Otra
vez Héctor y yo caminando hacia lo incierto, habíamos aprendido a andar el
sendero de las repúblicas centroamericanas que nos
mostraron por primera vez el mundo. Ya era hora de abordar el autobús con
destino a San Salvador, capital de uno los países más coloridos de
Centroamérica; El Salvador, en el que el corazón de su gente nos salvó del
desconcierto que se instala en el que llega a un territorio desconocido. El
calor de quienes estuvieron a nuestro paso no nos permitió vaticinar lo que la
oscuridad nos aguardaba.
La
enrarecida atmósfera nos recibió a nuestra llegada, el suelo de barro
gelatinoso se atrancaba en mi calzado, dificultando mi paso. Concentrado en mi
robótico caminar, no alcé la vista hasta después de unos minutos, cuando lo hice la pobreza se dibujó ante mi. El cielo se extendía escuálido y desnudo.
A
diferencia de Izalco, la capital salvadoreña nos presentaba a su gente
distante, desconfiada y ruda; pero de inmediato comprendimos que era parte del
trajín de vida normal en una ciudad que debería ser representativa de la
vanguardia del país y se quedaba en un camino de retroceso económico.
Héctor y yo teníamos la facilidad hacer amigos en todos
los lugares que visitábamos, pero ese día no habíamos tenido suerte. Agotados
por caminar las calles irregulares compramos un par de aguas que vendían en
bolsas de plástico; y sin cuestionar su potabilidad las bebimos, a pesar de
tener el estómago vacío, y sentados en la entrada de un callejón miramos el desolador
atardecer.
–
Está oscureciendo muy rápido y nos dijeron
que esta ciudad es muy peligrosa, tenemos que meternos en algún lado – le dije
a Héctor, intentando que mi preocupación no se colara en mis palabras.
–
Pues no quisiste hacer amigos, hay que ir a una iglesia y pedirle posada a
algún padrecito misericordioso, estamos empezando el viaje y no tenemos ni un
quinto, a ver si se apiadan de nosotros –
–
Es muy difícil pedir posada todos los días, a veces no hay suerte con la gente,
es cierto que venimos descapitalizados, pero noches oscuras como esta hay que
buscar un lugar y pagarlo, algo barato, una casa de huéspedes –
–
Pues ya para salir de este apuro lo que sea, las calles están muy solas –
–
Pongámonos en marcha, podría ser peor ¿Qué tal
si llega alguien, nos quita lo poco que traemos y nos mete una paliza por
encima? –
Héctor
se reía con cansancio – Una madriza es lo que menos falta nos hace ahora, ya
tengo el cuerpo molido de tanto caminar –
Recorrimos
las oscuras calles de un barrio, que para todos los efectos pudiera ser
cualquiera, el mismo escenario nos acompañó todo el día, una triste y pobre
escenografía con actores ariscos que sólo atinaban a clavarnos hostiles miradas
que de ser armas estaríamos muertos. Con cada mala cara que encontramos era el
mismo procedimiento; bajar la mirada y apretar el paso. Caminábamos como hormigas perdidas, sin dirección, me detuve, no se
veía una sola luz al final de la calle, una sola indicación, entonces en medio
de la espesa oscuridad le pregunté a un señor que venía caminando lentamente. Me acerqué y el señor se hizo a un lado atemorizado, escuchó mi manera
de hablar y se detuvo – ¿Qué es
lo que quiere? –
–
En realidad sólo estoy buscando una casa de huéspedes, una pensión, un lugar
para quedarnos mi amigo y yo –
El tipo me miró de arriba abajo, como bien dije era un señor mayor – No es bueno caminar estas calles sin
conocerlas, hasta los que vivimos aquí corremos peligro, lo que te recomiendo es
que llegues al final de la calle y dobles la esquina, allí
hay un lugar, no es nada
bonito, pero es mejor que estar afuera –
Le
quise agradecer, pero el señor se esfumó rápidamente en dirección contraria
dejándome con la palabra en la boca; Héctor reaccionó y me dijo – Es mejor que caminemos
rápido –
Al doblar la esquina vimos esa pequeña luz que era toda nuestra esperanza,
nuestra horrible esperanza y entramos. El cochambre en las paredes, la madera
vencida y putrefacta aferrada a las trabes, pero al volver la vista a la calle el
lugar no se veía tan
hostil. La voz de un anciano con cara de pocos amigos me sacó
de mis pensamientos –
¿Qué quieren?
