jueves, 18 de junio de 2020

En Los Ojos de mi Padre


Por las calles de la ciudad habían murciélagos quemados, mutilados, se habían convertido en el blanco de algunos ignorantes que pensaban que quemando a esos oscuros animales se iba a detener la pandemia que estaba poniendo de rodillas al mundo.

Afuera el mundo ardía, no se colaba ni un poco de luz en medio de tanta oscuridad, y yo adentro, en el quirófano, secándome los ojos disimuladamente, mientras la sanidad en el mundo colapsaba yo estaba rodeado de doctores, presenciando el nacimiento de mis dos hijos.

Habíamos llegado al hospital de emergencia, pues la noche anterior un ultrasonido nos confirmaba que uno de los dos niños no estaba creciendo y sus horas estaban contadas dentro del vientre, era un flujo retrograda y para evitarle la muerte programamos el parto doce horas después.

Podía sentir la fragilidad de la vida allí adentro, no estamos más a salvo que afuera; donde la gente se lavaba las manos varias veces y usaba cubre bocas, otros quemaban murciélagos y los decapitaban, pero el virus letal volaba en el aire sin piedad, no fue hasta que escuché el llanto de mi primer hijo que reaccioné, dos minutos más tarde nació la segunda y allí fue cuando vi el milagro de la vida opacado por la muerte.

Minutos antes de entrar al parto el Doctor Infiernus me dijo – El panorama es muy oscuro, tienen 31 semanas de gestación y no la van a librar – Me auguraba la muerte, pero yo les oía llorar, el llanto era vida, el de ellos sí, el mío no.

A diferencia de los padres que graban los partos y se hacen fotos con sus hijos y lo trasmiten en vivo, para mi aquel momento fue de pesadez, de lucha, solo el anestesiólogo me abrazaba queriendo consolarme, dejándome entrever su homosexualidad por una rendija.

Pero… ¿A dónde habíamos llegado? Estaba el Doctor Infiernus, el Doctor Melcocha y el Doctor Gris. En medio de ese confuso tablero de ajedrez me guiaba por el llanto pausado de mis hijos, la niña fuerte, el niño tiritando en su osamenta, tenía más huesos que piel. Fue hasta cuando se apagó la luz del quirófano que noté que seguía caminando en la turbiedad, no sabía cómo, pero seguía caminando.

De momento entristecí, pues mi tío había muerto dos días antes, y mis hijos eran dos y habían nacido con una diferencia de dos minutos uno del otro, como siempre tenía dos opciones, venirme abajo o seguir, creo que la opción dos era la mejor.

Los niños también habían elegido la opción de la vida. Al día siguiente me citó el Doctor Infiernus, ese personaje sacado de un comic de poca monta me inquirió – Los niños están muy delicados, y aquí en el hospital la cuenta será muy alta, dime cuando ya estés rebasado –

No entendía su doble discurso, o tal vez sí; hablaba de la vida de mis hijos, pero también del dinero, desplegó su factura y me hablaba en un promedio de casi 5,000 euros, fue un momento frívolo, enmudecido en que las paredes colapsaron. Era evidente que mi cara le decía que yo estaba rebasado, muy rebasado, entonces lo acepté – Sí doctor, estoy fuera de presupuesto –

En ese momento la cara le cambió, ya no era el caza fortunas sino un desentendido amigo – Los niños ya no estaban delicados, es más, debían irse a un hospital público, pues al menos les quedaba un mes de incubadora a cada uno –

Estaba empezando a entender el mundo y mi mente viajó 6 o 7 años atrás, cuando conocí a Patch Adams personalmente, aquel doctor americano que curaba con risoterapia y escupía en sus conferencias cada vez que hablaba de la seguridad de salud privada en los Estados Unidos, en ese momento me dieron ganas de escupir como él, hasta que el Doctor Infiernus interrumpió – Un mes aquí son como 57, 000 euros, mejor paga la primera cuenta del hospital y dame 1, 500 euros a mi, solo así puedo ayudarte a sacarlos –

Era el momento de huir, pues el hospital privado me podía dejar en la calle, y ante la desesperación no hay antídoto, fui a la Seguridad Social, pero el traslado no sería fácil, la burocracia me haría perder 3 días más, los que incluían registrar a los niños y darlos de alta como derechohabientes.

