Lo había sentido
antes, quizá en otra vida, pero lo había experimentado ya. El olor a madera
putrefacta inunda mis sentidos, mis poros transpiran la humedad, pero mi
aliento sofocado, es imperceptible. La tierra sedienta me
cubría; el sol la castigaba más y más, sacando de ella hasta la última gota de
agua, y ella en respuesta se cuarteaba como si mostrara su descontento.
Por momentos no tenía
miedo, intentaba cerrar los ojos y no quería saber más nada, pero de pronto las
cosquillas que me hacían las delgadas patas de un largo insecto que escalaba mi
pie me regresaban al martirio, ¿por qué no podía alejarlo de mí? Mi cuerpo
estaba inmóvil y yo en ese ataúd de madera yacía muerto.
Rodeado de
tanta gente y presenciando mi propio funeral, puedo verlos a través de la
separación de las tablas con las que está hecho mi ataúd, escucho sus murmullos
que son rezos y un fuerte llanto de mujer, aparecen de pronto sus caras aunque
no todos se atreven a asomarse para darme el último adiós. Qué incómodo estoy, mi cuello no
puede sostener tanto peso suspendido entre mi cabeza y mi espalda y por si
fuera poco la medida de mi ataúd está mal, por su estrechura tengo entumidos
los hombros y no puedo acomodarme, ningún músculo de mi cuerpo me responde. ¡Dios
mío! Tengo desgarrada la garganta de tanto gritar ¿Por qué ya nadie me escucha?
Mi supuesto estado de paz me está llevando a la psicosis.
Y el maldito
insecto no deja de recorrerme burlándose de mí, cómo quisiera sacudirme y aplastarlo,
pero sigo sin poder levantarme de mi letargo.
Se acerca el momento
final, ya casi la tierra me cubre por completo y en el proceso se ha colado
algo de arena por mis fosas nasales, cómo quisiera estornudar, pero no puedo.
Solo escucho sus rezos, esos rezos fúnebres que lejos de llevarme al descanso
me atormentan y me hacen estremecer en mis adentros horrorizando, solo quiero
que me abandone la poca vida que me queda, si es que de dentro de la muerte hay
un hálito de vida – ¡Maldita impotencia! – pensé. Cómo me gustaría levantarme y
gritar a todos ellos que me dejen salir de aquí, pues yo no estoy muerto,
aunque no me pueda mover tengo
miedo, miedo a la noche, miedo a la
soledad y a este desolado campo santo que está lleno de supuestos muertos como
yo.
Me había abandonado la
fuerza, mis manos ya no eran mías, pues me desobedecían, ¿Quién era yo? ¿En qué
me había convertido? Sólo era dueño de mis pensamientos y ellos me hacían estar
consciente de que la vida ya no me pertenecía. No perdía ni un detalle de mi
entierro, escuchaba las viejas oraciones que yo les recé a mis mayores cuando
murieron en mi lengua natal; el francés criollo.
Ahora lo sabía todo,
estaba en esa tierra, el lugar donde la muerte te lleva a una nueva vida,
aunque la muerte es el único camino, la patria de la desolación donde todos los
días te abandona el espíritu y cada momento se vuelve una constante lucha por
la resistencia, ya no tenía más dudas, estaba en Haití. Mi natal Haití.
Como si de acero se
tratara la pesada cortina de mis parpados inmóviles dejan que se filtre la luz
que poco a poco la tierra cubre dando paso a la oscuridad espesa, pero los
cuchicheos no se desvanecen, esos rezos torturan mis oídos, son juntos un
titilante siseo que como serpientes se arremolinan en torno mío, arrullando mi
último viaje. Me
pierdo de nuevo en las figuras de la oscuridad, algunas delineadas con una fina
capa de moho negro. Adivino otra figura; parece un humano, su delgadez y esa
estela blanca de calitre parece su túnica; su rostro de rasgos casi finos y la
piel pegada al hueso ¡es El Bokor!
Un recuerdo
rasguña mi mente, casi causándome dolor; entre las figuras me veo a mi, la
última noche, cenando con mi familia a la luz de las velas que alumbran un
escaso espacio de la calle, se han unido los vecinos, y cuentan historias de
terror para asustar a los más pequeños.
