Imprecisión al pensar mal, y por desgracia el
Presidente de mi empresa decidió luchar una guerra que no podía ganar; afectando
solo a la gente trabajadora, a menudo tenía que cruzar largos trayectos en
carreteras tan inciertas como misteriosas. Mi negocio dependía de viajar,
incluso a las zonas más conflictivas, pues en el norte del territorio nacional
se fabrica casi todo el acero del país; y muy a menudo a mí me tocaba ir a las
plantas manufactureras, entre las que destacaba nuestro mayor socio comercial.
Yo no sentía miedo, viví mi adolescencia cuando la
E.T.A. ponía bombas aleatoriamente en Vitoria, había enfrentamientos con la
policía, quemaban autobuses y conteiners, y pese a ver a la gente atemorizada
yo salía de fiesta, si crees que soy un loco, pues has acertado.
Vino la oportunidad de trabajar fuera de mi país y
pensé – Si no lo hago yo, seguro que alguien más toma esta oportunidad, y eso
era mejor que quedarme en casa –
Entre el año 2009 y 2012 viajaba por carretera
hacia el norte por lo menos 10 noches al mes. La importante ciudad industrial
que no figura en el mapa guardaba un sin sabor como daga, preparada para la
mañana incierta.
Por el buen resultado en cuanto a ventas nos enviaron
a hacer una visita a esa ciudad de la que no puedo dar el nombre. Junto con el
Director General de Servicio de América, dispusimos la agenda para reunirnos
con nuestros clientes de esa entidad.
Recuerdo aquella noche en esa cuidad donde llevaba
pocos años viviendo, estábamos cenando en un restaurante llamado El Almacén.
Lorenzo Caprino, Manager de FIMI para Latinoamérica, Maximiliano Mandolina,
director de la empresa, Cesar Pérez, un técnico, y yo. Al calor de una
conversación empezamos a bromear con el tema del narcotráfico, un tema delicado
que tratamos de suavizar con mofas sobre el estereotipo de quienes se dedican a
dicha actividad.
Les hice creer en broma que eran bajitos,
barrigones y con sombrero; entre risas amargas hablábamos sobre la “supuesta”
peligrosidad del territorio que visitaríamos la mañana siguiente, sin más
remedio alenté a mis acompañantes diciéndoles – Yo he ido mil veces y a mí no
me ha pasado nada –
– Pero me han dicho que es peligroso – me comentó
uno de ellos.
Y yo le decía a los italianos – ¿Qué quieres que te
cuente yo? si a mi no me ha pasado nada, es evidente que hay que tener cuidado,
no hay que ir de noche a sitios raros, hay que viajar de día, y echar gasolina
en los cruces de autopistas principales –
Con el tema en la cabeza salimos a las cinco de la
mañana en mi Audi del año, un coche grande, de color negro. Yo suelo conducir
máximo a 130 km/h porque soy muy despistado y falta que con mala suerte me
parta la cabeza. Llegamos a una cuidad principal y allí tomamos una recta hasta
nuestro destino que quedaba a menos de 200 kilómetros, entonces le dije a
Lorenzo Caprino – Aquí hay que echar gasolina, es un cruce grande donde hay un
parador muy seguro –
Cuando estábamos en la gasolinera Lorenzo me dijo
curioso – ¿Questa è la strada diretta que posso correre a duecento chilometri
per ora? –
– Sí, claro, esta es la autopista en la que no pasan
coches, es tan plana que se ve el horizonte y que puedes ir a toda velocidad –
– ¿Puedo llevar el coche? Es que en Italia 110 es
la máxima –
– Dale –
Lorenzo al volante, Mandolina en el asiento del
copiloto, Cesar y yo atrás.
Lorenzo arrancó y pisó el acelerador a fondo; en
sus ojos se le veía eufórico con juguete nuevo, seguro pensaba que en Italia
con las multas de más de mil euros, las carreteras angostas que no le permitían
correr, se sentía libre, como un caballo desbocado, para resumir, el camino que
suele llevar dos horas lo hizo en una hora con cinco minutos al lugar del
siniestro, y de paso se comió medio tanque de gasolina.
¡Siniestro! Sí, vino la hora oscura, sorpresiva
como el depredador espera a su presa, premeditada y con sangre fría. Antes de
llegar a nuestro destino había un famoso pueblo; y es famoso porque hay una
historia de un hombre que recorrió todo Latinoamérica en moto, y al llegar a
dicho poblado le detuvo la policía y querían quitarle la moto y mucho dinero,
los oficiales le hacían dibujos – Si tu no me das mil dólares, ¡cárcel, cárcel,
cárcel! – dibujándolo a él entre las rejas.
