Es
imposible saber cómo
las demás personas
interpretan las metáforas,
fue una casualidad que me encontrara leyendo la metamorfosis de Kafka; ¿Y qué entendí?
Bueno,
hablaba de una persona que cuando se levantaba de su cama y despertaba del
sueño estaba convertido en un gran escarabajo que casi no podía moverse, tenía muchos pies, pero todos
delgados y débiles.
Unos se imaginan un asqueroso insecto sucumbiendo sin poderse levantar por su
gran caparazón.
Otros entendemos que la metamorfosis es el paso del tiempo, ese paso inminente
que nos arrebata la juventud y nos vuelve mayores. Cuando un día despertamos y ya no tenemos
fuerza, la juventud se nos ha ido y nos hemos convertido en un insignificante
insecto o en algo peor.
Tal vez
ese sea el en resumen de esa obra, pero no hablaré de ella, aunque ese libro rondó algunos días en mi cabeza, pero la
juventud aún me acompañaba y quería pensar que ese día lejano tardaría mucho en llegar, si es que
llegaba.
En ese
tiempo yo era maestro de física y de matemáticas en un bachillerato, era exhaustivo el horario. Horas muertas y
complicadas, no podía
despegarme tanto de la escuela ni salir muy lejos, entonces para comer tenía un cercano lugar, era una
especie de fonda, cocina económica; llamado “La Casa de la Abuela”, no era coincidencia lo de la vejez de la que hablaba Kafka en su
libro, pero sí lo de los insectos. Ya lo entenderéis.
Allí preparaban
una comida a un precio accesible y estaban incluidas la sopa, el guisado y
alguna guarnición;
en ocasiones el agua y el postre. No es publicidad al lugar, eso viene ahora.
No lo olviden, la fonda se llama “La Casa de la Abuela”.
Era muy cómoda la idea de no preparar
comida y dejar que otras manos lo hagan por nosotros; en cierto modo ese era mi
caso.
El pequeño local tenía 7 mesas, con 4 sillas cada
una; en la cocina estaba una señora mayor y sirviendo las mesas su hija, que
debía tener 17
años. Yo ya era bien conocido en el sitio, iba solo y mientras comía me
ponía a pensar. Debo decir
que me gustaba la soledad, no solía compartir mis descansos con otros profesores ni alumnos; me esfumaba
para tener mi espacio, mi escape mental.
Una tarde
como era mi costumbre fui a comer a la fonda en mi hora de descanso, había 3 mesas ocupadas y me senté
en la de la esquina, mi
favorita. Estaba tan distraído y cansado que empecé a comer la sopa con mucha lentitud, y después vino el arroz; aquel arroz anaranjado, con
guisantes y tomate.
No suelo
mirar lo que como, pero algo me supo mal, no podría describirlo con exactitud, tal vez receso,
rancio, amargo; qué sé yo
y algo en el platillos desentonaba con el color de lo demás, era oscuro, parecía de
color café.
En mi
letargo reaccioné y
pude ver la mitad de lo que parecía un gran insecto en medio de mi plato, una cucaracha decapitada para
ser exactos. De inmediato saqué con mi mano el bocado y miré esa antena que me hacía cosquillas en el paladar.
La palidez
de mi cara llamó la
atención de los allí
presentes, escupí el bocado y detrás de la antena salió masticado entre el arroz otra parte
del cuerpo de esa cucaracha enorme que era parte del platillo.
Me quedé
en un silencio sepulcral,
parecía que el
mundo se había parado. Hurgué
entre mis dientes a ver si
quedaban restos del asqueroso insecto, pero nada.
En mi paranoia
intenté armar la
cucaracha, quería
estar seguro de que su cuerpo que había entrado en mi boca estaba sobre el plato, y
así fue, apareció
todo menos la cabeza y una
antena. Lo tenía milimétricamente
calculado.
Empecé a sentir un enorme malestar y a
imaginar cosas, tenía
escozor por todo el cuerpo y me sudaban las manos, me imaginaba la cabeza del
animal en mi estómago
y no podía soportarlo. Quería
abrir mis entrañas
y arrojarla como quien expulsa a un demonio.
