanografía, allí miré por la ventana y pude verlos, eran unos niños más grandes que yo, tal vez del ultimo grado de la secundaria. No sé qué les motivaba a ensañarse conmigo, yo jamás les había visto, mucho menos sabía quiénes eran; en la soledad me quedé pensando si ya era momento de partir de nuevo a mi planeta, total, aquí a nadie le importaba, por el contrario; mi único amigo se había ido de la escuela, el Macrino, pero días después llegaría un nuevo amigo a mi vida, alguien con mucho valor a quien jamás podría olvidar, y lo perdería con rapidez, tal vez yo dormía como el cáncer, lo que tocaba se moría, pero esta vez no sería mi culpa.




sábado, 14 de abril de 2018

Alma de Cristal

El alma de un joven es frágil como un cristal, hay hechos que la pueden destruir y cambiar para siempre, solo es una pequeña pared y cuando se derrumba ya nada vuelve a ser igual.


De pronto sentí que avanzaba sin caminar, estaba en esa escuela secundaria, donde los delincuentes, marginados y recluidos ocupaban las aulas, yo con un fracaso a cuestas de la primera expulsión en mi anterior colegio no podía buscar una segunda, pero me di cuenta que lo valía, cuando descubrí que mis garantías eran tan frágiles como el cristal que me separaba del mundo, esa mañana supe que una segunda expulsión valdría la pena.


Yo no tenía que planear nada, todo se daría de una manera natural, así como la misma muerte, alguien me iba a entregar como entregaron a Jesús, y no tardarían en hacerlo, los que vendrían iban a ser unos días complicados, cargados de agonía, pero como toda enfermedad terminal termina con el descanso.


La muerte de Annie me llevó a reflexionar, como cualquier evento de esta naturaleza lo hace, en la brevedad de la existencia, en cómo había dejado pasar el tiempo, como un río que contemplaba sin permitirme cruzar, ya no digamos llevarme en su corriente; varios nombres azuzaron mi mente Wally, Calderon, Miranda, Gaby y Annie. No todo había sido amargo, aun cuando los años de ese ritmo de tristezas, fracasos, disgustos y mal sabores empezaban a cobrarme la factura.


Pero al seguir en este mundo era hora de apretar el paso, y así lo hice al saldar mi deuda de dos asignaturas para finiquitar mi educación secundaria; y así fue como entré directamente al bachillerato, pero no hubo diferencia; me había empecinado en volver a la educación regular, ya no quería seguir en esa escuela abierta, donde tres años se cursaban en meses, pero en mi casa rechazaron mi petición y decidieron dejarme en aquel lugar, no tuve más opción que seguir allí, sin esperanza de que aquello pudiera mejorar.


El primer de día de mi educación preparatoria, que no parecía más que la continuación de la misma monserga, comenzó con una clase muy particular, impartida por una profesora que podría ser cualquiera. Delgada figura que calculé rondara los 45 años y me llamó la atención que no paraba de hablar sobre el poder la honestidad y la honradez.


Su cátedra de civismo se prolongó casi por todo el tiempo que debería abarcar su clase. Parecía una persona correcta, cabal que no sabía dónde se acababa de meter, casi todos los profesores abandonaban la tarea de ilustrarnos a los tres meses de estar ahí. Luego de terminar su perorata sonrió, quizá sabiendo que la tabarra habría sido suficiente. Nos habló luego del día de las madres que se acercaba y ella nos mostró un catálogo de perfumes y fragancias. Un rayo partió mi cabeza, le regalaría algo que por primera vez en mucho tiempo a mi madre. Recordé con amargura cómo dos años atrás le había regalado un pato al que le había puesto su nombre y ella me mandó a la calle con todo y pato. Pero un perfume era una idea genial.


La profesora nos habló de la importancia de nuestras madres en la vida, y en cierto modo nos hipnotizó con aquel catálogo de perfumes que pareció no importarle a nadie, excepto a mí; el aula quedó vacía – ¡Profesora! yo quiero uno –


Lo elegí y acordé llevar el dinero al día siguiente. No debía ser caro, pues en aquel tiempo pocas monedas pasaban por mis manos, sería realmente un sacrificio. Entonces pensé en hablar con mi hermano y juntando nuestros capitales seguro compraríamos algo mejor; rompimos la hucha, el cerdito de las monedas y las contamos, en mi cabeza ya estaba clara la idea del perfume.


Al día siguiente llegué temprano por la mañana con la profesora y con toda seguridad decidí un mejor perfume, la profesora arqueó las cejas y dijo – Muy buena elección, te lo traigo mañana – Al momento de recibirme el dinero.


Se acercaba el día de las madres y la profesora no había cumplido su promesa, ella solo sabía habar de honestidad, pero algo andaba mal, pude sentirlo, pasaban los días y llegó la fecha tan esperada con ilusión que se convirtió en un calvario. Luego de varios días la profesora se esfumó, se fue con el dinero mío y de mi hermano; no podía creerlo, creo que yo había sido el único estúpido que había caído en la estafa.


No podía solo con el peso del mundo a mis espaldas y le conté a mi hermano – Ya nos jodieron –


Una risilla nerviosa siempre me acompañaba en los peores momentos, y él rompió en llanto exigiéndome de vuelta su dinero; al ver el alboroto llegó mi padre y se enteró de todo, pero lo que él pensó era que yo había estafado a mi hermano y sin tener manera de defenderme me quedé callado, mi reputación no era la mejor, pero aunque nunca hablaba de honestidad jamás le haría algo así a alguien, me sentí defraudado por la profesora y ahora yo cargaba con sus culpas.


Yo era como un maldito amuleto de mala suerte, aunque a decir verdad nunca pensé que una autoridad me defraudaría, y menos alguien que hablaba de honestidad con tanto fervor, pero así pasa, los idiotas nos comemos todo el marrón, pero aquí no acabó la cosa, mi padre le dijo a mi hermano – ¿Y tú como haces tratos con este, que ya lo conoces? –


No sabía si reír o llorar, mi hermano optó por llorar amargamente y en sus lágrimas la ilusión de regalar algo a mi madre que por primera vez valiera la pena se esfumaba para dar paso a mi realidad, a la eterna noción de que nada podía hacer correctamente y esta era sólo una vez más de la miles en las que no hacía nada bien.


Mi hermano era más pequeño, y tal vez las cosas le afectaban más. Mi autoestima llevaba tiempo bajo cero, era como el clima de Rusia, así que poco podía dolerme lo que me decía mi padre, me sentía más mal por el acto que por sus palabras, pero al final el desenlace no fue tan malo. Mi padre compró algo a nombre de los tres, siendo franco ya no recuerdo muy bien lo que sucedió, pero tenía la ilusión de hacer el regalo yo mismo, pasó desapercibida la fecha y mi brillante idea. Encontramos una cajita musical con una bailarina de cristal, tan frágil como el momento, con el tiempo la cajita quedó olvidada y la muñeca transparente me acompañaba en los bolsillos, la tomé como rehén.


Queda comprobado; “A los profetas los reconoceréis por sus actos, no por sus palabras”. ¿Qué más puedo decir?, en esa escuelucha hasta los profesores eran delincuentes, la verdad me había marcado a mi corta edad la facilidad que tenía esa mujer para hablar de honestidad y la facilidad que tenía para engañar a sus alumnos, ¿Qué estaba sembrando?, gente que no creyera en los demás, gente que no creyera en nadie, pero gracias a eso surgió una idea.


La noche había cocinado mis demonios, llegué  a la escuela furioso buscando como el toro a quien atravesar; y mi objetivo estaba muy claro. Atravesé el portal listo, gritando mi furia, buscando a José el mas maldito de los alumnos, tenía ganas de que me diera una paliza para quedarme en casa de baja unos cuantos días, y si tenía suerte me mandaría al hospital.


Pero a mi paso se cruzó Druppy, ese cobarde monumento a la obesidad juvenil, que con ojos desorbitados como el resto de los presentes atestiguaban mi desenfreno por encontrar al engendro aquel al que proclamaban su Jefe.


– ¿Dónde está el maldito José? – Nadie lo podía creer, a decir verdad ni yo tampoco, pensaron que me había vuelto loco. Sin recibir respuesta arremetí contra Druppy a quien pregunté con ironía – ¿Es divertido molestar a la gente? – pensando en mis amigos que tanto daño sufrieron, entre ellos Annie, aquella chica desfigurada por una enfermedad y que era mofa de estos idiotas.