Entrando a al pueblo había una camioneta blanca
detenida en el medio de la calzada, y nosotros pasamos con la rapidez de una
flecha a su costado y vimos por el retrovisor que esa camioneta blanca se metió
en nuestro carril intentado seguirnos; entonces Lorenzo dijo – Merda –
Él se pensaba que era como en Italia, que a veces
hay coches lujosos como el Lamborghini blanco de radar, pues Lorenzo se pensó
que era un radar. Entonces bajó la velocidad, que si no la hubiese bajado con
suerte entrábamos al pueblo y ya no hubiéramos tenido problemas. Pero él redujo
y esa camioneta blanca se nos puso detrás como veinte segundos, poco después
aceleró, se metió por el arcén y se nos emparejó, solo pudimos ver esos
cristales polarizados y una silueta que hacia esfuerzos para vernos poniendo
las manos en la ventana tratando de enfocarnos mejor. De pronto frenó para
quedar detrás nuestra, entonces repitió la maniobra y se nos emparejó pero del
otro lado, bajaron la ventanilla y nos sacaron un AK 47, mejor conocido como
cuerno de chivo.
Con el arma nos habían intimidado, entonces Lorenzo
pegó un frenazo y la camioneta blanca frenó a tiempo quedando justo detrás
nuestra, bajaron otra vez la maldita ventanilla y una voz rota gritó – ¡Que
venga el conductor! –
Lorenzo golpeaba el volante – ¿Qué hago? ¿Qué hago?
–
– Vete o ¿vamos a esperar aquí a que nos disparen?
–
Lorenzo con miedo abrió la puerta y se bajó; había
que ver a ese personaje, Lorenzo es la viva imagen de Fito Páez, se parece
tanto, en el aeropuerto le detienen para pedirle fotos y autógrafos. Tiene el
pelo igual, las gafas, la barba, el tipo iba con un pantalón de vestir azul,
zapatos elegantes italianos, una de verano y de camisa.
Fue caminando hasta la camioneta, cuando él llegó
bajaron la ventanilla y le pusieron una pistola en la cabeza al tiempo que le
decían – despacio, sin movimientos rápidos, danos tu credencial –
Lorenzo más pálido que un papel preguntó – ¿Qué es
la credencial? –
– Tu identificación – Recriminó la voz rota que
provenía del interior de la camioneta blanca.
El abrió su saco, sacó la cartera y se la dio, aún
recuerdo como abrió su cartera, como con pinzas de cirujano, a través de la
ventana lo veía todo, y un pequeño respiro me vino cuando le quitaron la
pistola de la cabeza y lo dejaron volver caminando hacia nuestro coche.
Ese fue uno de los momentos más fríos de mi vida,
cuando Lorenzo subió al coche parecía un muerto, con los ojos fuera de sus
órbitas y el alma le había abandonado, entonces como si de un robot se tratara
iba a comunicarlos lo que le habían dicho a él. Yo pensé que todo había
terminado, pero lo que nuestro amigo iba a decirnos me pondría los nervios de
punta – Me han dicho que tenemos que seguirles –
– Pero… ¿cómo les vamos a seguir? – Replicamos los
demás – En cuanto puedas y se despisten acelera, así nos escapamos –
Pero Lorenzo no reaccionaba – Me han dicho que si
intentamos escaparnos nos matan –
– Bueno Lorenzo, y si vamos con ellos… ¿Qué nos van
a hacer? –
– Me han dado su palabra de hombres que no nos van
a hacer nada –
Y salta Mandolina – Ahh por culo, pero cuando dicen
eso en las películas te matan –
Entonces nos empezamos a reír todos de los nervios,
a carcajadas, justo en el momento que la camioneta blanca pasaba a nuestro
lado, se quedaron en paralelo mirando cómo nos reíamos, sin decir nada, como concediéndonos
esas últimas carcajadas.
No sé qué habrán pensado, tal vez que estábamos locos,
y sin darnos importancia tomaron la delantera para que nosotros les
siguiéramos. De las carcajadas pasamos a tener caras de sepulcro, ni el ruido
de una mosca se escucha allí, seguimos hasta la entrada del pueblo, en los
alrededores de un conglomerado industrial, se metieron por la parte sur de la
ciudad y nos pasaron por delante de la policía, la camioneta blanca se detuvo,
justo frente a la comisaría, se bajó el conductor, quien venía armado, nos
pidió bajar la ventanilla y dijo – Miren ustedes que a nosotros la policía no
nos hace nada, así que no se les ocurra llamarlos, no les hemos quitado los
celulares, así que no llamen a nadie, y menos manden ubicaciones, ya vieron que
aquí somos intocables –
El tipo de no más de treinta años de piel apiñonada
subió a su camioneta para que le siguiéramos. En la camioneta blanca iban
cuatro, un conductor, el copiloto y dos pistoleros. Nos llevaron hasta un
barrio feo, sin asfaltar, una vez detenidos duramos cerca de diez minutos
adentro esperando, como quien espera la muerte o un milagro.
