José Luis nos abrió la puerta rescatándonos de la
mansión de los insectos, la vieja casa lucía fúnebre por el día, el polvo y las
oquedades podían notarse aún más y los bichos se disponían a dormir después de
la fiesta de anoche.
El guía que nos había puesto el párroco se acompañaba
por su pequeño hijo que no había ido a clases esa mañana; con más andar que
silencio fuimos a las ruinas de San Andrés, y a las Joyas de Cerén, ambas de
origen maya, para terminar a la orilla del Lago de Coatepeque comiendo unas
pupusas.
El día se fue en un parpadeo y cuando menos lo
pensamos ya estábamos de vuelta en Izalco con el Padre, quien amablemente nos
preguntó – ¿Cómo están hijos? ¿Les gustó lo que vieron de mi país? –
– Con todo lo que ha hecho usted por nosotros será
imposible olvidarse de Izalco –
El padre sonrió complacido – Muchachos, hay una
señorita que vino a preguntar por ustedes, estuvo ayer en la cena, ella se
ofreció a darles posada esta noche, pues yo entiendo que la casa que se les
prestó ayer no estaba en las mejores condiciones –
– No diga eso Padre es más de lo que merecemos este
holgazán y yo –
Héctor se empezó a reír, el Padre también, entonces la
sombra de una chica se hizo presente y nos dijo – hoy se van conmigo, aquí la
noche es muy peligrosa –
– Pero, no queremos molestar – dijo Héctor
– En mi casa solo vivimos mi mamá, mi abuela y yo, y
sé que les hará bien hablar con extranjeros, mi abuelita está deprimida –
El Padre nos dedicó una mirada piadosa – Vayan y
descansen hijos, en este nuestro pueblito tienen su casa y todos los que
vivimos aquí somos sus hermanos –
Fuimos tras la muchacha que esa noche se encargaría de
nosotros, los lastres de Izalco, se volteó y nos dijo – Soy Cristina –
– Yo soy Héctor –
– Ya lo sabía, el padre me dijo sus nombres, un
español y un mexicano –
Omití decir mi nombre y fuimos tras sus pasos por la
oscura noche y las empedradas calles de lodo y arcilla hasta llegar a la muy
humilde morada de Cristina y las mujeres que allí habitaban. La casa derruida,
las paredes laceradas por el tiempo inclemente, el calor flotaba en la oscura
noche y los ojos de una triste viejecita nos recibían.
Sus ojos que no podrían explicar lo que años atrás
había sido El Salvador, que decir El Salvar, Izalco, en su pupilas nos
dibujábamos dos jóvenes con el mundo por delante provenientes de tierras
extrañas y con una sonrisa amble y tierna nos acogió sin presentación.
La mamá de Cristina sirvió la cena y nos sentamos
todos a la mesa, pero la abuelita no nos quitaba los ojos de encima y nos
preguntó – ¿Cuál es el propósito de su viaje? –
Esa pregunta nos hizo reflexionar, incluso nos miramos
Héctor y yo, pues aun no encontrábamos ese propósito, pero Cristina interrumpió
– No le hagan caso a mi abuelita, ya está muy viejita –
– No, ni lo digas, tu abuelita tiene razón, es muy
buena pregunta –
Cristina desvió la charla, mientras la ancianita me
sonreía, sabía que la habíamos entendido – Mamá, estos son los jóvenes de los
que te hablé –
– Lo sé hija, estos dos muchachos ya son un suceso en
todo Izalco –
– Hoy en día es muy fácil ser un suceso – dijo la
viejita picara, yo me reí con ella, seguro tenía razón, pero Cristina insistía
con otros temas y dijo – El año pasado vino de mochila una muchacha de los
Estados Unidos, se quedó una semana, aquí le dimos hospedaje, de vez en cuando
aún me escribe –
Empezamos a comer algo muy parecido a un tamal y la
abuelita se puso a llorar en silencio, con las lágrimas que le caían al suelo,
Héctor me miraba extrañado y yo a él, se hizo el silencio con las sonrisas
nerviosas, entonces Cristina empezó – Abuelita, ya no llores, en el asilo vas a
estar mejor, allá tienen actividades y no te obligan a bañarte diario –
– Pero yo estoy bien en mi casa, si lo que no quieren
es visitarme no hay problema, yo me quiero quedar en mi casa –
– No hagas berrinche mamá – Le decía la señora a la
más vetusta – Tu ya no puedes vivir sola –
– Yo sí puedo vivir sola, déjenme en mi casa –
– ¿Quieres que los muchachos te vean así? –
– Sí no les importo a ustedes que lo sepan todos –
Se tensó el momento, las risas se podían cortar con
una tijera y fue entonces que imprudentes intervenimos – Necesitamos una
compañera de viaje –
La viejita me miró cándida, recuperando la fe, pero no
había sido más que un disparate lo que había dicho, lo noté en la cara de las
más jóvenes de la dinastía.