Druppy nervioso quiso desviar la atención, abogando al miedo que podrían acarrearle mis nada sensatas palabras – No sé qué quieres Galleguito – la estúpida respuesta sólo logró encolerizarme más, de mis entrañas provino una llamarada que llegó hasta mi corazón, y bajó por mi brazo, enterrándose en su estómago con vehemencia. El tipo palideció postrándose de rodillas ante mí.


Al otro lado del edificio, ajeno al alboroto estaba José cuando Román llegó a él ahogándose en el cotilleo barato y la desesperación – ¡El Gallego está como poseído y te está buscando! – José rió por debajo de la nariz – Pues ya me encontró –


No le tomó más de 250 pasos llegar hasta mí. Me sonreía como el jefe de la mafia a un novato luego de aprobar la prueba de iniciación, pero aquel desgraciado no se compara con esos criminales, aun cuando se pudiera hablar de su crueldad, porque la mafia conoce el honor.


Podría jurar que aplaudiría, pero en su lugar José dejó caer una frase, más bien, una pregunta – Por cierto ¿Dónde dejaste a Freddy Krueguer? – refiriéndose a la recién fallecida Annie, pero supongo que en la escuela nadie sabía que estaba muerta a excepción de mí. Un respiro profundo me llevó a un palmo de José – ¡Esto es Freddy Krueguer! – le dije al estrellar mi puño contra su rostro, deformándolo, escuché sus huesecillos como una cucaracha pisada, mientras su nariz al respirar emulaba el chillido de una rata. Luego de aquel encontronazo de mis carnes contra las suyas pensé que comenzaría un linchamiento, pero él se empezó a reír a carcajadas, primero tímido para luego dar paso al estruendo – Date por muerto, pendejo – me sentenció.


– No puedo esperar a morir – dije dejando a todos sus adoradores con la boca abierta, el me daba la espalada desafiante – A la hora de la salida y fuera de la escuela voy a tener tiempo para dejar embarrados tus sesos en la calle –


– Esta vez no será cuando tú quieras, me da igual que nos expulsen, es ahora o nunca – sin miramientos me fui contra él, dispuesto a todo, era momento de matar o morir, pero José no cometía esos errores, él no perdía la cabeza, sabía las técnicas de las peleas callejeras y sin mayor esfuerzo me redujo con un par de rodillazos. Me fue imposible incorporarme, por más que luché contra mi cuerpo golpeado. Aun cuando pudiera pensarse lo contrario, la dosis de adrenalina fue justo lo que mi fisiología necesitaba para encontrar la paz, me sumergí en la oscuridad, me dejé llevar por la pesada manta que me cubrió mientras escuchaba entre los murmullos de mis músculos quejarse por los golpes – Este ya tuvo suficiente –


Quedé tumbado en el patio, como cadáver cuyo espíritu ya le habría abandonado, dejándolo a su merced. Me puse en pie en cuanto me fue posible, caminé pesadamente al servicio, me miré al espejo, con compasión y con desprecio, como quien observa a un perdedor. No había marca alguna en mi rostro, como cualquier miembro de la  desaparecida Honorable Policía Judicial, José se había asegurado de no dejar marcas visibles de sus golpes.


Me dolía respirar, las costillas en verdad me lastimaban al jalar aire, supe que ese colegio no me traería nada bueno y un buen día dejé de asistir a la escuela, me uní al grupo de los que jugaban al billar y allí solía pasar las mañanas, mi padre me dejaba en la escuela; y en cuanto veía su auto marcharse yo salía a la calle. En el colegio sufría, no aprendía nada, no avanzaba; en el billar me divertía, me olvidaba de mis problemas e incluso sentía que aprendía lecciones que en otra situación no podría.


El billar resultó adictivo, olvidé la escuela y me ausenté de allí algunas semanas. El dinero destinado a los exámenes lo invertía en desayunos y en el juego. Además de que mi colegiatura se reflejó en una colección especial de discos; Metallica, Guns and Roses, Kiss, Depeche Mode, Iron Maiden, Aerosmith entre otros, engrosaban mi repisa de música, utilicé los recursos en lo que en ese momento creí era importante y aprendí a escuchar buenos grupos.


Esa fue la mejor decisión. Me alejé de los conflictos, refugiado en la música y el juego, ya nunca me enfadaba, todo era motivo de risa y diversión, aun cuando mis habilidades con los tacos de billar eran cuestionables yo ponía mi mejor esfuerzo en mejorar. Luego de unas semanas consideré prudente poner pie en la escuela, sólo por visitar y mirar cómo iba todo. Fue mi maldición, apenas crucé el umbral de ese maldito agujero del infierno y la maestra Elisa me sentenció – Gallego, voy a llamar a tu casa, debes unos exámenes y no has pagado, tampoco has venido, al menos paga y presenta tus asignaturas –


Me sentí amenazado, la idea de regresar de visita a la escuela había sido pésima, tan sólo pensar en pagar un examen más a esa panda de criminales me hizo enfurecer, no me quedaba más que prolongar mi situación en la medida de lo posible hasta encontrar la solución; si mi padre se llegaba a enterar de lo que hacía, podría ir preparando mi funeral. Como un relámpago de genialidad el fin del problema atravesó mi cabeza, desconectaría el teléfono todo los días, así nadie podría llamar, la engreída profesora tenía mi teléfono, pero yo podía cortar los cables de ese teléfono y como en aquellos tiempos no habían móviles ni internet a todo público la comunicación no era tan sencilla.


Y así lo hice todas las mañanas durante el mes siguiente, desconectaba el teléfono antes de salir de casa, y lo conectaba al regresar, pero siempre tenía que estar al pendiente. Después del parapeto regular desayunaba tranquilo con mis amigos en algún restaurante de la zona, luego nos encaminábamos al billar, lo habíamos tomado como una vocación, organizábamos incluso torneos entre nosotros, competencias.


Hubo quien un día había olvidado un guante especial para jugar billar y volvió a su casa por él. El ir y volver le llevó 2 horas y cuando vi el guante no era más que un pedazo delgado de tela, muy parecido a los que usaba George Michael en su video Outside. Este tipo se fanatizaba y pues pasando tantas horas en el billar era normal conocer todo tipo de locos, muchos tenían manías, rituales extraños, pero a fin de cuentas bola 8 era nuestro juego preferido. Después del juego me marchaba solo a la tienda de discos por algo más, cosas nuevas para mí, Megadeath, Scorpions, Pink Floyd, Phil Collins, entre muchos otros. Cansado de mis actividades esperaba paciente en la puerta de la escuela a que llegara mi padre, para subir gris, cansado, casi nunca listo para el futuro.


Llegué a casa y escuché – Estoy cansada de conectar todos los días el teléfono, no sé quién lo desconecta – Una espada disfrazada de la voz enfadada de mi madre se atravesó en mi pecho, cómo quise desaparecer en mi sopa, para luego salir de ella y tirar por la ventana el maldito aparato telefónico, tuve que tomar determinación de volver a aquel lugar, no sabía cómo pagaría las deudas, pero lo primero era eliminar el peligro inminente de que llamaran a mis padres por las faltas y los exámenes en deuda, así que sin dudar al día siguiente estaba cruzando el portal de aquel antro de perdición llamado escuela, y no para escaparme al billar, sino para retomar el camino que había dejado semanas antes.


Para hacer mi regreso triunfal a la porquería aquella elegí el peor día, casi no había alumnado, ni profesores, asistí a una sola clase, no hubo más. Deambulé entre los pasillos, como fantasma buscando el camino a la luz, o a la oscuridad, o a donde fuera pero lejos de ahí. Caminé y recorrí las instalaciones como nunca lo había hecho, hasta que de frente vi el aseo de señoritas. Decidí entrar, no había quién mirara, por lo tanto no habría quien se mofara de mí. Al final del pasillo dividido por unas mamparas estaba una escalera de marino que conducía al techo, sin pensarlo subí y descubrí la azotea del colegio a la que tuve acceso por un tragaluz.


