Izalco, capital del olvido,
ni yo pensé que este pueblo existiera, pero existe, y ahora se ha vuelto tan
importante, pues allí pernoctaríamos mi amigo y yo; esa tierra extranjera nos
hacía sentir en paz y más teniendo como amigo al cura de la parroquia. Él se
dirigió a mí una vez acabada la cena y me dijo – Esta es su casa; El Salvador
acoge a todos nuestros hermanos que andan por el mundo y hoy estoy alegre de
tenerles aquí –
Le extendí la mano – Gracias
Padre, Héctor y yo estamos muy agradecidos con usted –
El padre nos acercó a un
hombre delgado, de rostro afilado y tez morena, bigote poco poblado y sugirió –
Él es José Luis, trabaja para la parroquia y les llevará hasta una casa que
tengo destinada para mis huéspedes, en aquel lugar podrán pasar la noche y
mañana que estén descansados él les llevará a las ruinas de San Andrés, y al
bello lago de Coatepeque –
– Gracias Padre, pero no es
necesario, con la cena y el alojamiento ya ha hecho bastante por nosotros –
Dijo un Héctor resignado, yo lo miré y pensé – Pero como no va a ser necesario,
si estamos en sus manos –
Me callé, esperando la
respuesta del Sacerdote – No tienen de que preocuparse, yo me quedaría más
satisfecho si dejan que José Luis los lleve a descansar y los acompañe a pasear
mañana, quiero que se lleven un lindo recuerdo de mi país y le hablen a todos
sus conocidos de Izalco –
– Así será Padre, quien me
conozca sabrá de Izalco – Dije sumido en el cansancio.
– Tengan buena noche muchachos,
ya se miran muy agotados –
– ¡Buenas noches Padre! –
dijimos Héctor y yo casi al mismo tiempo, y sin beso de mano seguimos a José
Luis hasta nuestra humilde morada.
Después de caminar unas
calles dimos con la casa, era enorme, una mansión que estaba en el corazón del
pueblo. José Luis sin decir palabra empujó la puerta al tiempo que metía la
llave, y de la cerradura salían montones de hormigas rojas que alojadas ahí ya
habían hecho su hogar, después nos dejó pasar al tiempo que las cucarachas
coqueteaban con su pie; él pisó una haciéndola crujir con fuerza, como si ese
pisotón ahuyentara a las demás, nosotros sentimos el escalofrío que descendió
por nuestro cuerpo con el crujir del desventurado insecto que yacía sin forma
en el suelo, después él señor se marchó esbozando una fúnebre sonrisa.
Salió de la casa y nos
encerró con la llave como si nos fuésemos a escapar. Miré a Héctor, extrañado,
pero no tuvimos tiempo de decirle nada, pues el señor ya se había ido.
La mansión era impresionante
por dentro, parecía un convento, todo pintado de blanco empolvado, sin muebles,
el eco recorría el lugar con rapidez, así como la suciedad y el descuido,
alrededor había maleza y el calor nos hacía sudar a borbotones.
– Esto está grandísimo –
Dijo Héctor.
– Paredes de más de tres
metros –
Nos miramos – Oye Oscarin
¿Por qué nos habrá encerrado este cabrón? Si aquí no hay nada que robarse –
– A lo mejor es para que
nadie más se meta a dormir con nosotros –
– Cállate, solo eso nos
faltaba –
Había dos colchonetas
pegadas a la pared, pero Héctor antes de pensar en acostarse fue a explorar la
casa – Ven, mira que terreno tan grande –
Me asomé pesadamente, el
calor y las gotas de sudor mojaban mi camiseta y mis pantalones, también se
inundaba mi rostro. El terreno baldío lleno de hierbas mal cortadas estaba
desolado, en sus buenos tiempos pudo haber sido utilizado para eventos
importantes.
Héctor siguió caminando
hasta que se sentó cerca de un lavabo de piedra, la frente le goteaba mojando
sus zapatos, y tomando en cuenta que estábamos en el mes de diciembre
concluimos que Izalco era un horno, sudando al mínimo esfuerzo, incluso
permaneciendo inmóviles.
Justo a un lado del lavabo
colgaba una manguera verde y sucia, ambos la vimos casi por inercia esperando
que saliera de allí agua fría y fresca, girando la llave tocamos el chorro
helado, tal y como nos lo habíamos imaginado, nos quitamos la ropa y nos repartimos
esa efímera frescura que nos ayudaría a dormir.