Fueron
segundos, largos segundos en los que la metamorfosis se había metido dentro de mi y no yo en
la cucaracha. La voz de la muchacha me trajo a la realidad preguntándome – ¿Está todo bien? –
Esa pregunta retumbó en mi cabeza – ¿Está todo bien? –
– ¿Está todo bien? –
– ¿Está todo bien? –
– Pero
como va a estar bien – Me repetía, si tengo la cabeza de ese animal en mis entrañas. Mi vista se fue a
blanco y mis pensamientos recordaron como la cucaracha podía vivir 3 días sin
cabeza, moría por inanición; pensaba que ese pequeño
cerebro lleno de fluidos estaba moviendo su antena acariciando mi estómago. No dudé más y un fuerte eructo estuvo a punto de
provocar el vómito
sobre la mesa. Los demás
comensales me miraron mientras la pobre muchacha quería tapar el sol con un dedo,
pretendiendo que nadie se diera cuenta de lo que me estaba ocurriendo.
Pero a la
vez sintió lástima, me miró piadosamente y dijo de nuevo – ¿Está todo bien?
–
Mi respuesta
fue salir corriendo, pero al atravesar la puerta no pude contener el vómito que salió a presión; dejando rociado el primer árbol que se atravesó en mi camino, justo aquel que
estaba a 4 metros de la entrada de la fonda.
Los
clientes del lugar empezaron a murmurar, mientras una señora se echó las manos a la cabeza también palideciendo. Para aquel
momento ya todos se habían dado cuenta aunque de reojo miré a la señora salir de la cocina para recoger
mi plato.
Las
personas se ponían
de pie dejando sus platos casi intactos, pero a mi eso no me importaba, empecé
a buscar entre el vómito la cabeza de la cucaracha;
quería sentirme
aliviado de haberla echado fuera de mi, busqué con cuidado y eso terminó de ahuyentar a toda la gente, a
los que estaban y a los que empezaban a llegar.
La
muchacha salió tras
de mi, seguía
insistiendo en saber si me encontraba bien; pero era evidente que no, la miré
con los ojos llorosos y
cristalinos por la fuerza del vómito y seguí buscando
la cabeza de ese horrendo animal.
Me la
imaginaba amplificada, esos ojos negros, profundos; esa cara viscosa, las
barbillas que le colgaban y tal vez una boca entristecida; buscaba esa horrible
cara con tanta ansia que me llevaría al alivio. Pero no había más que buscar, la cabeza seguía dentro de mi.
Caminé lento,
intentaba alejarme del lugar, pero no llegué muy lejos. Una segunda arcada y más potente aún me hizo vomitar con más fuerza; fue involuntario,
entonces me puse de rodillas para dejar que saliera con más facilidad.
Yo continué
con mi tarea, encontrar
esa cabeza, pero no la hallaba y a medida que pasaba el tiempo me desesperaba.
Por enésima vez la
voz de la muchacha que seguía tras de mi me interrumpía – ¡Discúlpame! De
verdad discúlpame –
Yo asentí
dándole a entender que
estaba perdonada, lo único
que quería es que
se fuera lejos de mi, que regresará a su fonda y que me dejara encontrar lo que estaba buscando.
Ella no se
iba y para aquel momento ya habíamos llamado la atención de todos los que pasaban por la calle, la gente que venía a pie se alejaba y los
conductores de los vehículos
desaceleraban para ver como la pobre muchacha al borde de la desesperación
me pedía perdón una y otra vez.
No faltó una tipa que venía en su coche y se detuvo, bajó
el cristal de la ventana y
gritó – No le
ruegues a ese borracho, déjalo
allí tirado como lo
que es – Y se esfumó.
En otro
momento me hubiera importado, pero en ese no, yo tenía que encontrar lo que estaba buscando y seguí
hurgando en el vómito que había dejado sobre la acera.
Escuchaba
pasar los coches, eran ruidos infernales, junto a esa muchacha que no se
separaba de mi. Al no tener éxito sentí vaciar mi estómago con una última
arcada, eso fue unos metros más lejos y esa chica seguía mis pasos y mis huellas.