Eso era una belleza, no sabía cómo no lo había encontrado antes, aquel era el lugar perfecto para mí, con el sol golpeándolo con fuerza, moteado por la sombra de algunos árboles insolentes que llegaban a ser tan altos, podía ver no sólo el barrio, sino la ciudad entera, se respiraba aire limpio, aquel en definitiva era mi lugar.


Tenía que compartir con alguien el momento y saqué de mi bolsillo aquella muñequita de cristal, esa que estaba destinada a bailar encerrada en una caja por la eternidad, pero al ver la luz conmigo varios colores atravesaron su alma de cristal, no decía nada pero era transparente, translucida y yo sentía que sus ojos brillaban.


El tiempo pasó volando junto a las aves que me rodearon el techo, era todo muy bello, pero tenía que volver al mundo, levanté con cuidado el domo que abría la cloaca de mis pesadillas y comencé a bajar cauteloso, hasta que algo me hizo temblar de miedo, era una mano que me sujetaba el tobillo, me agaché para asegurarme, era Manuel, el hijo del director que con todo su peso se colgó de mi pierna. Quise volver arriba, pero ya era demasiado tarde, el baño se llenó de gente, el hijo del director y sus amigos estaban esperándome allí con insultos y gritos, ya no sentía mi pierna, pensé por un momento que estaba a punto de perderla.


La situación empeoraba cuando más de esos tipos se colgaron de mis piernas, aguanté su peso porque era más mi terror de romperme la boca contra las escaleras si me soltaba. Después sentí unos duros puñetazos en mis tobillos que casi lograban ablandarme, y seguí firme y colgado, yo quise emprender el camino de vuelta, pero no me sería posible con un tipo colgado en mí y otros dos golpeándome, entonces supe que mis brazos no resistirían demasiado el peso y tuve que dejarme caer al lado opuesto de la escalera.


Llevaba a mi muñequita de cristal entre las manos y ella cayó primero que yo, rompiéndose en mil pedazos, vaticinando mi destino, habían destruido a la pequeña cristal, mientras los golpes de esos malnacidos hacían rechinar mis huesos – ¡Maldito Gallego! – no recuerdo que pasó o más bien no sé describir la escena, como pude me puse en pie, quería enfrentarles, pero eran demasiados, un golpe seco en la espalda me hizo caer casi inconsciente, no había entendido el por qué se habían limitado a golpearme en el cuerpo y no en el rostro, pronto descubrí que el plan inicial era, después de golpearme hasta cansarse entregarme a la coordinadora por estar en el baño de mujeres.


Tuve dos caídas, fue el recorrido más largo que jamás había tenido, los golpes no cesaban, por el contrario, quien podía golpearme lo hacía y yo seguía sin comprender tanto odio, me salió una gota de sangre por la nariz y los miré – ¿Por qué me odiáis tanto? Yo no fui quien le quemó los pies a Cuauhtémoc –


Mi osadía me costó un fuerte puñetazo en la cara y el hijo del director se alarmó – Dijimos que en la cara no, mejor le metemos la muñeca de cristal por el culo, seguro por eso la tenía –


Se me partió el labio por dentro y les escupí mi sangre en la cara, eso provocó que se enfurecieran y la última parte del viacrucis fuera más letal, me descubrieron el pecho y me llevaron a golpes, zancadillas, patadas por detrás y bajaron mis pantalones.


– Ya métele la muñeca, así en trozos –


Me salvaron unos segundos, pues estábamos a punto de entrar a la oficina de la coordinadora, cuando una voz me sacó de mis pensamientos – Péinate español, para que te vea guapo la maestra Elisa – los demás estallaron en risas, entramos a la oficina de la autoridad en turno como la pandilla de cuatreros cazadores que triunfantes vuelven con la presa en una pica – Eres una inútil Elisa – Sentenció el hijo director, la coordinadora se sonrojó, impotente sabía que desafiar al hijo de su jefe podría costarle el empleo – Encontramos al Gallego en la azotea, se puede caer alguien desde allí, esto te va a costar Elisa, el cerdo este andaba sin pantalones y entró por el baño de mujeres para espiarlas, además traía una muñeca de cristal –


Nada de eso era verdad, pero no podía ni hablar, estaba torturado y con los pantalones abajo, pero una voz me sacó de mis pensamientos, era la coordinadora Elisa que dijo – Esto no vuelve a pasar, este alumno está expulsado de la escuela –


El hijo del director sonrió, sabía que la autoridad en la institución era él, así que con su tarea cumplida se marchó satisfecho, seguido por su pandilla de criminales inútiles – Adiós galán, ya me contaron lo de Annie, seguro que te va mejor en otra escuela –


– Gente como vosotros nunca llegará lejos ¡malditos hipócritas! – Mis palabras provocaron más risas y a lo lejos me decían adiós con la mano, burlándose y con carcajadas – Adiós conquistador, rey de los gallegos –


La coordinadora se sentó en su escritorio y luego de un larguísimo suspiro digitó los números que le comunicarían a mi casa, luego de unos segundos alguien respondió ¡maldita sea! estaba conectado el teléfono, todo había terminado ya.


La conversación que sostuvo la coordinadora con quien le respondió al teléfono en mi casa no la recuerdo, los temblores que me generaba la ansiedad y el dolor de mis destruidos músculos hacían mi entorno un conjunto de imágenes y sonidos borrosos. Justo después de colgar comenzó a sermonearme, no podría decir sobre qué porque tampoco lo recuerdo, mis ojos perdidos intentaban clavarse en ella para concentrarme, pero no lo conseguía, lo que sí recuerdo fue una sentencia, pero no esa conversación, yo aún estaba tratando de superar el shock, no añadí nada en mi defensa, no tenía sentido, solo escuché un último comentario en el que Elisa me decía que para que alguien fuese expulsado de esa escuela es porque ya estaba listo para ingresar en prisión, yo solo pensaba que tal vez hay gente más peligrosa andando por las calles, con respecto a la expulsión creo que me hacían un favor.


La coordinadora se marchó dejándome solo con mis instintos pirómanos, impulsos que nacieron en el momento que vi el mechero y sus cigarros que se había dejado sobre el escritorio, cómo quisiera poder prender fuego a aquel lugar, pero por desgracia no tenía alcohol ni gasolina. Pensé que lo único positivo es que nunca tendría que volverles a ver la cara, aun me dolía todo, pero justo reparaba en ello cuando escuché un estruendo, un relámpago que distorsionaba la aparente calma de aquella oficina, pero no era ningún fenómeno meteorológico, ese ruido yo lo conocía, de toda la vida; era la voz de mi padre, que en su volumen más alto sonaban más malas palabras que los hinchas del atlético de Madrid; un temblor sacudió mi cuerpo, me bañé en sudor frío, podía sentir vibrar la puerta, ella temblaba al compás de los gritos de mi padre, ese día como muchos otros deseé ser invisible.


Nada de lo que hubiera vivido antes pudo prepararme para lo que se avecinaba; vi girar el picaporte y entrar a mi padre, cargado de odio y de coraje, como el toro que entra furioso, cansado y dispuesto a todo en el ruedo. Me puse en pie, temblando tomé aire para empezar a explicar, pero antes de que pudiera articular cualquier palabra mi padre me atestó un golpe que me cimbró las ideas. Era todo lo que me faltaba, un bofetón que me desarticulara el cuello.


En el centro del dantesco escenario estábamos mi padre y yo; él descargando su furia desde un lenguaje que era incorrecto hasta para el peor bar del peor barrio. La coordinadora que hacía unos minutos estaba crecida como un pavo ahora parecía una hoja a punto de caer del árbol, con los ojos desorbitados intentaba, sin éxito alguno, calmar a mi padre. En minutos que parecieron una eternidad se presentó el Director, los gritos no cesaron, de hecho la escena se torció, como si eso fuera posible, entre tantos dimes y diretes mi padre decidió que era la hora de irnos de allí; al final expulsado o no, en mi padre se quedó con la noción de ser él quien decidió que yo no continuara allí.


Al salir el hijo del director y sus amigos cuchicheaban, y uno de ellos se acercó para darme la cabeza de la muñeca de cristal, la tomé entre mis manos sin mirar a nadie más, ella estaba en mil pedazos como yo, por todas partes, la tomé y la había arrastrado hasta mi situación, si la hubiera dejado bailar en su cajita de cristal nada de esto le hubiera ocurrido.