–
Héctor me miró indeciso y se me adelantó respondiendo al vetusto – Pasar la noche –
– ¿Y cómo llegaron aquí? –
–
Caminando por la calle –
El
señor nos miró como si fuéramos un par de tarados, después de esa respuesta de Héctor se rascó su calva cabeza y movió el bigote –
Vengan por aquí –
Subimos por la
escalera que rechinaba a cada pisada, protestaba por su existencia y después en
el segundo piso encontramos la que sería nuestra habitación, la llave no servía así que de un puntapié el viejo abrió la puerta – Aquí es –
Miré las grietas en la manchada pared blanca, una sola cama
con dos sábanas,
la habitación no tenía baño y la puerta estaba con el seguro roto –
¿Entonces aquí
es? –
El
señor me miraba desafiante, tal vez no le gustó mi expresión de asombro – Sí, aquí es, si quieren pasar la noche en esta
habitación me tienes que pagar ya, sino pueden irse a otro lugar –
Era
evidente que no había otro lugar mejor, me dio precio y le pagué sin rechistar,
fue muy barato, pero entendí que por ese hospedaje no se podía exigir más. El
regordete anciano salió de la habitación sin decir
palabra, cerré la puerta y me senté en
una esquina de la dura cama, pero en menos de 30 segundos el anciano regresó,
empujó la puerta y la abrió por completo –
Si quieren ir al baño a mitad del pasillo hay uno, allí se pueden bañar, sólo asegúrense de que no esté ocupado – Y volvió a cerrar con violencia la
puerta.
Con
ese hecho nos dejaba saber que nuestra seguridad y nuestras garantías de
privacidad no existían – Bueno ¿Por ese precio qué querías? –
Héctor
jugaba con sus manos hecho un manojo de nervios – Sí en la calle no asaltaran
sería mejor quedarnos afuera –
Parecía
gracioso, pero era más verdad que mentira, ninguno de los dos se reía, el
ambiente había cambiado de una manera extraña, como si un profundo miedo y
preocupación se apoderaran de mi, pero, no era la puerta, ni el lugar tan
deteriorado, allí había algo más y Héctor lo
dijo, me sacó de mis negros pensamientos – No sé qué me pasa, pero me siento
muy raro, es como si hubiera algo aquí –
Le
respondí con una mirada, sin decirle nada, me estaba leyendo el pensamiento,
pero no había explicación, menos palabras y cambié la conversación – ¡Puff, qué calor hace aquí! –
–
Tienes razón Óscarin, hace un chingo de calor, pero estoy muy cansado y siento
que no voy a poder dormir –
–
Siempre dices lo mismo y cuando pones la cabeza en la almohada empiezas a
roncar como carcacha sin bujías –
Mi
comentario cumplió su cometido sacándole una mustia sonrisa a mi amigo,
mientras nos metíamos en la cama apagamos la luz. La gruesa oscuridad no
ocultaba mi angustia, quería convencerme de que era todo invención mía pero la
pesadez no me dejaba casi respirar. Intenté acomodarme en cama, pero el colchón lastimaba en cada movimiento, había
que encontrar el molde como cuando las piezas de un puzle se unen. Los
ronquidos de Héctor hacían eco y pronto empezó a sudar como un cerdo,
transpiraba como si lo hubieran bañado a cubetazos.
Media
hora después y al sentir mojada toda la cama me levanté – ¿Qué te pasa? –
–
Así no podemos dormir, sudas como si te hubiera acabado de parir un burro – le
dije.
