Por las calles de la
ciudad habían murciélagos quemados, mutilados, se habían convertido en el
blanco de algunos ignorantes que pensaban que quemando a esos oscuros animales
se iba a detener la pandemia que estaba poniendo de rodillas al mundo.
Afuera el mundo ardía,
no se colaba ni un poco de luz en medio de tanta oscuridad, y yo adentro, en el
quirófano, secándome los ojos disimuladamente, mientras la sanidad en el mundo
colapsaba yo estaba rodeado de doctores, presenciando el nacimiento de mis dos
hijos.
Habíamos llegado al
hospital de emergencia, pues la noche anterior un ultrasonido nos confirmaba
que uno de los dos niños no estaba creciendo y sus horas estaban contadas
dentro del vientre, era un flujo retrograda y para evitarle la muerte
programamos el parto doce horas después.
Podía sentir la
fragilidad de la vida allí adentro, no estamos más a salvo que afuera; donde la
gente se lavaba las manos varias veces y usaba cubre bocas, otros quemaban
murciélagos y los decapitaban, pero el virus letal volaba en el aire sin
piedad, no fue hasta que escuché el llanto de mi primer hijo que reaccioné, dos
minutos más tarde nació la segunda y allí fue cuando vi el milagro de la vida
opacado por la muerte.
Minutos antes de entrar
al parto el Doctor Infiernus me dijo – El panorama es muy oscuro, tienen 31
semanas de gestación y no la van a librar – Me auguraba la muerte, pero yo les
oía llorar, el llanto era vida, el de ellos sí, el mío no.
A diferencia de los
padres que graban los partos y se hacen fotos con sus hijos y lo trasmiten en
vivo, para mi aquel momento fue de pesadez, de lucha, solo el anestesiólogo me
abrazaba queriendo consolarme, dejándome entrever su homosexualidad por una
rendija.
Pero… ¿A dónde
habíamos llegado? Estaba el Doctor Infiernus, el Doctor Melcocha y el Doctor
Gris. En medio de ese confuso tablero de ajedrez me guiaba por el llanto
pausado de mis hijos, la niña fuerte, el niño tiritando en su osamenta, tenía
más huesos que piel. Fue hasta cuando se apagó la luz del quirófano que noté
que seguía caminando en la turbiedad, no sabía cómo, pero seguía caminando.
De momento entristecí,
pues mi tío había muerto dos días antes, y mis hijos eran dos y habían nacido
con una diferencia de dos minutos uno del otro, como siempre tenía dos
opciones, venirme abajo o seguir, creo que la opción dos era la mejor.
Los niños también
habían elegido la opción de la vida. Al día siguiente me citó el Doctor
Infiernus, ese personaje sacado de un comic de poca monta me inquirió – Los
niños están muy delicados, y aquí en el hospital la cuenta será muy alta, dime
cuando ya estés rebasado –
No entendía su doble
discurso, o tal vez sí; hablaba de la vida de mis hijos, pero también del
dinero, desplegó su factura y me hablaba en un promedio de casi 5,000 euros,
fue un momento frívolo, enmudecido en que las paredes colapsaron. Era evidente
que mi cara le decía que yo estaba rebasado, muy rebasado, entonces lo acepté –
Sí doctor, estoy fuera de presupuesto –
En ese momento la cara
le cambió, ya no era el caza fortunas sino un desentendido amigo – Los niños ya
no estaban delicados, es más, debían irse a un hospital público, pues al menos
les quedaba un mes de incubadora a cada uno –
Estaba empezando a
entender el mundo y mi mente viajó 6 o 7 años atrás, cuando conocí a Patch Adams
personalmente, aquel doctor americano que curaba con risoterapia y escupía en
sus conferencias cada vez que hablaba de la seguridad de salud privada en los
Estados Unidos, en ese momento me dieron ganas de escupir como él, hasta que el
Doctor Infiernus interrumpió – Un mes aquí son como 57, 000 euros, mejor paga
la primera cuenta del hospital y dame 1, 500 euros a mi, solo así puedo
ayudarte a sacarlos –
Era el momento de
huir, pues el hospital privado me podía dejar en la calle, y ante la
desesperación no hay antídoto, fui a la Seguridad Social, pero el traslado no
sería fácil, la burocracia me haría perder 3 días más, los que incluían
registrar a los niños y darlos de alta como derechohabientes.