— ¿Qué es un
zombie padre? — me pregunta mi hijo al escuchar a mi primo hablar sobre ello —
Un zombie es un muerto en vida, viene por las noches y te muerde y te conviertes
en zombie y tienes que comer cerebros para toda la eternidad ¡Aaaargggghhhh! —
mi hijo saltó de su sitio y corrió a los brazos de su madre, entre las risas y
burlas de los que estábamos ahí.
— ¿Por qué le
mientes al niño? Mentir está mal — Una voz profunda que venía de la sombra
partió las risas erizándonos la piel. Todos sabíamos de quién era esa voz, El
Bokor de mi barrio caminó casi flotando en el fango que cubría el callejón.
— No le he
mentido, si lo vimos el otro día en la televisión de monsieur André, una
película muy divertida de zombies que comen gente — Le dije intentando suavizar
el ambiente.
— ¡Eso es
mentira! ¡Es blasfemia y lo sabes! — dijo encolerizado — Estados Unidos y sus
fantasías, han manchado nuestra cultura, se han burlado de Haití y del Vudú — y
bajando la voz se acercó a mi rostro, casi susurrando — Papa Doc supo poner a
esos cerdos en su lugar — mientras me decía aquello mi sangre se heló, su
fétido aliento me impregnó y pude ver sus sucias piezas dentales que parecían
danzar al ritmo del fuego que nos iluminaba.
— Papi ¿De
qué habla? — mi hijo me sorprendió a mi lado ya.
— Después te
cuento — le dije para evitar más preguntas, aún cuando no tenía idea de lo que
aquel hombre hablaba. El Bokor adivinó mi ignorancia y sonriendo se acercó a mi
hijo, curvando su columna como una cobra — El número favorito de Papa Doc era
el 22 ¿Sabías eso? — mi niño sacudió la cabeza negando, apenas había escuchado
ese nombre en la calle y era muy pequeño para mostrar interés — Estados Unidos
hizo enfadar mucho a Papa Doc y él utilizó su poder para que un día 22 esos
bastardos tuvieran una lección ¡destripó al imbécil ese como a un insecto! —
terminó su frase con una profunda carcajada.
Levanté a mi hijo del suelo, para protegerlo de lo
que le estaba asustando cada vez más — No te asustes pequeño, tu padre no ha
sabido explicarte. Un zombi es un espíritu arrancado de la tierra. Cuando
alguien hace algo muy malo, como mentir — dijo clavando sus ojos en mi — Lo
paga con la vida… y con la muerte —
— Basta
Señor, por favor, no quiero que mi hijo se preocupe por cosas que ni siquiera
yo he visto —
— Tu
incredulidad insulta, pero tu ignorancia puede ser curada — Mis vecinos, más
listos que yo ya se habían ido, sólo mi esposa y mis hijos estaban conmigo —
Verás niño, para hacer un zombi no necesitas morder a nadie, sólo tienes que
poner un poco de este polvillo — y sacó un frasco pequeño que fue antes de cápsulas
— en su comida o en su cara, y luego de unos días tendrás un zombi para ti, que
haga lo que tu le digas y quieras.
Mi hijo
temblaba en mis brazos, pero su curiosidad galopante no dejaba de cuestionar —
¿Es un polvo mágico? — lo que desató la risa del Bokor.
— Sí. Mucha
gente niega su magia. Han venido esos cerdos americanos a querer explicar con
su ciencia y su merde, pero sólo han encontrado sus ingredientes de este mundo.
El pez globo, algunas hierbas, huesos de… —
— ¡Basta ya!
— me arrepentí inmediatamente de mi ofuscación — Por favor Monsieur, no quiero que el niño tenga problemas para dormir,
mejor nos vamos —
El Bokor se
acercó a mi pequeño — Pero la magia viene de los ingredientes que no puedes
encontrar en esta tierra —
Se incorporó,
su mirada profunda y negra se clavó en mí, sonriendo se dio la media vuelta y
se fue tal como vino — Hasta pronto familia, y recuerden que mentir está mal —
— No debiste
decirle todo eso — me increpó mi esposa — Es muy peligroso —-
— ¿Tu
también? vamos a dormir, ya no pensemos en cosas que no sabemos si son ciertas
—
— ¿No notaste
que sus pasos no se oían? ese hombre tiene magia —
— Eso es
porque está muy delgado, casi se lo lleva el viento — quise tranquilizar a mi
mujer con un poco de humor y caminé hacia la casa.