–
Pues tu te mueves como si tuvieras Parkinson –
–
Hagamos una cosa, levántate y ayúdame a poner el colchón en el suelo, así uno
se queda en la base de la cama y otro en el colchón, no creo que haya
diferencia para dormir en uno o en el otro –
– Ya no digas tonterías que se me va a ir el sueño –
–
Entonces ayúdame –
Entre
los dos pusimos el colchón en el suelo y cada uno agarró una sábana – ¿Abajo o arriba? –
– Arriba – dijo Héctor
–
De acuerdo, entonces quédate con la sábana
donde te estabas derritiendo –
Se
empezó a reír y me tocó apagar la luz. Aún separados era imposible conciliar el
sueño, adivinaba 30 grados de temperatura en
San Salvador en plena noche, ya no quería pensar más
y cerré los ojos, quería
descansar un poco, pero para mi desgracia no me fue posible; empecé a escuchar ruidos.
La
piel se me erizó, los ruidos eran muy raros, oía lo que parecía un golpeteo a
un portón metálico, era constante y con mucha fuerza y después
cuando todo se callaba los perros aullaban como si lamentaran algo. Venían
largas pausas de silencio y después el portón, luego los perros.
No
sé en qué momento me dormí, pero eso empeoraría las cosas, lejos de un
sueño reparador vino una terrible experiencia, que no tiene explicación, aun
hoy en día Héctor y yo no podemos descifrar lo que pasó aquella noche en San
Salvador.
En
un tiempo onírico, me visualicé en esa misma habitación, recuerdo que levanté la cabeza del colchón al escuchar como
abrían la puerta lentamente, yo volteaba cuidadoso y con atención para mirar
quién iba a entrar, pero atrás de esa puerta solo pude percibir una silueta,
era alguien que se escondía, tal vez dudaba en entrar, poco después y con mayor
claridad observé una sombra pequeñita que empujó la puerta y al abrirse
por completo pude ver que se trataba de una niña.
Contrario
al ambiente aterrador he de confesar que no sentí miedo, era curiosidad, me quedé inmóvil esperándola, la niña decidida entró y se quedó parada
en el quicio de la puerta.
Sus
pequeños y redondos ojos no se apartaban de mí; la luz que se colaba por la
ventana le iluminaban tenuemente, su rebelde melena negra se agitaba aún cuando
no hacía viento, podía ver el rojo carmín de su vestido, pero no veía esas
piernas que la traían hasta mi. Para cuando llegó a mi lado ya le esperaba al
pie del colchón, pero cuando me dio la mano para que le acompañara, no era
necesario que me dijera nada, era un lenguaje no hablado, ella quería mostrarme
algo y yo estaba dispuesto a ver, sentí su manita asirme con fuerza y un gélido
relámpago me recorrió. Jamás había sentido tanto frío, su mano era como tomar
un tempano de hielo, y entonces pensé en la muerte, pues la muerte es fría, me repetía
a mi mismo en lo que me quedaba de conciencia.
Me
levantó de la cama y yo me dejé llevar; juntos cruzamos esa puerta y bajamos
esas escaleras subversivas que ya no se quejaban con cada paso, llegamos al recibidor
y reconocí el lugar, era donde había estado horas antes. El
desconcierto me invadió, sabía que era un sueño, más la desesperación por saber
a dónde me llevaba este paseo daba vueltas en mi cabeza, pero no entendía nada,
solo sentía como si el momento fuera tan real, su helada mano me lo recordaba
todo el tiempo. Me detuve y ella seguía con la vista al frente, yo que me quedé atrás sin soltarla y le pregunté – ¿Qué es lo que necesitas de mi niña? –
Pensé que
iba a girar la cabeza, fueron los segundos más largos, hasta que escapó una
carcajada inocente de su boca, no sé qué pasó, es como si se hubiera arrepentido la pequeña y cambió de dirección, sus manos
frías me llevaron de vuelta a mi habitación, fue tan real que vi a Héctor
tendido justo en la base de la cama, todo estaba como lo habíamos dejado; la
niña me soltó y el calor regresó a mi cuerpo.
No me devolvió
más la mirada se subió ayudándose con sus pequeñas manos al colchón donde Héctor
descansaba y empezó a saltar. Pude verla divirtiéndose aunque no sonreía,
empezaba a saltar y miraba como la cabeza y el cuerpo de mi amigo se movían a
causa de los impulsos para saltar de la pequeña. Yo estaba consciente y le dije
– No hagas eso, vas a despertar a mi amigo –
Ella
siguió saltando con más fuerza, como si no le hubiera importado lo que yo decía,
de pronto vi como sus ojos se tornaron rojos y sus carcajadas se fueron
transformando hasta sonar estruendosas, me atrevería a decir diabólicas, pero
su sonrisa fue lo que me paralizó, se quedó en mi cabeza mientras yo palidecía.