Esos tres días me
escondí como rata, mi teléfono sonaba todo el tiempo, era el hospital privado
que me pedía las aportaciones, y me notificaban que debía una fortuna, tal era
mi desfortunio que la cantidad seguía creciendo sin control, hasta alcanzar
cifras en esos tres días de 11, 400 euros.
Caminaba de un
hospital al otro, sin esperanza, como si el mundo se hubiera desentendido de
mi, desolado como los murciélagos decapitados, calcinados, el virus que azotaba
al planeta sorprendía con las cantidades de muertos que reportaba cada día, la
economía iba en picada y ese año bisiesto 2020 estaba cambiando al mundo.
Llegó el día de
cambiar a mis niños del hospital privado al público, hablé con una doctora que
me dijo que me recibiría al niño en la mañana y a la niña por la tarde, solo
era pagar la ambulancia y el resumen médico.
Tan pronto me paré en
el privado llegaron como cardumen de peces aquellas administradoras queriendo
cobrarme, yo sereno, después de haber batallado por ese traslado les pedí
calma, dije que me llevaría al niño y evidentemente regresaría por la niña.
Cuando recién llegué y
pagaba las facturas las sonrisas y la amabilidad eran totalmente diferentes,
pero como toda hiena enseñaron los dientes, crucé el túnel y los ascensores
hasta llegar al niño con los paramédicos, hicieron el cambio de incubadora y
salimos por la rampa rumbo a la ambulancia. Afuera nos aguardaba el de
seguridad quien se opuso a darnos salida, entonces me llamó el Doctor infiernus
y sin más embrollos dijo – Me depositas 1, 500 euros o no sales del hospital –
– Pero doctor, yo le
voy a pagar, pero el niño está en traslado –
El de la ambulancia me
dijo – Ve – como si él supiera algo.
Salí corriendo a
buscar el banco y hacer una trasferencia de mis ahorros, pero de nada me sirvió
correr, pues en tiempos de contingencia por el virus las filas en los bancos
estaban en la calle, pues no podían permanecer en un lugar cerrado más de diez
personas – Se van a morir todos – pensé, hagan lo que hagan todos serán
portadores de la maldita cepa.
Con desespero pedí
entrar a hacer mi trasferencia, pero los burócratas bancarios no se apiadaron
de mi, incluso mi historia podía ser un cuento chino, pero un señor de entre la
gente me cedió su turno, no sé si lo sintió o manejaba un sensibilidad que no tiene
prejuicios y me dio su lugar.
Salí del banco gracias
a él, no sin antes agradecerle; salí con la ficha de depósito como una bandera
que ondeaba cuando se conquista algo, como esa bandera americana que puso Neil
Armstrong en la Luna y aunque no había viento, se movía, ondeaba.
Le mandé una foto al
médico de mi comprobante de pago y esa fue la llave; se abrieron las aguas como
se abrió el mar rojo para que en pleno éxodo cruzara el pueblo elegido, yo no
era del pueblo elegido, era un gentil subiendo a una ambulancia, cegado por el
sol y sudando cada gota, poco después y en un parpadeo la sirena de una
ambulancia por primera vez me daba tranquilidad.