Cerramos la llave del agua y
dejamos que se nos secara el cuerpo con el mismo calor, pues de viento no había
ni brisa, nos acostamos cada uno en un cochón hasta que las gotas frías se
volvieron sudor.
Héctor estaba inquieto, su
colchón lleno de polvo no le animaba a acosarse, entonces le dio la vuelta y se
encontró con una desagradable sorpresa, un cementerio de cucarachas pegadas en
la parte que tocaba el suelo, lo vi con disgusto, y yo no quería mover el mío,
pues lo más seguro es que estuviera igual – ¿Y qué tal si lo dejas como estaba?
–
Héctor lo soltó y lo dejó
caer, entonces las alas de las cucarachas volaron envueltas en polvo, yo bajé
la cabeza tapándome la nariz para no respirar toda es oleada de suciedad, de
pronto un de los zapatos de Héctor salió volando y casi me parte la cabeza –
¿Qué te pasa? ¿Te estás volviendo loco? –
– Un alacrán amarillo
Oscarin, atrás de ti –
– ¡Ten cuidado! –
Héctor se aproximó al
alacrán y con rencor le propinó una patada que lo destrozó en el aire, solo lo
vi caer, inmóvil. Yo por otro lado no quería levantar mi colchoneta, prefería
dormir sobre todos esos insectos sin saber cómo eran, me invadió una rara
sensación de escozor, asco, repudio, sentía cosquilleo, imaginaba que cientos
de animalitos recorrían mi cuerpo.
Pronto la cucaracha que
había matado el empleado del cura era llevada a hombros por decenas de hormigas
que iban a merendar a esas horas de la noche, las hormigas sigilosas no seguían
ninguna dieta, cerré los ojos esperando a que Héctor terminara de arreglarse y
pude sentir como las gotas de sudor recorrían toda mi cara, después las moscas pesadas
y furiosas se estrellaban contra mi frente, torpes y sin titubeo seguían una
tras otra, parecían proyectiles, yo apreté la boca con fuerza para no tragarme
ninguna, solo sus zumbidos en mi oreja me robaban la tranquilidad.
Era momento de apagar la luz
para dormir, entonces le sugerí a Héctor que lo hiciera – Apaga la luz –
– Mejor no hay que apagar la
luz –
– Y ahora ¿A que le tienes
miedo? –
Héctor levantó la vista
lleno de terror, señalando al techo, le seguí con mis ojos hasta llegar a una
telaraña gigante en la que colocada cómodamente estaba una araña tan grande que
coronaba la estructura de hilos. Sentía que sus ocho ojos me miraban fijamente,
de color negro, con muchos pelos que recubrían su enorme cuerpo, caer en esa
telaraña como una mosca podría ser fatal, imaginado esos colmillos que trituran
y devoran.
– Creo que esta vez tienes
razón, no hay que apagar la luz –
– Está grandísima, si nos
pica puede matarnos –
– Lejos de picarnos siento
que nos puede comer, además tienes más pelos esa araña que tú en todo el pecho
–
Héctor se quiso reír, pero
no se sentía libre, observados por la araña dijo – Creo que ya no voy a poder
dormir –
– Tranquilo, podemos despegar
los colchones de la pared, así se lo pondremos más difícil, incluso si nos
colocamos en medio de la habitación la araña no podrá alcanzarnos –
– Es su casa, ella es la
dueña y creo que no somos bienvenidos –
– Pues que se joda –
Al oírme movió todas sus
piernas, era una advertencia, un desafío, no había nada más que hacer, o ella o
nosotros – ¡Vamos matarla! –
– ¿Cómo? –
– Trae piedras del jardín,
la aplastaremos –
La araña se movía sin salir
de su telaraña que estaba justo a tres metros de altura de nosotros, Héctor
tajo varias piedras, grandes, chicas; apuntamos y disparamos.
Fue una lluvia de piedras, y
la más cercana no le provocó ni moverse, la araña se reía de nosotros, de
nuestro desgano, de nuestra pésima puntería, podía sentir sus risas ahogadas y
sus gritos – ¿Eso es todo? Tienen brazos de mosquito, son débiles, no tienen
puntería, esta es mi morada –
Nos rendimos sin éxito, la
telaraña estaba intacta, y la araña no nos quitaba la vista de encima, esperando
el momento apropiado.
Con la luz encendida
empezamos a hacer guardias, la vigilábamos, si ella se bajaba podríamos
fulminarla, si nosotros nos dormíamos ella nos fulminaría.