Esos tres días me escondí como rata, mi teléfono sonaba todo el tiempo, era el hospital privado que me pedía las aportaciones, y me notificaban que debía una fortuna, tal era mi desfortunio que la cantidad seguía creciendo sin control, hasta alcanzar cifras en esos tres días de 11, 400 euros.

Caminaba de un hospital al otro, sin esperanza, como si el mundo se hubiera desentendido de mi, desolado como los murciélagos decapitados, calcinados, el virus que azotaba al planeta sorprendía con las cantidades de muertos que reportaba cada día, la economía iba en picada y ese año bisiesto 2020 estaba cambiando al mundo.

Llegó el día de cambiar a mis niños del hospital privado al público, hablé con una doctora que me dijo que me recibiría al niño en la mañana y a la niña por la tarde, solo era pagar la ambulancia y el resumen médico.

Tan pronto me paré en el privado llegaron como cardumen de peces aquellas administradoras queriendo cobrarme, yo sereno, después de haber batallado por ese traslado les pedí calma, dije que me llevaría al niño y evidentemente regresaría por la niña.

Cuando recién llegué y pagaba las facturas las sonrisas y la amabilidad eran totalmente diferentes, pero como toda hiena enseñaron los dientes, crucé el túnel y los ascensores hasta llegar al niño con los paramédicos, hicieron el cambio de incubadora y salimos por la rampa rumbo a la ambulancia. Afuera nos aguardaba el de seguridad quien se opuso a darnos salida, entonces me llamó el Doctor infiernus y sin más embrollos dijo – Me depositas 1, 500 euros o no sales del hospital –

– Pero doctor, yo le voy a pagar, pero el niño está en traslado –

El de la ambulancia me dijo – Ve – como si él supiera algo.

Salí corriendo a buscar el banco y hacer una trasferencia de mis ahorros, pero de nada me sirvió correr, pues en tiempos de contingencia por el virus las filas en los bancos estaban en la calle, pues no podían permanecer en un lugar cerrado más de diez personas – Se van a morir todos – pensé, hagan lo que hagan todos serán portadores de la maldita cepa.

Con desespero pedí entrar a hacer mi trasferencia, pero los burócratas bancarios no se apiadaron de mi, incluso mi historia podía ser un cuento chino, pero un señor de entre la gente me cedió su turno, no sé si lo sintió o manejaba un sensibilidad que no tiene prejuicios y me dio su lugar.

Salí del banco gracias a él, no sin antes agradecerle; salí con la ficha de depósito como una bandera que ondeaba cuando se conquista algo, como esa bandera americana que puso Neil Armstrong en la Luna y aunque no había viento, se movía, ondeaba.

Le mandé una foto al médico de mi comprobante de pago y esa fue la llave; se abrieron las aguas como se abrió el mar rojo para que en pleno éxodo cruzara el pueblo elegido, yo no era del pueblo elegido, era un gentil subiendo a una ambulancia, cegado por el sol y sudando cada gota, poco después y en un parpadeo la sirena de una ambulancia por primera vez me daba tranquilidad.