Sí, puedo
verlo, la figura grisácea y curvada de humedad soy yo, entrando a casa, y la
pequeña que se extiende es mi mujer, que de la mano lleva a mis otros hijos.
Pensé toda la
noche en lo que me había dicho El Bokor, no era ignorante; el tema era muy
doloroso para mi familia. Agradecí a Bondye que mi madre no estuviera ahí. Su
hermano Nivard había desaparecido una noche, luego de pelear con el sobrino del
Bokor de su barrio. Todos sabían que el tío Nivard había firmado su sentencia
de esclavitud eterna, pero nadie se atrevía a alzar la voz “más allá del
susurro del viento” decía mi madre.
Destrozada
por la pérdida de su hermano mi madre no se detuvo en su búsqueda de la verdad,
sabía que podía ser una misión suicida, pero su amor fue más grande. Comenzó a
hacer trabajos en su barrio, por una moneda, o por comida que luego revendía en
barrios más alejados, juntaba religiosamente cada moneda, hasta que reunió lo
necesario para ir a bibliotecas, lo más alejadas posible, investigó y se iba a
otros pueblos, donde sabía que la gente tenía respuestas; habló con Bokores,
con familias de hombres y mujeres zombificados, se cambiaba el nombre, se llegó
a disfrazar de hombre. Nunca le pillaron, ni sospechaban cuando ella decía que
iba a trabajar y no volvía en un par de días.
La
investigación cesó cuando un día el tío Nivard fue visto por las calles, vagando
sin saber ni su nombre. La Grann corrió a buscar a su hijo y solo encontró un
despojo harapiento y hediondo. Lo llevó
a casa y quiso alimentarle, Nivard había perdido los dientes, y parecía tener
un ojo vaciado. Le pusieron pan en una mano pero no fue capaz de asirlo, mi
madre reconoció, de su ardua investigación y lectura, el color de sus dedos;
estaban negros, secos porque no tenían sangre ya. Nos contaba mi madre, muy en
secreto, que cuando un Bokor zombifica a alguien con sus polvos la persona cae
“muerta” — Pero no está muerta mon cheri, está dormida, y su cerebro duerme y
su corazón duerme; y pareciera muerta, porque sus pulmones aspiran muy despacio
también. Pero el corazón no debe dormir, oh no cheri, porque cuando el corazón
duerme algo se muere, como al tío Nivard se le murieron los dedos de la mano y
de los pies. Cuando el corazón y los pulmones duermen muy despacio se llama
Narcolepsia, yo lo leí. Oh sí mon cheri, cuando me disfracé de muchacho para
leer aquello — “aquello” me hacía hormiguear la piel.
El tío Nivard
desapareció de nuevo a los pocos días, y luego lo encontraron muerto, hinchado
como perro en un campo de azúcar. Lo único que no había cambiado de como lo
vieron la última vez fue su olor, el tío Nivard hedía a metros de lejos, cuando
lo vieron por última vez olía así porque ya estaba muerto, mi madre lo sabía,
yo ahora lo sé, yo estoy muerto, como Nivard.
Un muerto en
mi ataúd, mirando mi vida y mi historia en las figuras de la oscuridad. El
terror me hace su presa cuando una cortina de pino obstaculiza el paisaje, es
hora; ha llegado la hora de que me lleven a lo que será, según mi familia, mi
último lugar de descanso, han esperado el tiempo prudente, el que nadie dicta y
que todos entienden, debe aguardarse para asegurar que el finado no sea un
muerto en vida; el aire se acaba en mi confinado ataúd, mis respiraciones
cortas no alcanzan a llenar mi pulmones, no estoy muriendo, yo ya estoy muerto.
Solo los
haitianos sufrimos la muerte lenta y ahora una maldita cucaracha me camina por
la frente, me dan tanto asco esos animales carroñeros, pero no puedo
sacudírmela, no puedo mover ni un dedo, mis ojos se han quedado abiertos como
mi boca. Pero, no, espera, la maldita está surcando mis labios, por momentos
siento el cosquilleo de sus largas antenas y ahora sin poderla detener me temo
que en cualquier momento entrara por mi boca.