Vi
a Héctor incorporarse y lanzarse hasta el colchón en el suelo donde estaba yo,
y eso me despertó – ¡Alguien está saltando en mi cama! te lo juro Óscarin –
Abrí
los ojos y ya no había nadie, sólo los resortes de la base de la cama que se
sumían y regresaban a su posición natural y muy a lo lejos seguía escuchado el
eco de esas horribles carcajadas, pero ahora no tenía duda, ya estaba
despierto.
Héctor
estaba muy asustado, encendió la luz y me tomó por los hombros – ¿Qué es esto?
Algo está pasando aquí –
Yo
no supe responderle, poco a poco el colchón dejó de moverse y las carcajadas se
perdieron a lo lejos, entonces le pregunté a Héctor – ¿Estás bien? –
Héctor
estaba agitado – Me asusté demasiado,
soñé que una niña saltaba sobre mi cama y escuché esas terribles carcajadas, tú también las escuchaste ¿verdad?
–
Sin
poder creer lo que Héctor me decía, lo miré y le dije – ¿La niña tenía
un vestido rojo? –
–
¡Cállate! ¿Por qué quieres asustarme? –
–
Si quieres subimos el colchón y dormimos juntos –
–
¿Qué es lo que está pasando? ¿Qué hay aquí? Te dije que había algo, lo presentí
desde que llegamos –
–
¿Tenía las manos frías? –
–
Y los pies también, pero ya no sigas – Me lo dijo llevándose las manos a la
cara.
Subimos
el colchón – Anda ayúdame – y lo dejamos como estaba en un principio, mirando
las sucias grietas de la pared me quedé pensando.
–
Yo ya no quiero dormir, mejor nos quedamos despiertos –
–
Aun son las 4 de la mañana, falta mucho para que amanezca –
Miraba
la noche oscura por la ventana, se me cerraban los ojos, pero Héctor no me
permitía dormir, movía mi cuerpo hasta que me incorporara – Dijimos que esperaríamos
a que amaneciera para largarnos de aquí –
Yo
no le decía nada, a pesar del agotamiento que sentía, en cuanto el primer rayo
de luz solar rompió el cielo nos pusimos en pie, aunque la mañana fuese turbia
recogimos nuestras pocas cosas y dejamos abierta la habitación sin seguro. Al
bajar encontramos en la recepción al mismo señor, yo pensaba en irme sin
despedirme, pero el salió a nuestro encuentro, nos miró con la misma amabilidad
de la noche anterior, y no dijo nada.
La
mirada que nos habían proferido él y todas las personas con quienes nos
cruzamos nos atacó de nuevo, esa extraña malicia provocó hacerme películas en
la cabeza ¿Por qué la niña me hizo bajar hasta la recepción? Quise atar cabos y
miré al viejo con desdén, como si fuera un asesino, me lo imaginé descuartizando
a la pequeña, me imaginé tantas cosas, pero no dije nada, si por medio del sueño
había resuelto un supuesto crimen de nada me serviría.
Salimos
del horrible lugar justo hasta la estación de autobuses, caminamos pesados
mirando esas tristes calles que por las noches helaban la sangre, recordaba las
gélidas manos de la niña y la oscura noche, afuera no había perros, ni portón
metálico; aceleré mi paso y seguí a Héctor, que quiso fingir que nada había
sucedido, pero le inquietaba algo – ¿A dónde vamos ahora? –
–
A Tegucigalpa, Honduras, ¿Lo olvidaste? –
–
No, ya lo recordé –
Y
sin mucho afán seguimos nuestras andanzas por tierras centroamericanas,
cruzamos de El Salvador a Honduras y el clima se volvía más frío, se congelaban
nuestras esperanzas, así como las manos de esa niña me habían congelado el
alma.
Ilustraciones: Efraín Dorantes
Este relato es un capítulo del libro "La Tierra de la Involución" de Óscar Fernández
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarNo puedo creerlo! Quieres matarme de miedo?...
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