El viaje de vuelta a casa fue sólo el preludio de lo que vendría en los días siguientes, el mismo discurso, las mismas palabras que hurgaban en la misma herida de siempre. Yo, el idiota, el inútil, el gilipollas, ese que no valía para nada; ya ni siquiera para enojarse. Las palabras inundaban mi boca, y en su viaje al exterior ahí se quedaban rompiendo el frágil cristal, a mi padre nunca le interesó saber mis explicaciones ni mis adentros, nunca supo de las veces que fui torturado de muchas formas, tanto por los compañeros como por los profesores, en esa escuela me habían golpeado, robado, ofendido, humillado, y él nunca lo supo, la mejor explicación era la muñeca de cristal, bastaba con mirarla.


Llegué desesperado al punto de no saber si yo era el culpable todo, o todo era una confusión total, por las noches no dormía, seguro que no pertenecía aquí, tenía una forma tan distinta de ver y sentir las cosas, pero a quien le importaba, si los resultados eran catastróficos.


Frágil como el cristal, pero que en pequeños pedazos es más fuerte, así era yo, me habían expulsado por segunda vez de una escuela, pero tanto aprendí del mundo real, primero la estafa de la profesora, después la paliza de José, seguido por los golpes del hijo del director y sus amigos, terminando con la expulsión de mi segunda escuela y unos bofetones de mi padre, cortesía de la casa; pero yo no era una víctima, no señores, no quiero vuestra lastima, veámoslo como una mala rachita, nada más.






jueves, 5 de abril de 2018

La Bella y las Bestias

Me habían expulsado del colegio, pero ¿Qué importaba? La prestigiosa escuela se quedaba sin mí, su peor alumno; y yo tampoco la echaba de menos. Impávido, no sentía el menor remordimiento, era como un muñeco sin sentimientos, no tenía ninguna reacción, ni positiva ni negativa, tampoco trataba de ocultarlo, aún cuando los adultos pintaban el cuadro como un duro fracaso para un chico de mi edad.

¿Qué porvenir me esperaba ahora? ¿Ya no sería ingeniero tira puentes, o médico mata sanos, o abogado corrupto? ¿Cómo me ganaría la vida cuando tuviera que volar del nido? Nada de eso era trascendental, pues no había sido capaz de terminar el octavo año de la educación básica, o el segundo grado de la secundaria como se le conoce en América.

Nunca sabré si decepcioné a mis padres, sospecho que hacía mucho tiempo habían perdido la fe en mí, los veía impotentes, como quien hace un pastel y piensa haber seguido las instrucciones al pie de la letra y el bizcocho resulta ser un fiasco, yo era la peor chapucera de todas.


No tenía iniciativa, pasaba mis días en completa apatía hasta que  mi padre me habló – Tienes que hacer algo, por tu edad no puedes trabajar, al menos termina la secundaria, no te pido más –


Sus palabras lo hacían ver más sencillo de como era en realidad, terminar la secundaria era como ganar un Premio Nobel para mí. Dos años en el primer curso de la secundaria; y mi expulsión en el segundo habían sido casi tres años de sufrimiento para mis inmerecidas vacaciones. Algo quería hacer de mi vida, pero no sabía qué, ni yo mismo sabía cómo expresar lo que sentía, pero no conozco a nadie que acepte abiertamente que quiere ser un fracasado, de verdad quería estudiar, quería entender y aprender, quizá tendría algo roto en mi cabeza, algo pequeñito que no me permitía ser como los demás, o quizá mi padre tenía razón y debía aceptarlo sin resistirme, la resistencia me había llevado hasta donde me encontraba en ese momento, al filo del fracaso y decepcionando a todo mundo.


Como no contaba con la dichosa carta de buena conducta, era difícil que me aceptaran en las escuelas y como última opción mi padre no tuvo más salida que enlistarme en una secundaria abierta; de esas en las que se termina el ciclo en apenas unos meses, era para ganar tiempo, o mejor dicho, para hacer en un año lo que normalmente se hace en tres.


Nada de lo que hubiera pasado en el gran colegio me prepararía para lo que me esperaba en ese lugar; un cementerio de malos alumnos; los más malos, los gamberros, los peores, aquellos perros de guerra que no habían escarmentado y querían más. Por alguna razón había llegado hasta aquel lugar que me hizo conocer a las peores personas que jamás había visto, pero también supe que las flores crecen en el desierto.


Desde el primer día la depresión me golpeó; el colegio anterior estaba a unas calles de la nueva secundaria; el camino me llenaba de recuerdos, buenos y dolorosos; sabía que tenía que seguir adelante, y pensé que la mejor manera era pasar desapercibido en esta nueva etapa.


Bajé del auto, una gélida brisa me acarició, cuando volteé para despedirme de mi padre ya había arrancado y se alejaba de allí. Bien hecho, incluso yo quería alejarme de mí mismo. Crucé la acera apenas respirando, no quería llamar la atención, prefería ser invisible, pero en cuanto crucé el portal el plan del bajo perfil se vino al suelo. Un sonriente Román me recibió; era un antiguo compañero de la vieja escuela, con quien compartí aula y fechorías – ¿Qué pasa? ¿Qué haces tú por aquí? –


No respondí de inmediato, estaba muy sorprendido al verlo ahí – Vengo a estudiar –


Las carcajadas ahogaron su boca – Nosotros no tenemos remedio, a ver cuánto duramos en esta escuela –


Mi respuesta fue una lánguida mirada sin pretensiones que no decía nada, Román interpretó mi silencio como una provocación y arremetió la estocada – Qué hazaña cuando quemamos la papelera y prendimos lumbre a la escuela ¿Por qué no me echaste de cabeza? Habíamos sido los dos y te llevaste tú solo la gloria –


¿Por qué? ¿Quieres pedirme una disculpa o darme las gracias? – Román rió cínicamente – Ni una ni otra, de todas formas me echaron la culpa de otras cosas y me expulsaron también Yo le seguí mirando, serio, como intentando descifrar sus intenciones ¿No se daba cuenta de que aquello no era una extensión de lo vivido? Esto era el purgatorio que expiaría nuestros pecados, no tenía ánimos de recordar mi sentencia y la pelea con Kamala, el chico más fuerte de la secundaria.


Mustié una sonrisa que me sacara del paso sin ser descortés, le di la espalda a Román y seguí mi camino hasta el aula, intentando olvidar.


– Bienvenido a la tierra de las bestias, aquí están los peores alumnos de allá y de otras escuelas, buena suerte – La voz de Román me sentenciaba más que desearme bienaventuranza, pero aún así le ignoré de nuevo, no me intimidó, le devolví otra sonrisa desfigurada y breve sin detener mi paso un solo momento.


Caminé poniendo tanta atención como podía en los anuncios de los muros, tampoco quería perderme, hasta que sentí que algo ya no me permitía seguir mi camino, seguro me había enganchado a un picaporte, siempre me pasaba, cuando volteé hacia atrás lo que me encontré fue un par de ojos profundos y ojerosos, secos; el dueño de esos ojos me miraba a través de ellos profundamente, juro que jamás le había visto, ni en la gran escuela, pero él me sentenció – Aquí mando yo, se hace lo que yo digo ¿Entendiste güerito? –


Ese tipo quería intimidarme; sentí su maldad, fue extraño, miré su cara curtida, él era mayor que yo; mientras me apuñalaba con su mirada me decía cosas que uno sólo se espera que diga la Cosa Nostra. Me quedé inmóvil, casi sin respirar; mi interlocutor me sacudió con fuerza, entendí que buscaba una respuesta, si es que pudiera haber alguna a lo que me acababa de decir – Sé quién eres, saliste con honores de la escuela secundaria, pero aquí solo hay profesionales de la maldad –


 – Yo no pertenezco a ningún grupo, ni estoy en competencia con nadie – Atiné queriéndome alejar, pero él me detuvo, insistía en que yo recibiera ese mensaje – Aquí yo soy el Jefe, soy como un anticristo –


Lo miré esperando a que terminara y sorprendido ante mi indiferencia añadió – ¿Y qué? ¿No dices nada? –