Por más que
la vigile no podré impedirle nada, me conformaré con la miseria de esperar aquí
cuatro días, profanado por insectos y pudriéndome de adentro hacia afuera.
Empieza a
caer la noche y los rezos de mi gente cesan, ¿Será que me han dejado solo?
– Vuelvan
aquí, no se vayan –
Haití pobre y oscuro, donde los pobres
tienen esclavos, ¿Será que mi tierra está consagrada al diablo? El vudú
es nuestro mayor secreto y todos los que vivimos en esta isla tenemos miedo a
que un Bokor nos convierta en zombis.
Me enterraron
vivo, pues mis constantes vitales estaban reducidas a la mínima expresión y en este país no tenemos los
aparatos médicos necesarios para comprobar que aun estoy con vida.
Muerte
aparente, pero solo aparente, porque estoy vivo y pude escucharlos cuando
celebraron mi velorio, escuché el llanto de mi esposa más cerca que mis propios
latidos. Mis familiares me lloran, pues para ellos he muerto, cuando el bokor
ha de venir por mi me llevará lejos, a las plantaciones de caña
de azúcar para
trabajar como esclavo, pero, me estoy anticipando, la asquerosa cucaracha se ha
metido por mi boca, y siento sus delgadas patas en mi lengua, con sus antenas
me acaricia la garganta.
Trato de no
pensar en lo que me espera, me angustia, desearía que la verdadera muerte se
manifestara en mi, pero estoy en pausa, en el limbo, siento que el sudor me
escurre, pero no me lo puedo limpiar aunque me pique, percibo el calor de la
profunda tierra, pero no me hace falta respirar, porque respiro. Esos polvos
engordaron mi sangre y mi cuerpo se puso rígido, inflexible, contrastando con
mi ama llena de angustia.
La maldita
cucaracha sigue ahí, ha hecho de mi boca su hogar, entra y sale como le place y
poco a poco empiezan a aparecer más insectos junto con la tierra que se cuela
por la abertura de mi ataúd de madera de pino y clavos.
Según el ritual me han enterrado en un
cementerio, aquí pasaré cuatro noches como Lázaro, el que resucitó de entre los
muertos, después un Bokor vendra por mi, me reanimará con una poción para que sea su esclavo, pero
jamás podrá revertir el daño que me ha hecho, seré un zombi, caminaré sin voluntad y sin fuerza, con este veneno que ira
pudriéndome hasta que mi segunda muerte sea placentera.
Estoy
atrapado como las larvas esperando convertirme en mariposa, no importa quién me
desentierre, solo el Bokor podrá despertarme. Antes de sacar las alas para volar mi
cuerpo empezará a pudrirse y mi cerebro cada vez pensará menos.
Cuando salga
de este desolado sepulcro seré un espíritu arrancado de su tierra, eso es lo
que literalmente significa zombi, en el dialecto de mis antepasados, los Fon de
Benín.
Ahora solo me
queda esperar pensando en que ya no soy yo, ya no queda nada de lo que fui,
tengo hambre, la verdad es que me comería tu cerebro, pero los zombis no
estamos fabricados para eso, como me gustaría que la ficción fuera la realidad
y la realidad ficción.
Desde mi
tumba desearía morir, no quisiera estar padeciendo este letargo, sigo gritando
y nadie me escucha – ¿Hay alguien allí afuera? –
– Sí estas al pie de mi tumba
desentiérrame y llévame a casa –
En Haití todos tenemos miedo, por eso la
gente entierra a sus familiares debajo de sus casas, para asegurarse que ningún Bokor ha de llevárselos como esclavos, con un capataz que nos hará
recoger día y noche caña de azúcar.
Tras los zombis solo hay droga revestida por
rituales, y aunque no lo creas yo soy tan real como tu – Hola –
– ¿Puedes oírme allí afuera? –
Espero que
alguien me salve antes de que llegue el Bokor, ahora solo puedo aspirar a
regresar de la muerte como Lázaro.
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