Nos abrimos paso entre
los coches y el engrane se movía solo, los paramédicos le daban a los doctores
del público al niño, hasta que después de una serie de interminables tramites
logré que lo intentaran y le hicieran un lugar; ahora tenía que regresar por la
niña, y ya que me sentía más tranquilo por haber ganado una batalla, una
llamada me volvió a poner en taquicardia, pues el Doctor Infiernus me volvió a
llamar y como era su costumbre muy directo se limitó a decirme – Necesito 380
euros para el cardiólogo –
– Pero doctor, ya no
tengo dinero –
– ¡Tú si tienes
dinero!, te importa más eso que la vida de tu hija –
– Pero le juro que ya
no tengo –
– Si quieres que tu
hija salga quiero ese depósito ya y después me tienes que hacer caso, vas a
ponerte como loco en el lobby del hospital, y te escapas con la niña –
Como loco ya estaba y
después de siete horas sin comer y sin hambre lo pensé, y conseguimos apoyo de
otra persona que le depositó ese dinero al doctor, minutos después llegué por
la niña, pero eso iba a ser más difícil que cruzar la frontera de Serbia con
Bosnia en tiempos de guerra.
Al cruzar el lobby
tenía más de cinco personas rodeándome, pidiéndome aunque fuera la factura de
mi camioneta, me abrí paso con los paramédicos de la ambulancia que contraté y
llegué hasta la niña, y le dije – Ya regresé por ti – sé que no me lo había
preguntado, pero se lo dije, se lo tenía que decir.
Los médicos empezaron
a cambiarla de incubadora a la cama térmica móvil, pero las administrativas me
hicieron bajar y detuvieron a los paramédicos, fue donde recordé la cara del
maldito Doctor Infiernus y grité – ¿Están secuestrando a mi hija? Si le pasa
algo en el traslado ustedes serán las responsables –
Ordené a los
paramédicos que no se detuvieran mientras yo libraba una batalla a gritos con
las administradoras, pues ya les había pagado una gran cuenta y también al
doctor le había pagado el rescate, creo que era seguir el protocolo de ese
circo. Me abrí paso hasta ver a la niña en la ambulancia, pero una de las caras
se me quedó grabada, su desprecio, su gesto y después el paramédico pidió una
sábana, para que no le diera la claridad a la niña en la cara, la rechoncha enfermera
gritó – Se llevan mis sábanas y no me las devuelven –
Una sábana percudida y
unas facturas de locura, eso era la miseria mezclada con la mezquindad, poco
después llegó una doctora, no sé cómo llamarla, parecía una gíbara de cuello
largo y me dijo – Le tengo que cobrar por el resumen médico, no está incluido –
La niña en la
ambulancia y yo tuve que volver al cuarto de incubadoras, no podía decir que no
al segundo recate, pues cada minuto que pasaba era un peligro, y lo vi así pues
donde todo era limpieza y pulcritud, donde nos lavábamos las manos varias veces
al día estábamos contando dinero como si fuera la bóveda de un banco, pagué,
recibió, resistí los gritos de las administradoras, y continué hasta esa ambulancia
que era el camino a la libertad.
Estando allí arriba,
sin dinero ni deudas aspiré profundo y el pesado automóvil se abrió paso con la
sirena hasta llegar al hospital público. Fueron más papeleos y la niña entró
junto a su hermano, en camas vecinas, sentirse de nuevo juntos calmó sus
llantos.
Y cuando pensé que
todo había terminado escuché gritar a una enfermera – Acaba de dar a luz una
señora con Covid-19 aquí en el hospital –
En ese momento me
estremecí, y recordé lo frágiles que somos, la vida esta tan llena de muerte y
no se colaba ni un poco de luz en esta basta oscuridad. Recuerdo que era un
martes y miré las estrellas, eran 3 como mis hijos y yo, y después de todo
pensé – Seguro pase lo que pase y si no es aquí habrá un lugar lejano en el que
volvamos a encontrarnos, en un lugar que haya más luz que oscuridad –
Aun no canto victoria,
pues me encuentro escribiendo estas líneas ahora que están internados, he
conocido a las madres solteras que visitan a sus hijos todas las tardes,
entraré al club de costura, pero espero algún día poderle leer estas líneas a
mis hijos, que solo sean risas, que el covid haya desaparecido y que la
tranquilidad nos deje permanecer fuer de la tormenta, navegando detrás del sol.
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