A la mañana siguiente abrí los ojos, el panorama en
aquel gigante basurero era desolador, acostados entre chatarra, malos olores,
moscas y zopilotes, desperté a Héctor de un acostumbrado tirón de pelos – ¿Qué
te pasa carbón? –
– Ya deja de roncar que te vas a comer todas las
moscas –
Se quiso reír, pero no lo hizo al escuchar sollozar
entre sueños a nuestra querida y nueva amiga Leslie; tan quemada por el sol,
exhausta, respiraba con dificultad y entre las moscas luchaba por respirar, al
ver lo difícil que era su vida le dije a Héctor – Le voy a dejar mi mochila,
con mi ropa y mi comida –
Héctor no decía nada, era muy callado por las mañanas;
salimos de la casa de Leslie abriéndonos paso entre la basura, los zopilotes y
las ratas hasta llegar a las afueras de la ciudad y allí por las calles
preguntamos a una pareja que se caía de borracha – ¿Saben ustedes donde salen
los autobuses para Comayagua? –
Ellos nos indicaron, y es que no había mucha gente a
quién preguntar; llegamos a la explanada de fango y abordamos un viejo autobús
después de pagar unas pocas lempiras. El viaje fue corto y después de haber
salido del basurero el paisaje era más agradable. Solitario, sin zopilotes;
caminamos pensativos, sin rumbo hasta que llegamos a la orilla de un rio que
corría con aguas cristalinas, su sonido, el manantial, me quité la ropa y con
mis únicos calzoncillos me metí para sentir el fresco correr de las aguas,
Héctor hizo lo mismo, dejó su mochila y se metió al río también y allí
estuvimos un largo rato hasta que nos sentimos observados, un anciano, vestido
de blanco, de ropa impecable nos estaba mirando, nos sonrió, pero de sus
dientes solo quedaban dos piezas, le sonreí – Está muy fresca el agua – Le
dije, el no respondió, solo nos miraba desde la otra orilla del rio.
– Ayúdenme a cruzar al otro lado – dijo – Yo soy el
terrateniente más rico de este pueblo llamado Comayagua y les puede dar lo que
quieran, decirles donde está enterrada mi fortuna –
Héctor me miró y acercándose me dijo al oído – Otro loco
–
– No estoy loco – dijo el anciano, ustedes forasteros
vienen de tierras lejanas y no solo a ver miseria y destrucción, vienen por el
tesoro –
Me encogí de hombros y dije – Claro, yo lo ayudo,
aunque solo sea por un plato de comida –
Me sumergí en el río y entonces algo ralentizó la
corriente, después objetos pesados y pestilentes empezaron a golpearme la cara
y emergí de inmediato, el escenario era devastador, una señora a la orilla del
río empezó a vaciar botes de basura, pañales, bolsas enormes de plástico y sin
importarle que estábamos adentro Héctor y yo, menos aún el río y las
consecuencias de la contaminación siguió vaciando cosas y basura, papel de
higiénico sucio, plásticos, y le grité – ¡Deténgase! ¡Está loca! –
Se nos quedó mirando con desdén y un tipo que la
acompañaba, tal vez de su misma edad, 50 años le dijo – Tira toda la basura,
que te importe mierda si ese par de jodidos no tienen casa para bañarse –
El agua en el río circulaba lenta, Héctor y yo
estábamos paralizados, llenos de impotencia mirando como ese par de
incivilizados cavernícolas regresaban a su choza, sin el más mínimo
remordimiento – ¡Malditos cerdos! – les grité, ellos en cambio azotaron la
puerta de su casa.
– Cómo les puede gustar vivir entre la mierda – dijo
Héctor enfurecido.
El río estaba herido, nosotros también, el olor a
desechos no nos dejaba permanecer adentro ni un minuto más y dejé que el sol me
secara, pues entre los desechos, la comida en descomposición y las cascaras de
plátano que no acababan de irse podíamos salir más embarrados, y ahora con el
miedo de que otro vecino hiciera lo mismo.
Ya no había nada que contemplar allí, la naturaleza
nos regalaba agua cristalina y estos cerdos se empeñaban en destruir el
planeta, allí fue donde pensé si notros no éramos un mal padecimiento del
planeta, pero lo dejé ir al caminar con Héctor, sin decir palabra, ni sentir
hambre.
En ese momento giré la vista, buscaba al viejito de
inmensa fortuna, pero había desaparecido, estoy seguro de que ese hecho también
le lastimó.
Caminamos hacia el centro y encontramos una gran
iglesia de pueblo, llena de juventud adornando un gran árbol de navidad y un
belén, haciéndonos saber que aunque no lo pareciera y estábamos lejos de casa
la navidad se acercaba, estábamos en adviento y por un momento Héctor
entristeció.