– ¿Qué quieres? ¿Qué te aplauda? –


El anticristo de nombre José abrió los ojos de asombro esperando mis reverencias, se notaba que no estaba acostumbrado a ese tipo de contestaciones – ¿Qué te pasa pinche Gallego? Tus pinches travesuritas de niño mimado no son nada, aquí no eres nadie – y viendo el miedo que se colaba por mis ojos José sólo me lanzó un grotesco beso y me dijo – Bienvenido al infierno –


Justo acababa de llegar y ya sentía ganas de irme. Así fue mi nuevo comienzo que, siendo honesto, nunca pintó triunfal, pero tampoco esperaba tantas sorpresas para los primeros minutos allí. La nueva escuela no sólo me trajo la posibilidad de terminar mis estudios de secundaria con decoro; también abrió un campo visual completamente desconocido para mí. Los primeros días noté que se formaban las típicas pandillas, en mi clase sólo eran dos; los tontos muy tontos y los malditos muy malditos; hice todo lo que estuvo en mi poder por no pertenecer a ninguno de los dos; y lo logré, luego de unas semanas se convirtieron en tres grupos; los marginados, que eran objeto de todo el abuso escolar tanto físico y verbal; otro era el comandado por el hijo del director de la escuela y sus amigos “los riquillos y prepotentes” y el tercero eran los bribones, encabezados por José, El Jefe.


La gran escuela era solo de varones, y este pequeño plantel es mixto, pero muchas de las compañeras eran seres salvajes con los que yo no tenía intención ni de hablar, además tenía que terminar la maldita secundaria y no quería ni debía conectar con nadie.


Solo había alguien más inexpresiva que yo, Diana; esa impávida mujer que era todo un misterio para mí, permanecía ahí en su sitio, ni siquiera cuando el aula estaba vacía ella se animaba a salir y socializar, era como una estatua, en la misma posición todo el día, sin moverse de su pupitre, le tenía que doler la espalda o debía tener la boca seca por nunca moverla.


Diestro en las venganzas silenciosas un día decidí que era el momento de que José pagara un poco de todo lo que les hacía pasar a los marginados de poca monta como el Miguelonjas Lonjas, un simpático gordito con los dientes de todos los colores menos blancos, que vestía pantalones ajustados y zapatos de torero; era una masacre ver cómo los tontos muy tontos eran devorados por las bestias. Así que me escabullí al aula cuando estaba vacía, no en su totalidad, ya que Diana estaba ahí, cuando entré me miró con ese par de ojos que parecían platos enromes, pero no me dijo nada, caminé despacio hasta el lugar de José, saqué de su mochila y la tiré por la ventana; Diana no dejaba de mirarme, no sonreía, tampoco reprochaba mis actos; así que cómodamente lo tomé como aprobación y respaldo, antes de marcharme la miré y Diana no dijo una sola palabra, su voz era desconocida.


En el mundo adolescente el tiempo simplemente pasaba, había cosas que aún no entendía, pero cada paso que daba era seguido por un tropezón y eso me hacía más fuerte o tal vez más débil.


Después de que me habían expulsado del gran colegio ya nada fue igual, en esta pequeña escuela quería esconder mis fracasos, así como mi negra popularidad, quería que me olvidaran y yo mismo silencié mi voz tratando de ser incognito.


Tal vez yo estaba mal ¿O era el mundo? Podrá sonar gracioso, pero en la política los idiotas parecían dirigirnos a su conveniencia ¿O los idiotas éramos nosotros? La historia se repetía una y otra vez y la gente se quejaba de lo mismo, nadie hacía nada mejor que quejarse. Y estas escuelas, eran un reflejo del gran sistema, pero en pequeña escala; donde el fuerte aplastaba al débil, los feos y los tontos eran rechazados, y el modelo de perfección pisoteaba personas y sentimientos. ¿Tal vez yo estaba mal? ¿O no?


Paseaba por los pasillos de la pequeña escuela, reducido, intentando no tener fricciones con nadie, mi caminar pausado combinaba con mi vista casi baja; toda la actitud cuadraba perfecto, menos un pequeño detalle. Un día mi madre me regaló una sudadera con Snoopy grabado al frente, el único problema era que la tierna figura del perro se acompañaba con una frase con palabras vulgares, muy vulgares. Nadie había reparado en mi vestimenta, hasta que mis pasos pausados se cruzaron con los firmes y apresurados del Director de la escuela, que en un lenguaje shakesperiano me pidió que cambiara mi camiseta – ¡Gallego! ¡Quítate esa sudadera o te la meto por el culo! –


Hice lo que el fino hombre me pidió, a pesar de todos los regaños no estaba acostumbrado a esas palabras, no de una autoridad. Seguí mi camino sin rechistar, tenía que llegar al aula antes de que alguien más encontrara motivo de bronca o aprovechara esa coartada. Deseé a alguna estrella inexistente que el tiempo transcurriera en cámara rápida.


Si ese era nuestro Director, podemos imaginar que la plantilla de alumnos era una pandilla de delincuentes, que para no mentir, claro que lo éramos; a ese pequeño y escondido plantel llegaba lo peor de cada colegio, expulsados, inadaptados, era la antesala de un reformatorio, allí no había horarios ni calendarios, nuevos alumnos entraban y otros se iban con facilidad, y los peores permanecían, eran como las pestes, cómo cuesta quitarlas de encima, pero por algo había llegado a esa escuela, conocería lo que es la grandeza de las personas, o más bien dos ángeles aterrizarían en ese agujero del infierno.


Todos los días sentía que mi entorno me cobraba deudas pasadas, un karma oculto que no terminaba de saldar. Aun así intentaba mantener una buena cara ante todo aquello; había creado una barrera infranqueable entre el mundo y yo; nada podía penetrarla, estaba blindada contra todo, excepto contra la bondad; y justo eso era lo que comenzaría a derrotarla la mañana que conocí a mis nuevas compañeras; dos chicas muy amables y nobles, aunque diametralmente opuestas en su físico. Gabriela, quien de inmediato se ganó el mote de “La Barbie” poseía una belleza única, como todos quedé embelesado con su blanca belleza. Rubia como el trigo hipnotizaba a todos con sus ojos claros, que sólo podían comparar su poder con la finura de sus rasgos; una escultura de mujer. Además de que tenía una personalidad arrolladora, graciosa; cualquiera se moriría o mataría por una cita con ella, incluyéndome.


A su lado entró Annie, una pequeña y frágil figura de tez morena e irregular, su piel canela era surcada por prominentes cicatrices, que parecían la huella de profundas quemaduras, las severas llagas danzaban por toda su piel. En un principio yo creí que había sido un accidente, pero luego supe que era una enfermedad, es difícil describir sus facciones, pues los queloides atravesaban indiscriminadamente sus rasgos, haciéndolos indescifrables. Su delicada figura, encorvada, andaba pausada de un lado a otro.


Ambas chicas entraron tímidamente a la clase, como si juntas quisieran protegerse de un mal intangible en el aula; y no estaban equivocadas. Una voz irregular, del clásico estúpido, rompió el silencio – ¡Wow, la bella y la bestia! – el ambiente se tensó con el grito; Annie recibió el golpe con un gesto de dolor resignado, adiviné que no era la primera vez que era víctima de una mofa igual. Miré al muchacho que se sentía valiente por haber insultado a una indefensa, lo miré con odio recriminando su actitud, lo cual pareció ser un reto para él, no quise comenzar una confrontación. Preferí mirar al par de chicas que caminaron despacio hasta sus respectivos lugares.


La belleza de Gabriela acaparó la atención, con el tiempo el reflector no se diluía en la costumbre de verle pasar, por el contrario, cada día el acoso hacia ella era mayor. Yo no pretendía ser indiferente a la poderosa órbita de la chica rubia, pero mi precaución era prioridad, permanecía expectante ante aquel ambiente hostil.


Como era de suponerse el granuja que se hacía llamar a sí mismo “El Jefe” incrementó su fanfarronería, hacía todo lo posible por llamar la atención de Gabriela, para hacerse temer por los demás, solía ponerse en medio de la clase a contar historias igualmente grotescas e increíbles, como que al entrar en una iglesia católica solía vomitar y perder el conocimiento, alegando estar poseído por un ente maligno. Estupidez, ese era el ente que le poseía, y que se había apoderado de su cuerpo. Como todo psicópata José tendía además a torturar animales, como el día que apagó su cigarrillo en el ojo de un gato herido, el alarido del animal por el dolor se escuchó en todo el plantel, pero nadie se atrevía a desafiarlo.