Nos abrimos paso entre los coches y el engrane se movía solo, los paramédicos le daban a los doctores del público al niño, hasta que después de una serie de interminables tramites logré que lo intentaran y le hicieran un lugar; ahora tenía que regresar por la niña, y ya que me sentía más tranquilo por haber ganado una batalla, una llamada me volvió a poner en taquicardia, pues el Doctor Infiernus me volvió a llamar y como era su costumbre muy directo se limitó a decirme – Necesito 380 euros para el cardiólogo –

– Pero doctor, ya no tengo dinero –

– ¡Tú si tienes dinero!, te importa más eso que la vida de tu hija –

– Pero le juro que ya no tengo –

– Si quieres que tu hija salga quiero ese depósito ya y después me tienes que hacer caso, vas a ponerte como loco en el lobby del hospital, y te escapas con la niña –

Como loco ya estaba y después de siete horas sin comer y sin hambre lo pensé, y conseguimos apoyo de otra persona que le depositó ese dinero al doctor, minutos después llegué por la niña, pero eso iba a ser más difícil que cruzar la frontera de Serbia con Bosnia en tiempos de guerra.

Al cruzar el lobby tenía más de cinco personas rodeándome, pidiéndome aunque fuera la factura de mi camioneta, me abrí paso con los paramédicos de la ambulancia que contraté y llegué hasta la niña, y le dije – Ya regresé por ti – sé que no me lo había preguntado, pero se lo dije, se lo tenía que decir.

Los médicos empezaron a cambiarla de incubadora a la cama térmica móvil, pero las administrativas me hicieron bajar y detuvieron a los paramédicos, fue donde recordé la cara del maldito Doctor Infiernus y grité – ¿Están secuestrando a mi hija? Si le pasa algo en el traslado ustedes serán las responsables –

Ordené a los paramédicos que no se detuvieran mientras yo libraba una batalla a gritos con las administradoras, pues ya les había pagado una gran cuenta y también al doctor le había pagado el rescate, creo que era seguir el protocolo de ese circo. Me abrí paso hasta ver a la niña en la ambulancia, pero una de las caras se me quedó grabada, su desprecio, su gesto y después el paramédico pidió una sábana, para que no le diera la claridad a la niña en la cara, la rechoncha enfermera gritó – Se llevan mis sábanas y no me las devuelven –

Una sábana percudida y unas facturas de locura, eso era la miseria mezclada con la mezquindad, poco después llegó una doctora, no sé cómo llamarla, parecía una gíbara de cuello largo y me dijo – Le tengo que cobrar por el resumen médico, no está incluido –

La niña en la ambulancia y yo tuve que volver al cuarto de incubadoras, no podía decir que no al segundo recate, pues cada minuto que pasaba era un peligro, y lo vi así pues donde todo era limpieza y pulcritud, donde nos lavábamos las manos varias veces al día estábamos contando dinero como si fuera la bóveda de un banco, pagué, recibió, resistí los gritos de las administradoras, y continué hasta esa ambulancia que era el camino a la libertad.

Estando allí arriba, sin dinero ni deudas aspiré profundo y el pesado automóvil se abrió paso con la sirena hasta llegar al hospital público. Fueron más papeleos y la niña entró junto a su hermano, en camas vecinas, sentirse de nuevo juntos calmó sus llantos.

Y cuando pensé que todo había terminado escuché gritar a una enfermera – Acaba de dar a luz una señora con Covid-19 aquí en el hospital –

En ese momento me estremecí, y recordé lo frágiles que somos, la vida esta tan llena de muerte y no se colaba ni un poco de luz en esta basta oscuridad. Recuerdo que era un martes y miré las estrellas, eran 3 como mis hijos y yo, y después de todo pensé – Seguro pase lo que pase y si no es aquí habrá un lugar lejano en el que volvamos a encontrarnos, en un lugar que haya más luz que oscuridad –

Aun no canto victoria, pues me encuentro escribiendo estas líneas ahora que están internados, he conocido a las madres solteras que visitan a sus hijos todas las tardes, entraré al club de costura, pero espero algún día poderle leer estas líneas a mis hijos, que solo sean risas, que el covid haya desaparecido y que la tranquilidad nos deje permanecer fuer de la tormenta, navegando detrás del sol.






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