Le tomé el hombro y le dije – No te sientas triste por
el pavo, ni los brindis, ni las compras, mira cómo se pasa la navidad en esta
parte del mundo, por aquí no se paran los reyes magos de oriente, ni tampoco la
esperanza –
– Lo único que voy a extrañar es tener la panza llena
–
– ¿Y si pedimos posada? Aquí, ahora que es época de
peregrinos, ya vimos la estrella en Tegucigalpa, es tiempo de buscar nuestro
pesebre –
Nos acercamos a los muchachos – Les está quedando genial
–
– ¿Quieren ayudarnos? – dijo una muchacha.
– Pero claro que sí –
Empezamos a mover adornos, figuras, poníamos la
escarcha en el árbol gigante como podíamos y otra muchacha corrigió a Héctor –
Esto no va así ¿Nunca has puesto el árbol en tu casa? –
– No, mi madre decía que yo era muy torpe –
La sinceridad de Héctor provocó las risas de todos,
eran 10 tal vez 12 muchachos entre chicos y chicas, de nuestra edad y le
seguimos ayudando a marchas forzadas hasta que nos dio la noche, después
hicieron una fogata y calentaron bombones. Ver ese árbol gigante y esas figuras
con los Reyes Magos, San José y la Virgen María, los burros y el lago
cristalino emulado por un espejo, el musgo y la cama del Niño Dios.
Todos nos empezamos a aplaudir y en la fogata se
empezaron a presentar, Christian, Carlos, María José, Denisse, Janeth, Andrea,
Guadalupe, Iván, Elideth, Jennifer, Arturo, Madai, Eneida.
– Óscar – dije
– Héctor – dijo
– ¿Y de dónde nos visitan? –
– De España y de México, pero los dos vivimos en Ciudad
de México – dijo Héctor
– ¿Y qué les parece Honduras? ¿Qué tal Comayagua? –
– La verdad es que no sé cómo llegamos aquí, lo único
que recuerdo es el río, nos bañábamos en el cuándo una señora tiró kilos de
basura, pero antes de eso hablábamos con un señor, viejito, de ropa blanca
impecable que nos pedía que lo cruzáramos del otro lado del rio –
Todos se quedaron serios, parecía que había dicho algo
malo, entonces una de las chicas me preguntó – ¿Y lo cruzaste? –
– No, el viejito se fue cuando la señora tiró tanta
basura en el río –
Todos se miraban, no sabían si decirnos, pero de entre
la fogata salió Christian, parecía ser el líder de ellos y me dijo – Ese
viejito que viste no es de este mundo, varios lo cuentan como una leyenda, pero
ahora ustedes que vienen de fuera nos dicen esto, no cabe duda que el enemigo
nos acecha –
María José empezó a leer unos versículos de la biblia
y Héctor y yo nos mirábamos en medio de ese escenario surrealista.
Carlos se puso en pie y dijo – Un amigo de mi abuelo vio
esa aparición en los años cuarenta, el viejito le pidió que lo cruzara de un
lado a otro del río prometiéndole riqueza, mi abuelo cuenta que su amigo lo
cruzó sobre sus hombros, pero cuando iban a la mitad del río el viejito
empezaba a ser cada vez más pesado, el amigo de mi abuelo se quería detener,
pero el viejito con otra voz extraña, como de ultratumba le gritaba “no
voltees, no te detengas” la curiosidad del amigo de mi abuelo fue demasiada y
encaró a la bestia que llevaba sobre sus hombros, era como un insecto gigante,
con baba espesa, lo derribó y salió corriendo, poco tiempo después el amigo de
mi abuelo murió, tuvo fiebre y todos pensaban que alucinaba, pero hay muchas
versiones –
Denisse se puso en pie – Nadie se acerca a ese río,
por allí solo corre basura y maldiciones, el río está encantado –
Los muchachos eran muy apegados a la iglesia, pero las
leyendas del pueblo no les eran ajenas; rezamos, comimos muchos bombones en la
fogata y después de un rato apreciando nuestra gran obra llegaron dos curas y
felicitaron a los muchachos.
Después era evidente no reparar en nosotros y decir –
¿Quiénes son estos muchachos? –
– No somos mendigos padre, se lo juro – dijo Héctor
haciendo estallar en risas a todos, pero Elideth habló – Un mexicano y un español
que nos visitan desde afuera, vienen del río encantado y vieron al enemigo –
– Basta chicos, no vamos a hablar del río – dijo uno
de los sacerdotes y el otro dirigiéndose a nosotros dijo – Gracias hijos por su
ayuda, en nuestro árbol aparecerán sus nombres, si podemos hacer algo por
ustedes –
– Todo bien padre, dormiremos bajo el árbol y mañana
partimos rumbo a otro lugar –
Los chicos se alborotaron – Vengan a mi casa –
– No, a la mía –
Y así entre el barullo el sacerdote dijo – Se quedarán
en la casa de huéspedes, son nuestros invitados de honor –
Después de un aplauso encendieron el árbol, se veía
hermoso, así se encendió Comayagua, así esos jóvenes le daban un respiro de
esperanza a Honduras.
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