Las mañanas en la ciudad siempre han sido iguales; frías, no frescas; el gélido viento citadino se cuela por la ropa, atraviesa la piel como finos cristales y llega hasta los huesos, dejándome inmóvil. La escasez de sol tiñe el paisaje de azul y gris; y no cambia de color hasta bien entrada la mañana, pobre del incauto que se acerque a las jardineras y árboles copiosos, seguro le espera una buena destemplada. En este caso el incauto era yo, que apático como ya se me había hecho costumbre, tiritaba sentado en una jardinera.


Luego de unos minutos de sentirme entumecido por el contacto de mis pantalones con el hormigón noté que dos figurillas se acercaban a mi; eran Annie y Gabriela, cuando crucé la mirada con ellas me sonrieron y yo no hice más que girar la cara hacia otro lado, como el patán que pretendía ser, casi lográndolo, no quería amigos, no quería problemas, no quería a nadie.


Pero mis compañeras no captaron el mensaje, se acercaron a mi sonrientes, como modelos de un anuncio de dentífrico – Hola – me saludó Gabriela – ¿Tú qué haces? –


– ¿Nada? – giré la cabeza y le sonreí con desgano, pero ella no se desanimó ante mi falta de cortesía.


– Nosotras sólo queríamos saludarte y ser amigos; Annie quería hablar contigo y agradecerte que no le has seguido las bromas a todos los de clase, que la insultan mucho –


– No tengo por qué molestarla; yo sé lo que es ser molestado – Annie me miró profundamente, con el océano azabache que las hondas laceraciones en su piel no podían esconder, la bondad pintada en la negrura de sus ojos chispeantes – ¿Cómo te llamas? ¿Pero de verdad? – Ante la seriedad de aquella muchacha yo sólo pude reventar en una sonrisa – ¿De verdad? – le dije con la voz ahogada. En cierta manera Annie tenía razón, hacía tanto que no escuchaba mi nombre que incluso si alguien lo hubiera gritado en la calle nunca hubiese volteado, me puse serio y sentencié – No te preocupes, en ningún lugar me llaman por mi nombre; en todos lados soy el Gallego; o las autoridades me llaman por mi apellido, no tiene importancia –


– Pero eso no es justo, para mí sí tiene importancia – Annie en una evidente rabieta infantil torció los labios – Tu sabes el nombre de todos; el mío y el de Gaby; se me hace que has de tener un nombre muy bonito –


– No sé si de bonito tiene algo, pero no me culpes si no respondo al nombre de Óscar –


Annie cambió el gesto a una mueca triunfal – Bonito acento Óscar, deberías hablar más – y ambas chicas se sonrojaron sonriendo; para mí fortuna el timbre que rompía la atmósfera del patio sonó anunciando el inicio de actividades – Adiós niñas, nos vemos en clase – y caminé directo al aula, escuchando los cuchicheos y risillas de mis compañeras. Ambas chicas se animaron a hablarme por la misma razón; estaban hartas del acoso de los compañeros, Gabriela no toleraba una propuesta romántica o sexual más; y Annie había aprendido a sortear el maltrato y la discriminación que sufría a diario, aunque eso no significaba que le hubiera dejado de afectar. Eran tan iguales por dentro, pero la sociedad hipócrita no lo quería ver, las dos chicas agobiabas en modos distintos; una harta de halagos y atenciones, la otra cansada de desprecios y humillaciones.


Llegué al aula y me encontré con un pandemónium; una grotesca orgía de caos, gritos y desconsideración para con los profesores que hacían su mayor esfuerzo para impartir clase sin éxito. El constante acoso, las burlas hirientes contra quien fuera que casi siempre terminaba con el llanto disfrazado de risa del agraviado y las carcajadas incontrolables de los demás.


El inicio de esta clase no sería diferente, la profesora hablaba cada vez más alto, casi a los gritos, pero era imposible abrirse paso entre aquel desorden, de la nada y sin ninguna explicación la turba se quedó en silencio; y entre el espeso ambiente que se formó en segundos un grito ahogado hizo a todos voltear – ¿Vieron al Gallego? se estaba ligando a la Quemada en el patio – Era El Droopy, un pobre idiota que seguía a José como mosca a los deshechos. Annie se contrarió de inmediato, el rubor que subió a su rostro dándole tono violáceo casi la asfixia – ¡Ya cállense! ¡Déjenlo en paz! – Pero si la súplica de la joven se tratara de brasas que encendieran la hecatombe los gritos no cesaron, por el contrario – A Annie le gusta el Gallego, miren como defiende a su amado –


– Freddy Kruegüer y el Guayabo ¿Qué cosa saldrá de allí? Para una película –


El llanto ahogado de Annie no amainaba el ataque, Gabriela empática bajaba la mirada, sentía vergüenza ajena de ese tipo de gente, de las humillaciones y desaires que le hacían a su amiga, intentando ignorar los gritos, la impotencia me invadió, el coraje hizo bullir mi sangre. Al ver que el maestro era imbécil y no tenía la autoridad para detener la tempestad  yo me levanté por primera vez después de dos meses de silencio y le dije al Druppy – Eres un imbécil ¿ya tienes planes para luego? es que te voy a romper la madre – sentencié cortante, como si una espada invisible les hubiera cortado la cabeza a esa panda de grillos todos callaron, esperando la respuesta del gordinflón recién retado.


El Druppy se puso en pie, supuse que el duelo comenzaría ahí mismo, por la seriedad que invadió sus rechonchos gestos; se acercó a mí, como un púgil a punto de ser pesado, desafiante me miró y en lugar de atestarme un golpe, para el que me sentía preparado, trató de desviar la atención – ¡Al Gallego le gusta la Quemada! ¡Al Gallego le gusta la Quemada! – fue la gota que derramó mi vaso, le propiné un pisotón que le subió los colores al rostro en segundos. El profesor me miró atónito, inútil espectador que no hizo intento alguno por amainar la pelea. Quien sí reaccionó fue José, que se levantó de su pupitre para llamar la atención que la pelea le estaba robando – ¡Hey tonto Gallego! no te levantes tan rápido que se te van a caer las costras que la Quemada te dejó en la camisa – estalló en risas, celebrando su estúpido chiste, al ver que nadie celebraba su gracia regresó a su fingida seriedad – Sigues en broncas Gallego, te dije que la gente como nosotros no cambia –

– Hoy es un mal día para cambiar – le respondí con la boca seca, sin saber lo que pasaba por la cabeza de ese loco.


– Si te quieres madrear al pendejo del Druppy, va, pero después sigo yo –


El típico círculo que vaticina una pelea ya se había formado, era evidente que todos apoyaban al rechoncho faltón – ¿A vosotros que os importa? esto es cosa del Druppy y mía ¿o te vas a pelear conmigo tu por esta otra cosa? – le dije José señalando al Druppy.



– Muy bien Gallego, si quieres la cabeza del gordo eso haremos –


En cuanto terminó la clase José nos encaminó a Druppy y a mi hacia la azotea, el gordinflón se estremecía del miedo, suspiraba intentando ocultar su temblorina. Llegamos escoltados por el grupo que se había organizado para el espectáculo, concurrencia que formó el mismo círculo que en el aula. No tardó Druppy en cancelar el duelo, estaba aterrorizado, no sería por el miedo a mis puños, pero quizá a las altas expectativas que se habrían alzado sobre él. Al ver la negativa del muchacho José me habló ufano – Yo me encargo – aún no terminaba de articular la última sílaba cuando atestó un profundo golpe al Druppy. Todos nos quedamos atónitos, el maestro masacraba a su fiel pupilo por la decepción o por la cobardía, caro pagaba Druppy la osadía de negarse a pelear conmigo.