– Pues yo creo que los asilos son aburridos – dijo un
Héctor aún más imprudente y ese comentario acabó por desquiciar a la audiencia.
– Se tiene que ir – dijo Cristina – Nosotros ya no
tenemos dinero y el gobierno tiene asilos –
– Pero yo tengo mi casa –
Se hizo el silencio, era una llamada de auxilio a
gritos, pero nosotros éramos incapaces de recatarla, lejos de nuestras tierras,
con un largo camino recorrido y por recorrer, queríamos curar las tristezas del
mundo, pero el mundo nos enfermaba de tristezas a nosotros y en el final de sus
ahogados ojos en llanto, ahogué mi impotencia.
– Es hora de dormir – Se la llevaron como quien se
lleva a un loco sin voluntad, ella nos dijo adiós, me puse en pie y le tomé las
manos, ella lloró en silencio, no pudiendo evitar su destino, ni nosotros el
nuestro, ni el de nadie.
Nos cortaron la conversación y la mamá de Cristina
dijo – Se debe dormir ya, para tomarse sus medicinas que tan caras nos cuestan
–
Esa gente hacía mucho énfasis en lo caro, en el
dinero, pero se hizo más noche y Cristina siguió como si nada hubiera pasado,
su abuela no era trascendental y recobró la sonrisa diciéndonos – Muchachos,
nosotros hable y hable y ustedes que mañana temprano se van para la capital,
los voy a dejar dormir –
– No te preocupes por nuestro sueño – dije
desconcertado con la pena de saber el destino de la pobre abuelita, pero
Cristina volvió a invitarnos a dormir haciendo énfasis en que mañana temprano
debíamos marcharnos – Yo lo digo por Héctor que se está durmiendo, mira como se
le cierran los ojos –
– No, él está bien, tiene ojos de huevo apachurrado –
Héctor se empezó a reír en medio de la amargura, yo no
pude y pregunté osadamente – ¿Por qué abandonar a tu abuelita? –
Cristina se ruborizó, o eso pude percibir a la sombra
de la tenue luz – Aquí la vida es muy difícil, mi mamá y yo queremos ir para
Estados Unidos, en El Salvador no hay futuro, si vendemos la casa de mi abuelita
y la dejamos en un asilo, mi mamá y yo podremos irnos, para mejorar nuestra
vida –
– ¿Y la abuelita? ¡Morirá de pena! – dijo Héctor
– Morirá Héctor, todos moriremos – respondió Cristina
– Muerte en vida, aunque ella solo quiere morir en su
casa – les dije
– Ella ya vivió – dijo una Cristina ya cansada de
nosotros, de la abuelita y de su vida.
Nos señaló los catres y nos acostamos boca arriba
diciendo con desgano – Gracias, buenas noches –
Con los pantalones puestos y sintiendo la tierra en
mis piernas me quedé viendo la penumbra en el infinito cielo de un lejano
lugar, las estrellas no se veían como siempre, solo una a punto de colapsar; la
abuelita que no se apartaba de mi cabeza, pensé en el abandono, en la
desolación, en los inconvenientes de la edad y en la injusticia de toda una
vida dedicada a la familia, esa familia que le pagaría con la traición y la
indiferencia.
En la soledad de la noche ni los ronquidos de Héctor
me molestaban, me pasó por la cabeza meterle un calcetín en la boca, pero no
tenía fuerzas, estaba más cansado de lo que pensaba. A diferencia de otras
noches no hubo pesadillas, solo dolor de espalada, hasta que un rayo de sol
entró por aquel techo lleno de agujeros y chocó con mis ojos, luego de
incorporarme la madre de Cristina se hallaba cerca – Buenos días –
– Buenos días chicos ¿Ya listos para emprender camino?
–
Asentí al momento de sacudir a Héctor que no
reaccionaba – ¿Y Cristina? – pregunté
– Tuvo que salir a una actividad de la iglesia –
– De la iglesia – pensé en voz alta
– ¿Y la abuelita? – preguntó Héctor
– Ella sigue dormida, pero coman algo muchachos, yo
los acompañaré hasta el desvío, desde allí pasan los autobuses que les llevarán
a San Salvador –
Eso había sido una amble invitación a marcharnos y a
no preguntar nada más, ni Cristina, ni la abuelita, la mamá sería la encargada
de despacharnos, y siguió con su perorata tan amable – Disculpen que no los
desperté antes, pero no fui capaz, los vi descansando tan a gusto –
– Sí, teníamos que recuperarnos un poco – dije
desarmado, sin argumentos.
Nos sentimos listos para partir, agradecimos tantas
atenciones y enfaticé – Despídanos de Cristina –
– Y de la abuelita también, no la desamparen – dijo un
Héctor inocente, casi conmovedor
La señora nos despidió – Aquí todas estaremos bien,
les deseo suerte en su camino –
– Adiós señora, adiós Izalco, adiós desamparo – pensé
mientras agitaba la mano como un pañuelo.
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