Mi
madre era una buena madre, yo también soy una buena madre, mi nombre no
importa, el de mi madre tampoco, solo te contaré que mi hogar era un templo de
amor y confianza, así lo aprendí de mis padres y así continué mi vida cuando
formé mi propio hogar.
La
nostalgia me golpea cuando recuerdo las tardes en el sofá, mi padre leyendo un
libro y el olor a comida cuando mi madre cocinaba, y subía desde la cocina a
cualquier parte de la casa ese delicioso aroma. Mi querido barrio en la Ciudad
de México, allí crecí y los años ochenta fueron los mejores, la tecnología
todavía no creaba barreras, los lazos entre vecinos eran fuertes, jugábamos con
los niños que vivían cerca de casa a algo tan divertido como las canicas o las
muñecas; no era extraño salir a la calle y conocer y reconocer las caras que te
rodeaban, sabías con quién hablabas siempre, al menos de quién era hijo, nieto
o hermano, íbamos al mercado y sabíamos a quién le comprábamos, todo ese mundo
me daba un sentido de pertenencia y confianza, sabía dónde estaba parada y
nunca imaginé que el piso debajo de mis pies desaparecería tragándome y
hundiéndome en este oscuro abismo.
Las
puertas de mi casa siempre estaban abiertas de par en par, no era importante
tener mucho, pero siempre había para todos, incluso para quienes llegaran.
La
adultez no es sencilla; la vida me lo enseñó como a todos, a base de golpes y
porrazos, pero permanecía optimista sobre el futuro. Tuve dos hijos con mi
primer esposo, la mayor iba a la secundaria cuando un día sin avisar trajo
consigo un amigo, y una historia. El pobre muchachito, delgado, enclenque, no
tenía dónde estar, su madre lo rechazaba, su padre era alcohólico y era el niño
solo contra el mundo. Por mi corazón y mi educación lo recibí en casa como
invitado a comer; aprendí a quererlo, a mis ojos no había nada malo con él,
necesitaba apoyo, amor y un hogar; y aún cuando no podía dejarle vivir con
nosotros definitivamente en mi hogar había un lugar para él.
El
destino me llevó por un vórtice de acontecimientos que no planeé, me vi en el
complicado proceso de una separación; y los subsecuentes hechos que este tipo
de situaciones preceden, perdimos contacto con el amigo de mi hija y seguimos
adelante como pudimos. Me levanté, como lo hacemos todos, un día despiertas y ya
no hay dolor, sólo la senda que se abre ante tus ojos y por mis hijos, por mí
misma tenía que seguir adelante. Así lo hice, en mi camino encontré un corazón
que me hizo creer en el amor de nuevo, tomé su mano y confié en mi y en él;
formé un nuevo hogar, un nuevo templo de confianza y respeto.
La
llegada de nuestra primer hija (tercera para mi) fue la coronación de esa nueva
vida, la felicidad era tanta que empañaba mi vista, lo tenía todo, lo había
logrado.
Como
la muerte que no avisa un día apareció en nuestra vida aquel amigo de mi hija,
de los tiempos de la secundaria, había crecido pero seguía siendo el animalito
asustado y desvalido de años atrás, pronto se acopló nuevamente a nuestra
rutina. Era un muchacho diligente, amable y acomedido en demasía y una persona
así siempre cabe en un hogar.
Ignoré
con enfado las críticas que me decían sobre sus malos hábitos y su persona, yo
le conocía de hacía años y sabía de su corazón. En la familia recién había
emergido un negocio y él ayudaba no sólo a mí, su bondad se extendía a mis
hermanos y padres; y así fue como empezó a quedarse en casa, era uno más de la
familia.
La
intuición de madre no se equivoca, llegaron momentos en los que me recriminé
sentirme incomoda con su presencia, después de todo ahora todos le querían y no
podía ni debía echarle. No tenía argumentos para hacerlo, cuando incluso yo
tenía que salir él se ofrecía a ayudar a mí a mi madre a cuidar de mi pequeña.
El tiempo pasa en un tan rápido, y cuando menos me di cuenta mi bebé empezó a
esbozar sus primeras palabras, qué alegría escuchar su respiración, ese
silbidito que se le escapaba al intentar articular palabras, la vida era
perfecta.
Nuestro
amigo comenzó a alejarse, no entendíamos su ausencia pero lo respetamos, a
veces los caminos se juntan para luego separarse sin mayor explicación, o al
menos eso pensé.
Una
noche de juegos nos divertíamos hasta que los borradores de palabras, que los
niños pequeños suelen a empezar a decir cuando
aprenden a hablar, rompieron la armonía. La dulce vocecita de mi hija le decía
a su padre que la tocara su parte íntima como el amigo de la familia solía
hacerlo. La sangre se me heló ¿por qué mi
hija haría una solicitud de esa naturaleza? Aquello era una pesadilla. Mi
esposo estaba tan consternado como yo; cuando enfrentas una situación así el
dolor no es inmediato, primero sobreviene la desesperación de la esperanza
ahogándose, la esperanza de que aquello sea una figuración tuya, que tu mente
adulta esté viendo y escuchando equivocadamente.
Cuando la esperanza ha muerto viene el coraje, la furia; y cuando caes en
cuenta que no puedes deshacer lo hecho viene el dolor y la impotencia.
No
puedes evitar culparte, a tu mente vienen decenas de recuerdos, momentos en los
que crees que pudiste haber evitado todo aquello. La triste realidad es que no
puedes, los depredadores van por el camino esperando encontrar a la presa y el
momento perfecto, caminan agazapados, expectantes. Tardé en reconocer que nada de lo que yo
pudiera haber hecho o dicho habría salvado a mi hija de ese monstruo.
Comprendí entonces el alejamiento, el por qué este individuo había salido de nuestras
vida sin previo aviso, sabía que mi hija estaba aprendiendo a hablar y que
pronto le delataría, sabía que dentro de toda su inocencia mi pequeña nos relataría, como pudiera darse a entender,
que aquel despojo le habría acariciado para luego llevarse los dedos a la nariz
y olfatear, como la asquerosa bestia que es, el aroma de su presa. Sentí asco,
no podía y aún no puedo comprender cómo dentro de la naturaleza humana puede
existir basura como ésta.
No
soy una buena madre, o tal vez sí, le abrí
las puertas al depredador, a quien no valoró mi cariño y confianza, pensé que
lo había salvado de una mala madre y por quererlo ayudar puse en riesgo a los
míos, pagué muy cara la osadía de querer resolver el mundo. Mi alma estaba
desecha, levantar la denuncia ante las autoridades no amainó la tortura; sólo
nos quedaba el amor, el amor cercenado porque habíamos amado a un monstruo.
Vivimos, porque no podíamos seguir adelante, era revivir una y otra vez la
misma escena, y volver a empezar. Tardamos en comprender que fuimos engañados,
que el estafador había entrado con nuestra invitación; esa es una herida que no
sé si un día deje de supurar.
Tal
vez dirás que soy una buena madre, o tal vez no, un vendaval de mentiras
destruyó todo aquello y lo hemos reconstruido, supongo que aún hay bondad en la
gente, pero la próxima vez que un extraño me pida pasar apelando a mi caridad
sin pesar responderé “nunca más”.
La mayoría de los abusos infantiles ocurren en casa, por personas en las que se confía y a las que se deja en algún momento, aunque mínimo, a solas con las y los niños. Si los familiares son un riesgo, cuanto más un extraño. El enemigo del alma no duerme. Queda sanar la psicología de las víctimas y extremar precauciones. :(
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