– ¿Cómo ves Galleguito? – dijo riendo José


– Excelente, la verdad que fue un puñetazo de primera, muy profesional –


– Bueno, ahora sigues tú, y de esta no hay quién te salve –


De entre el bullicio reconocí a Annie y a Gaby; que preocupadas me miraban, como las madres de los toreros miran con los ojos acuosos, sabiendo que quizá sea la última vez que les miren de pie. El resto de las mentes y miradas que se fijaban en mí eran de tristes demonios, seguidores de José y de lo que él les contaba sobre sí mismo. Al sentir el calor que emanaba de aquellos pechos sedientos de sangre, de las dentaduras, la mayoría sin cepillar, que coronaban esas lenguas bípedas, venenosas, que exigían un tributo de carne remolida y dolor de huesos. Al ver los ojos que disparaban fuego en mi contra, pedían sangre, pedían mi cabeza y la admiración hacia José tuve un Deja Vú. Me vi, como hace meses indefenso contra Kamala, todo era prácticamente igual, sólo la locación se diferenciaba, no había apuestas, hasta donde yo tenía conocimiento, pero la similitud de ambas secuencias de mi vida me arrancaron una risotada, gesto que desconcertó a José – ¡Vaya que eres idiota! estoy a punto de romperte la cara y tú te ríes – No era momento de compartir mis vivencias, no creí; y a la fecha no creo, que fuera el sitio idóneo para hacerlo.


El ambiente se tensó, todos permanecían expectantes ante la inevitable golpiza que me propinaría José. Al verlo así, desafiante y soberbio no pude evitar que múltiples pensamientos asesinos llegaran en torrente a mi cabeza, sopesé la posibilidad de sorprenderlo y lanzarlo por la azotea; pero comprendí que eso me traería más problemas que soluciones, y con el colmillo que este tipo tenía el lanzado por los aires podría ser yo; así que me lancé contra suyo, tirando golpes y gritando eufórico, como un soldado novato ante la guerra que se le venía encima. La experiencia en peleas callejeras afloró en José, que de una forma natural, casi orgánica, me recibió con dos sendos puñetazos en la mandíbula que me hicieron temblar las piernas, aún con la temprana sensación de la derrota continué con mi ataque, que no sólo era repelido sino respondido en tiempo y forma. La desventaja que me rebasaba era obvia, pero permanecí hasta que mi contrincante se separó jadeante – ¡Ya estuvo Gallego! Ya estuvo bueno, luego te doy más. Ya te puedes ir a fajar a tu novia La Quemada – y se retiró alzando los brazos, seguido por quienes nos rodeaban. En entendido quedé que aquello sólo había sido una prueba, algo que José había deseado, como a la mujer que desnudas con la mirada, pero te das tiempo para acariciarla y tener algo que descubrir para después.


El Jefe se retiró airoso, sacudiéndose el polvo, quería un acercamiento con el que había vencido a Kamala; él, a falta de historia, se había inventado una para ser admirado y se fue. Sobra mencionar que llevé la peor parte, el Jefe sabía esquivar y conectar buenos golpes, fue algo tan diferente a lo que había enfrentado en el pasado, este elemento sí que estaba hecho en la calle y tenía un colmillo digno de los jefes de pandillas de delincuentes, entre él y yo había un gran abismo, pero para mi fortuna me había dejado en pie, no había querido derribarme.


Lamiendo mis heridas, las del orgullo claro está, cierto estuve que José se había llevado la mejor parte de la contienda, su experiencia y mis nervios habían sido un coctel casi mortal. Cuando todos se hubieron ido vi que dos pequeñas figuras se quedaban a mi lado, eran Gaby y Annie, que emocionadas me miraban, sobretodo Annie, no podía disimular el contento que le iluminaba – No lo puedo creer ¡Te peleaste por mí! –


Apaleado y sorprendido no supe qué decirle, pero no me gustaba que la trataran así, reñí por las injusticias de esas bestias, por los gritos que me tenían harto, por el dolor de todos aquellos que habíamos sido objeto de burla, no tenía una respuesta para Annie. Gaby debió saberlo porque intervino – Ven con nosotras, queremos llevarte a comer algo –


Mi malestar y yo nos fuimos con ellas. Un extraño sonido que aturdía mis oídos no me permitía escuchar lo que las chicas me decían; mi nariz silbaba con cada respiro, me sentía maltrecho, como si me hubiera aplastado un tractor, así me arrastré hasta un sitio donde vendían waffles.


No hay fracaso más grande que el que nos regalan las heridas no descubiertas de una batalla; fui manifestando mis derrotas al querer comer un poco, llagas dentro de la boca que me impedían probar bocado, ambas compañeras piadosas de mi dolor partieron mi platillo hasta hacerlo tragable.


Mientras comía como pato dolido noté algo que me impedía seguir el hilo de la conversación, era la mirada de Annie clavada en mí, sus dulces ojos seguían cada movimiento de mi rostro, reconocí con pena esa visión, supe lo que significaba, Annie estaba confundiendo mis acciones, mi amabilidad hacia ella, el amoroso halo con el que me perseguía se coronaba con una inmensa sonrisa, me sentí profundamente apenado, porque comprendí que mis acciones estaban haciendo que Annie se enamorara de mí, y no es porque yo fuera alguien especial, seguro que nadie había hecho algo así por ella y posiblemente malinterpretaba mi simpatía.


Durante la comida yo permanecí callado, mientras ellas hablaban de lo desagradable que era esa escuela, Gaby decía que no podía soportar como esa gente nos humillaba, Annie sin perder la sonrisa dijo – Para mí sí que valió la pena entrar a esa escuela – Gaby solo reía – Estás muy callado Óscar, dime algo, sabes lo que nos gusta tu acento a mí y a Gaby – me criticó Annie sin perder la sonrisa, yo mustié una mueca parecida a una risa y le respondí – El tal Óscar está un poco adolorido, pero hoy no poder hablar, doler mucho –


La risa estalló en ambas – Te ves cansadito, te acompañamos a tomar el bus – me dijo Annie, acariciándome con su dulce voz.


Las chicas me encaminaron hasta el sitio donde llegaba el transporte que me llevaría a casa, me despedí con un abrazo que yo sentí fúnebre, la culpa me pesaba por muchos lados; y mientras por la ventanilla las veía hacerse pequeñas pensé que no debía tener más amigos, ya que sólo acarreaba mala suerte, estaba cierto que el capítulo de ese día tendría eco y le repercutiría a Annie más que a nadie. Debía regresar a mi bajo perfil, siendo gris e inexistente, es como lograría pasar y dejar pasar a quienes estaban de mi lado.


Los días continuaron, tal como antes; sentía la tensa paz acostumbrada aparcarse poco a poco, seguía las pautas que me marcaban sin chistar, para continuar con la rutina, para mí todo carecía de sentido, todo se repetía una y otra vez, era como la piedra golpeada por las olas del mar, que sin verlo se va erosionado con cada bofetada de la vida, pero el dolor era imperceptible para los demás, me había acostumbrado a estar así. Lo único que me atormentaba era cómo molestaban a Annie, el problema era que si la ayudaba se enamoraba más de mí, sí no lo hacía le rompería el corazón, pero yo como siempre sin escapatoria, cualquier cosa que hiciera tendría consecuencias, pese a todo yo decidí ayudarla.


Annie siempre llegaba junto a mí y me contaba cosas, yo solo escuchaba, Gaby se limitaba a mirar y sonreír cómplice de lo que sabía se gestaba en el pecho de nuestra amiga; eran tan especiales, sobre todo juntas, tan diferentes e iguales, que si pudiese verles sin el cuerpo que cubría sus almas podría jurar que ambas eran ángeles de luz.


El tiempo cruel deterioraba a Annie con su paso, nunca me atreví a preguntar por su padecimiento, me parecía una imprudencia, sobre todo cuando era evidente para mí que ella se rehusaba a tocar el tema, vivía con intensidad, pero su enfermedad le masacraba, incluso llegó a faltar por días, pero me había acostumbrado a que luego de esas ausencias Annie volvía con más bríos, hasta que un día la costumbre se rompió.


Empezaba un lunes negro, cargado de hechos fúnebres y nefastos, las flores que habían embellecido el desierto se marchitaban, pero no debía precipitarme, corrí a una clase a la que se me obligó entrar, era de una supuesta profesora de filosofía e historia que contrataron especialmente para el hijo del Director y su palomilla. El despreciable ambiente de esos adinerados sin educación que pasaban por encima de cualquiera era insoportable. Primero llegó el maestro Margarito, ¡pobrecillo!, lo trataban como idiota, de hecho estaba haciendo una gráfica de gauss un tal Ramón, y el profesor le dijo – Esa gráfica está chueca, hazla nuevamente – Ramón se limitó a contestar déspota y burlón – Chuecas están sus nalgas – estupidez que provocó las risas de sus camaradas.