El viaje había sido muy
largo y mis ojos se cerraron involuntariamente, sentí como si mi almohada se
moviera, como si tuviera vida propia, no recuerdo cuales eran los linderos
entre lo real y lo onírico, pero de pronto palpé la almohada por debajo y logre
tocar algo baboso, de piel resbaladiza como un caracol, era una sanguijuela, o
algo parecido, un animal extraño que me amenazaba con chuparme la sangre desde
su boca, pasando sus colmillos a través de la delegada almohada.
Podía ver su horrible boca y
cuando me iba a succionar escuché un grito seco, eso me trajo a la realidad,
era Héctor asustado, sudando como si le hubieran duchado a cubetazos, y sentado
en la cama gritaba, yo no sin antes comprobar que la araña siguiera en su lugar
le pregunté – ¿Qué te pasó? –
– Un murciélago, se quería
parar en mi cara y le di un trancazo –
– Debes estar soñando, yo
también soñaba con una sanguijuela enorme y negra que me iba a succionar los
sesos –
El animal daba vueltas en
círculos con un ala rota – ¿Pero que le hiciste? –
– No lo sé, se me paró en la
cara y solo moví el brazo para quitármelo –
– Pues le diste un buen
golpe, ahora remátalo –
– No puedo, no podría
matarlo –
– Pero está en agonía –
Nos acostamos sin decirnos
nada, y el aleteo me perturbaba, el murciélago se debatía entre la vida y al
fin fue la muerte la que ganó con la fatiga de esa ala única golpeando el suelo
sin poder emprender el vuelo.
Cuando al fin el alma del
murciélago abandonó el lugar miraba a la araña, que nos condenaba con sus ocho
ojos, pero no se había movido de su lugar, esperaba el momento preciso y con el
pequeño reloj de mi pulso descubrí que solo habíamos dormido una hora, esa
pesadilla de la sanguijuela había sido muy breve pero intensa.
Contemplaba desde mi colchón
sus ocho patas y sus ligeros movimientos, hasta que la sentí cerca, la
respiración del arácnido resoplaba en mis mejillas y la vi, sus ocho ojos me
hipnotizaban, de cerca se veía más gigante y yo diminuto – ¿Por qué quisiste
matarme? – me dijo la araña con voz inteligible.
– Verás, yo no quise
matarte, solo que pensamos que nos ibas a picar y por eso te lanzamos piedras –
Empecé a sudar, mientras el
arácnido ponía una de sus ocho patas en mi pecho – Te voy a succionar toda la
sangre de tu corazón –
– Mira, nosotros solo
estamos de visita –
– Será tu última visita a
algún lugar, esta es mi casa y tu quisiste matarme –
Entendía las razones de la
araña, pero creo que estaba siendo muy drástica conmigo, volteé distraído por
los cuchicheos de cientos de hormigas que se reían, degustaban una enorme
cucaracha a un costado de donde yo me encontraba y desde un agujero cientos de
antenas cafés se movían como si siguieran un mismo ritmo, y de ese agujero
provenían voces – Estoy muy incómoda aquí, ¿Cómo habrán hecho para meternos a
todas en este agujero? –
– Las cucarachas siempre se
quejan – Me dijo la araña con sus ocho ojos fruncidos, después la miré,
implorando piedad, me sentía atado en sus redes y le pregunté – ¿Cuántos somos
aquí –
– Hay cientos de almas, por
cada ser humano habemos 200 millones de insectos, pero también somos almas como
la tuya y la mía, pero tienen otros cuerpos, la casa parecía estar sola cuando
llegaste, pero estaba habitada –
Miré la pata de la araña a
punto de atravesarme el pecho y grité – Noooo –
– ¿No qué? – me dijo un
enfurecido Héctor.
– La araña, me iba a picar –
– Esa chingadera no se movió
en toda la noche –
La miré diminuta, en su
telaraña cuando empezaban a partir la oscuridad los primeros rayos de sol, el
murciélago muerto atrás nuestra y todo en calma, parecía que había sido una
pesadilla.
– ¿Con quién estuviste
hablando toda la noche que no me dejaste dormir? ¿Con la araña? –
– Creo que sí – le dije
echándome las manos a la cabeza y entonces la puerta se abrió tras girar con la
llave esa pesada cerradura, la luz entró haciendo un haz que surcaba el polvo,
entonces entró José Luis, el empleado del párroco y con una seña nos invitó a
salir, era momento de partir hacia el salvaje destino, dejando a la araña en su
reinado y esa mansión llena de miles de insectos en todas sus formas.
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