Lo que creí una vieja casa de campo no era más que
un desguace, habían coches quemados y al ver eso adiviné nuestro destino, no
pintaba nada bien, alejados de los ojos de todos y a merced de unos
desconocidos esperamos instrucciones.
Abrieron las puertas de su cuartelillo de posición,
nos pidieron bajar de la camioneta soportando el terrible sol que quemaba como
si estuviéramos a cuarenta grados en pleno mes de julio, se bajó el copiloto,
quién llevaba un chaleco con granadas, él era el jefe, piel canela, no más de
treinta años, alto, delgado, con ojos locos, busqué en sus miradas ausentes la
clemencia, pero los encontré vacíos.
Él nos miraba, se soltó el chaleco, se quitó las
granadas, las tiró contra el suelo y vino a charlar con nosotros, después de
una pausa le dijo a Lorenzo – Bueno, tú eres Lorenzo Caprino, ¿y tú? ¿Tú eres
el otro italiano? –
Entonces Mandolina le respondió – Sí, Maximiliano
Mandolina –
Después me mira a mí y me dice – Entonces tú eres
el español – y después miró a César y le dijo – Tu no hace falta que me digas
nada, porque tienes una cara de local –
César que es regordete, moreno y de cejas pobladas
asintió. Después vino esa serie de preguntas incomodas – ¿Quiénes son? ¿A dónde
van? ¿Con quién vienen? ¿A qué vienen? ¿Cuánto tiempo van a estar aquí? ¿Qué
vienen a hacer? –
No las recuerdo todas, pero evité involucrar a
cualquiera de mis clientes, por la cuestión de las extorsiones, ellos dedujeron
que ni yo ni los italianos vivíamos en el país, porque el coche estaba a nombre
de la empresa.
Nos dejaron subir a la camioneta para tener
encendido el aire acondicionado, pues ese calor sofocante quemaba al entrar por
la nariz. Y allí nos dejaron mientras por el radio repetían nuestros nombres
una y otra vez para averiguar si alguien nos conocía.
Una hora después volvió al coche, cuando ese tipo
se acercaba se podía esperar cualquier cosa, pero en esta ocasión quiso ser
amigable a pesar de que nunca se deshizo de la metralleta y nos preguntó – A
ver ¿Si yo fuera italiano a que equipo de fútbol le iría? –
– Al Nápoles ¡maldito mafioso! – Pensé en mis
adentros, pero Mandolina, que no perdió los papeles le respondió – Al inter de
Milán, campeón de Italia, campeón de Europa, campeón de copa –
Él se acercó más y nos dijo que su equipo era el
Santos Laguna; los italianos se miraban entre ellos como si nunca hubieran escuchado
mencionar ese club, solo César y yo sabíamos de qué equipo se trataba. Después
nos pidió un poco más de paciencia, pues no sabía que hacer aún con nosotros.
Argumentó que estaba intentando darnos la seguridad
para circular por nuestro destino, cuando yo creo que todos somos libres de
circular por donde queramos; pero ellos tenían el poder y las armas, y sin su bendición
y su permiso no seríamos capaces de volver a ver ni el anochecer.
Nos quedamos retenidos otra vez arriba del coche,
el tipo se volvió a ir y de pronto me desvanecí, no supe como pero me quedé
dormido como si no pasara nada, los italianos flipaban, pensarían, este
desgraciado aunque peligre nuestra vida se duerme.
Volví en mí y el silencio de la larga espera
carcomía a mis acompañantes, y me dijo Mandolina – Pero tu duermes como si nada
pasara, están a punto de matarnos –
Lo noté molesto, tal vez desquiciado; después
Lorenzo tragó amargamente la saliva – Allí vienen otra vez –
Regresó nuestro amigo el mafioso y nos dijo – Son
libres de circular por mi ciudad, bienvenidos – nos pintó unos números en la
matrícula y nos liberó seis horas después.
Respiré profundo; no sé si sentí alivio, impotencia
o desgano, solo recuerdo lo que vi a través de la ventana del coche. Volví a
mirar ese desguace con aquellos cuatro hombres de quienes fuimos rehenes; entre
ellos jugaban, se apuntaban con las armas, reían, se golpeaban y todo parecía
un juego, no les importó nunca saber quiénes éramos, si teníamos familia,
hijos, o si alguien nos esperaba, nada era trascendental, solo éramos eso;
rehenes atrapados en el tiempo.
Qué miedo! Venían hablando del tema y puff! Vivieron su propia historia... Por eso se dice por ahí que en ciertos lugares de este País, de ese tema no se habla!... :(
ResponderEliminarQue miedo!!!
ResponderEliminarY el problema es que esos sucesos ya son pan de todos los dias