Yo no encontraba la gracia en esos comportamientos y en esas bajezas, en la vieja escuela la rebeldía no era impune, aquí sí, y era contra los indefensos, eso no tenía méritos ¿Qué clase de monstruos se estaban formando allí?


Después de que salió Margarito, entró la dichosa profesora que fingía no escuchar los improperios de los alumnos, quizá por no meterse en problemas con el Director, ella siguió dando su tema hasta que se empezó a hablar de civilizaciones antiguas. Mi apatía era notable, había gente nueva en la clase y yo no me había dado cuenta. De pronto un tipo con una cabeza enorme y nariz aplastada clavó sus ojos negros lacios en mí y sentenció – Si no hubieran venido los malditos españoles seríamos una civilización mejor –


Pese a la provocación permanecí callado sin alzar la vista, ya estaba harto de explicar miles de veces que no era yo quien había llegado hace 500 años y que era inocente, pero eso no serviría de nada, o al menos nadie estaba interesado en entenderlo; la profesora novata me preguntó – ¿Eres español? –


La miré de arriba abajo sin responderle, no era necesario, ni yo producto de su clase, la maestra esperaba que se abriera mi boca, pero eso nunca sucedió; entonces quien había clavado su mirada horrenda en mi dijo – No me diga que no reconoce el acento de los malditos gachupines –


La profesora contrariada intentaba calmar los ánimos – Pues no lo sé porque no le he escuchado hablar – Comenzaron entonces los gritos – Habla Gallego, muéstrale a la profesora tu ridículo acento – poco tardaron en llegarme proyectiles de papel, de los que sólo me cubrí con las manos. La euforia poco a poco pasó, bajé las manos entendiendo que todo había terminado, pero entonces algo golpeó mi cabeza con fuerza, dejándome mareado y aturdido, volteé hacia donde venía el golpe y vi al que me acusaba como si yo fuera un prisionero o un enemigo – Salve conquistador, saludos de la Nueva España –


Quería un lugar donde nadie me viera, cómo anhelaba ser invisible, ese era mi sueño desde niño, no me importaba parar el tiempo, ni nada más, mi máximo era ser invisible, ser ese susurro, ese cuchicheo y a la vez no ser nada, no estar en ningún sitio. Paradójicamente visible o no, yo era un cero a la izquierda.


La profesora vio mis esfuerzos para levantarme del suelo, y como los demás educadores no dijo nada, como pude me acerqué a la puerta y salí del aula; a través del cristal la profesora me miraba con impotencia, pero dejé de verla cuando llegué al patio. Mi enfado no me había dejado ver a Gabriela que se acercaba a mi melancólica – Tenemos que hablar – me dijo sin saludar, tomando mi mano para llevarme a una esquina del patio.


Yo sentía hormigueos en la cabeza, pero aun así traté de sonreírle a Gaby, ya después habría tiempo para buscar la sangre o el chichón y saber con qué objeto me habían golpeado. La vi triste, nerviosa y dijo – Galleguito, me ha encantado conocerte, tú nos has tratado y querido a Annie y a mí de la misma manera y las dos sentimos lo mismo –


Seguía aturdido por lo que había sucedido, no comprendía bien las palabras de Gaby, no entendía la intención, la euforia de lo recién sucedido aún me sacudía; mi compañera ignorante de lo que pasaba continuó – Me caes muy bien, eres especial para mí, tengo un sentimiento por ti, pero mi amiga Annie te sueña –


Permanecí en silencio, no tenía respuesta para aquello, Gaby siguió al tiempo que me entregaba un papel arrugado – Me voy de la escuela y vine a despedirme de ti, solo te pido un último favor, llama a este teléfono si puedes hoy mismo – Se acercó presurosa, besando mi mejilla, muy cerca de mi boca y se marchó a toda prisa, vi su rubia cabellera agitarse con el viento mientras caminaba hacia su destino lejos de mí, porque supe que aquel era el último momento que compartiría con ella.


Una agitada mañana, un fuerte golpe y un profundo beso, después de todo la vida no era tan injusta y en verdad nunca pensé que Gaby sintiera algo especial por mí, y que me lo tuviera que decir el último minuto. Seguí reaccionando con lentitud y miré el papel arrugado en mi mano, se leía Annie con letras cursivas y un número. La posibilidad de que las únicas dos personas que eran amables conmigo en aquel infierno desaparecieran definitivamente de mi vida me apaciguó, y con ello una de las escasas razones por las que aún asistía a ese sitio se esfumaron. Permanecí en ese estado de embotamiento confuso, las voces en mi entorno eran ruidos inteligibles, ni siquiera recuerdo cómo regresé a casa.


Un súbito recordatorio sacudió mi mente, como un relámpago que me recorría hasta la punta de los dedos que digitaron aquel número telefónico. Empezó a sonar aquel tono y esperé hasta que alguien levantó el teléfono – ¿Diga? –


– Hola, ¿Es la casa de Annie? –


– Sí ¿quién eres? –


Entorpecido al hablar y a punto de colgar dije – Solo soy un amigo de la escuela – la voz al otro lado del teléfono me interrumpió eufórica – ¡Óscar! ¿Eres tú? Annie me hablaba mucho de ti –


– Sí, soy Óscar – dije sin mucho afán.


– Annie me contó cuando la defendiste y te peleaste, y para ella era muy importante despedirse de ti, me lo pidió tantas veces, pero no quería que la vieras así –


Aquella frase me dilapidó, mis labios se sellaron, el hecho de que la señora hablara de ella en tiempo pasado me daba una pista que decidí ignorar. Un raudal de recuerdos azotó mi mente, Annie sonriendo, Annie sumida en la tristeza, Annie con su mirada perdida encontrando consuelo, Annie…


La voz de mi interlocutora detuvo el flujo de mis memorias – Gracias Óscar por haber hecho lo que hiciste por mi hija, te estaré eternamente agradecida –


La voz se le entrecortó, supe lo que venía; crispé los ojos e intenté cerrar mis oídos al mensaje ahogado en llanto – Annie padecía una terrible enfermedad, sabes, algo parecido al cáncer; pero ya está descansando, se fue a un lugar donde ya no la molestarán jamás, espero que se encuentre con amigos como tú –


El canal que transporta mi voz hasta mis labios se había cerrado, ahora el aire empezaba a estrecharse, mi cerebro comprendía esas palabras, pero aun así parecía difícil procesar todo aquello, y más cuando la voz siguió – Todo fue muy rápido, Annie murió hace 4 días –


El copioso llanto terminó por ahogarla, no necesitaba saber más, sentí la urgencia de colgar, cuando la señora respiró hondo para seguir hablando – Ella sufría mucho, se encerraba en su habitación y lloraba todas las tardes, no quería salir, mucha gente no está preparada para ver a los verdaderos ángeles –


Mi coraza de insensibilidad aprendida y ensayada durante años se rompió en miles de pedacitos, y esos pedazos se anudaron en mi garganta impidiendo a las palabras salir; porque mi cerebro taponado era incapaz de conjuntar más de dos palabras de consuelo – Gracias por no haberla despreciado, Annie orgullosa decía que peleaste por ella –


Aquella declaración me dejó saber que mi batalla no había sido en vano, a veces el triunfo de los fracasados es el más grande, no sé qué más dijo la señora, yo como siempre había dejado de escuchar; en mi galopante imaginación vi a Annie; se iría a un lugar donde su alma fuera visible, excelsa, sublime. La vi seguir un camino de blanca luz, vi sus facciones limpias, libres de las cicatrices y la adiviné hermosa, vi sus ojos regalarme una última mirada, vi su cálida sonrisa que me aclaró que ahora todo estaría bien.


Renació la esperanza de encontrar bondad en la gente; siempre me tildaron de ignorante e iletrado; pero ese día supe algo que nadie, ni el más estudiado profesor sabría; que aunque las flores nunca crecen en medio del desierto, supe que un día nació una llamada Annie.