Cuando en
el último vomito no encontré
la cabeza de la cucaracha
pude resignarme, la encaré y
le pedí que se
fuera, que todo estaba bien, que no pasaba nada. Ella se fue apenada y a paso
lento; llegó hasta
la fonda, esa que dije que se llama “La Casa de la Abuela” y la señora algo le dijo; no sé
qué fue pero le impidió
a la muchacha que me
asistiera, lo cual agradecí muy en el fondo.
Me sequé
las lágrimas del esfuerzo y miré
ese desastre en la calle;
la anciana quería
maldecirme, pero ella había tenido la culpa, y lo sabía, tan fue así que no me sostuvo la mirada, yo seguí mi camino y en “La Casa de la Abuela” no había ni un solo cliente.
Me sentía débil
y tres calles adelante me detuve a respirar algo de aire, miré de nuevo hacia la fonda y ambas
mujeres están
afuera limpiando, la pobre chica se lamentó con un sincero gesto y en mis adentros me
quedaron ganas de decirles que si encontraban esa cabeza me lo hicieran saber,
pero era un vil disparate, una tontería, de tal manera seguí mi
camino.
Tenía que
cumplir con una clase de matemáticas a las seis de la tarde y para eso tenía que encontrar un sitio para asearme y
lavarme los dientes. En mi camino a la escuela apareció una pequeña oficina privada y
abajo estaban dos policías corpulentos. A mi se me miraba muy mal y les fui a pedir su cuarto
de servicio para poder asearme.
En seguida
me di cuenta que uno de los oficiales era gay y me sonrió – No tenemos permiso de prestarle
en baño a nadie, pero contigo haré una excepción –
Ya estaba
allí y no podía escoger, seguí al oficial, quien me llevó
hasta un sótano,
sacó una llave y abrió
el cuarto de baño.
Me pidió que pasará
y cuando estábamos adentro lo cerró con llave, quedando allí los dos.
Empecé a desconfiar, pero jamás
me sentí intimidado, lavé mis dientes y mi cara, remojé
mi pelo a la mayor
velocidad para poder salir de allí.
Le agradecí al oficial y le pedí que me abriera la puerta, se
empezó a reír ese
hombre armado y corpulento y me dijo – Si haces pipí te dejo salir –
– De
acuerdo – Dije sin
rechistar; entonces el oficial se sentó cómodamente para verme orinar, me miraba el
pene con fascinación
y se rascaba la cabeza.
En un
principio me costó orinar,
pero pude lograrlo con su mirada encima, acosándome. Me arreglé antes de lo que debiera y unas gotas mancharon
mi pantalón, cosa que le causó
gracia al oficial.
Le agradecí nuevamente y le dije – ¿Ya nos podemos ir? –
– ¿A dónde
vas con tanta prisa? – Me
preguntó poniéndome
una mano en el pecho y deslizándola hasta mi barriga y sonrió.
Cuando me tocó
la barriga sentí dolor, y recordé la cabeza de esa cucaracha, yo
también me reí,
pero fue un poco amarga mi risa y le dije – Tengo cosas que hacer oficial –
Lo miré a
los ojos, y al verme roto se contuvo, o tal vez la presión de dejar solo a su compañero,
en pleno día y en
una oficina y optó por
sacar la llave y abrirme esa puerta. Fue muy a su pesar pero lo hizo.
Yo estaba
tan perjudicado que no le di importancia y le volví a dar las gracias a lo que el chiveado
respondió – De nada guapo –
Salí de
ese cuarto de baño que parecía bodega y el aire me hizo muy bien, tan bien que agarré color en la cara.
Cumplí con
mis compromisos del día,
en la noche llegué a
casa y le conté a
esa familia con la que viví un tiempo lo que me había pasado. Ellos se sorprendieron y mi novia de aquel entonces intentó
ayudarme con platillos
suaves para mi estómago;
pero a pesar de sus cuidados no pude comer en tres días, caí debilitado en cama, pero no fue
nada preocupante, me recuperé poco a poco.
Y desde
ese día reviso lo
que como, lenta y minuciosamente, aunque la morfosismeta esté por venir y arrebatarme la juventud algún día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario