De pronto
sentí que avanzaba sin caminar, estaba en esa escuela secundaria, donde los
delincuentes, marginados y recluidos ocupaban las aulas, yo con un fracaso a
cuestas de la primera expulsión en mi anterior colegio no podía buscar una
segunda, pero me di cuenta que lo valía, cuando descubrí que mis garantías eran
tan frágiles como el cristal que me separaba del mundo, esa mañana supe que una
segunda expulsión valdría la pena.
Yo no tenía
que planear nada, todo se daría de una manera natural, así como la misma
muerte, alguien me iba a entregar como entregaron a Jesús, y no tardarían en
hacerlo, los que vendrían iban a ser unos días complicados, cargados de agonía,
pero como toda enfermedad terminal termina con el descanso.
La muerte de
Annie me llevó a reflexionar, como cualquier evento de esta naturaleza lo hace,
en la brevedad de la existencia, en cómo había dejado pasar el tiempo, como un
río que contemplaba sin permitirme cruzar, ya no digamos llevarme en su
corriente; varios nombres azuzaron mi mente Wally, Calderon, Miranda, Gaby y
Annie. No todo había sido amargo, aun cuando los años de ese ritmo de
tristezas, fracasos, disgustos y mal sabores empezaban a cobrarme la factura.
Pero al
seguir en este mundo era hora de apretar el paso, y así lo hice al saldar mi
deuda de dos asignaturas para finiquitar mi educación secundaria; y así fue
como entré directamente al bachillerato, pero no hubo diferencia; me había
empecinado en volver a la educación regular, ya no quería seguir en esa escuela
abierta, donde tres años se cursaban en meses, pero en mi casa rechazaron mi
petición y decidieron dejarme en aquel lugar, no tuve más opción que seguir
allí, sin esperanza de que aquello pudiera mejorar.
El primer de
día de mi educación preparatoria, que no parecía más que la continuación de la
misma monserga, comenzó con una clase muy particular, impartida por una
profesora que podría ser cualquiera. Delgada figura que calculé rondara los 45
años y me llamó la atención que no paraba de hablar sobre el poder la
honestidad y la honradez.
Su cátedra de
civismo se prolongó casi por todo el tiempo que debería abarcar su clase.
Parecía una persona correcta, cabal que no sabía dónde se acababa de meter,
casi todos los profesores abandonaban la tarea de ilustrarnos a los tres meses
de estar ahí. Luego de terminar su perorata sonrió, quizá sabiendo que la
tabarra habría sido suficiente. Nos habló luego del día de las madres que se
acercaba y ella nos mostró un catálogo de perfumes y fragancias. Un rayo partió
mi cabeza, le regalaría algo que por primera vez en mucho tiempo a mi madre. Recordé
con amargura cómo dos años atrás le había regalado un pato al que le había
puesto su nombre y ella me mandó a la calle con todo y pato. Pero un perfume
era una idea genial.
La profesora
nos habló de la importancia de nuestras madres en la vida, y en cierto modo nos
hipnotizó con aquel catálogo de perfumes que pareció no importarle a nadie,
excepto a mí; el aula quedó vacía – ¡Profesora! yo quiero uno –
Lo elegí y
acordé llevar el dinero al día siguiente. No debía ser caro, pues en aquel
tiempo pocas monedas pasaban por mis manos, sería realmente un sacrificio.
Entonces pensé en hablar con mi hermano y juntando nuestros capitales seguro
compraríamos algo mejor; rompimos la hucha, el cerdito de las monedas y las
contamos, en mi cabeza ya estaba clara la idea del perfume.
Al día
siguiente llegué temprano por la mañana con la profesora y con toda seguridad
decidí un mejor perfume, la profesora arqueó las cejas y dijo – Muy buena
elección, te lo traigo mañana – Al momento de recibirme el dinero.
Se acercaba
el día de las madres y la profesora no había cumplido su promesa, ella solo
sabía habar de honestidad, pero algo andaba mal, pude sentirlo, pasaban los
días y llegó la fecha tan esperada con ilusión que se convirtió en un calvario.
Luego de varios días la profesora se esfumó, se fue con el dinero mío y de mi
hermano; no podía creerlo, creo que yo había sido el único estúpido que había
caído en la estafa.
No podía solo
con el peso del mundo a mis espaldas y le conté a mi hermano – Ya nos jodieron
–
Una risilla
nerviosa siempre me acompañaba en los peores momentos, y él rompió en llanto
exigiéndome de vuelta su dinero; al ver el alboroto llegó mi padre y se enteró
de todo, pero lo que él pensó era que yo había estafado a mi hermano y sin
tener manera de defenderme me quedé callado, mi reputación no era la mejor,
pero aunque nunca hablaba de honestidad jamás le haría algo así a alguien, me
sentí defraudado por la profesora y ahora yo cargaba con sus culpas.
Yo era como
un maldito amuleto de mala suerte, aunque a decir verdad nunca pensé que una
autoridad me defraudaría, y menos alguien que hablaba de honestidad con tanto
fervor, pero así pasa, los idiotas nos comemos todo el marrón, pero aquí no
acabó la cosa, mi padre le dijo a mi hermano – ¿Y tú como haces tratos con
este, que ya lo conoces? –
No sabía si
reír o llorar, mi hermano optó por llorar amargamente y en sus lágrimas la
ilusión de regalar algo a mi madre que por primera vez valiera la pena se
esfumaba para dar paso a mi realidad, a la eterna noción de que nada podía
hacer correctamente y esta era sólo una vez más de la miles en las que no hacía
nada bien.
Mi hermano
era más pequeño, y tal vez las cosas le afectaban más. Mi autoestima llevaba
tiempo bajo cero, era como el clima de Rusia, así que poco podía dolerme lo que
me decía mi padre, me sentía más mal por el acto que por sus palabras, pero al
final el desenlace no fue tan malo. Mi padre compró algo a nombre de los tres,
siendo franco ya no recuerdo muy bien lo que sucedió, pero tenía la ilusión de
hacer el regalo yo mismo, pasó desapercibida la fecha y mi brillante idea. Encontramos
una cajita musical con una bailarina de cristal, tan frágil como el momento,
con el tiempo la cajita quedó olvidada y la muñeca transparente me acompañaba
en los bolsillos, la tomé como rehén.
Queda
comprobado; “A los profetas los reconoceréis por sus actos, no por sus
palabras”. ¿Qué más puedo decir?, en esa escuelucha hasta los profesores eran
delincuentes, la verdad me había marcado a mi corta edad la facilidad que tenía
esa mujer para hablar de honestidad y la facilidad que tenía para engañar a sus
alumnos, ¿Qué estaba sembrando?, gente que no creyera en los demás, gente que
no creyera en nadie, pero gracias a eso surgió una idea.
La noche
había cocinado mis demonios, llegué a la
escuela furioso buscando como el toro a quien atravesar; y mi objetivo estaba
muy claro. Atravesé el portal listo, gritando mi furia, buscando a José el mas
maldito de los alumnos, tenía ganas de que me diera una paliza para quedarme en
casa de baja unos cuantos días, y si tenía suerte me mandaría al hospital.
Pero a mi
paso se cruzó Druppy, ese cobarde monumento a la obesidad juvenil, que con ojos
desorbitados como el resto de los presentes atestiguaban mi desenfreno por
encontrar al engendro aquel al que proclamaban su Jefe.
– ¿Dónde está
el maldito José? – Nadie lo podía creer, a decir verdad ni yo tampoco, pensaron
que me había vuelto loco. Sin recibir respuesta arremetí contra Druppy a quien
pregunté con ironía – ¿Es divertido molestar a la gente? – pensando en mis
amigos que tanto daño sufrieron, entre ellos Annie, aquella chica desfigurada
por una enfermedad y que era mofa de estos idiotas.
Druppy
nervioso quiso desviar la atención, abogando al miedo que podrían acarrearle
mis nada sensatas palabras – No sé qué quieres Galleguito – la estúpida
respuesta sólo logró encolerizarme más, de mis entrañas provino una llamarada
que llegó hasta mi corazón, y bajó por mi brazo, enterrándose en su estómago
con vehemencia. El tipo palideció postrándose de rodillas ante mí.
Al otro lado del
edificio, ajeno al alboroto estaba José cuando Román llegó a él ahogándose en
el cotilleo barato y la desesperación – ¡El Gallego está como poseído y te está
buscando! – José rió por debajo de la nariz – Pues ya me encontró –
No le tomó más
de 250 pasos llegar hasta mí. Me sonreía como el jefe de la mafia a un novato
luego de aprobar la prueba de iniciación, pero aquel desgraciado no se compara
con esos criminales, aun cuando se pudiera hablar de su crueldad, porque la
mafia conoce el honor.
Podría jurar
que aplaudiría, pero en su lugar José dejó caer una frase, más bien, una
pregunta – Por cierto ¿Dónde dejaste a Freddy Krueguer? – refiriéndose a la
recién fallecida Annie, pero supongo que en la escuela nadie sabía que estaba
muerta a excepción de mí. Un respiro profundo me llevó a un palmo de José –
¡Esto es Freddy Krueguer! – le dije al estrellar mi puño contra su rostro,
deformándolo, escuché sus huesecillos como una cucaracha pisada, mientras su
nariz al respirar emulaba el chillido de una rata. Luego de aquel encontronazo
de mis carnes contra las suyas pensé que comenzaría un linchamiento, pero él se
empezó a reír a carcajadas, primero tímido para luego dar paso al estruendo –
Date por muerto, pendejo – me sentenció.
– No puedo
esperar a morir – dije dejando a todos sus adoradores con la boca abierta, el
me daba la espalada desafiante – A la hora de la salida y fuera de la escuela
voy a tener tiempo para dejar embarrados tus sesos en la calle –
– Esta vez no
será cuando tú quieras, me da igual que nos expulsen, es ahora o nunca – sin
miramientos me fui contra él, dispuesto a todo, era momento de matar o morir,
pero José no cometía esos errores, él no perdía la cabeza, sabía las técnicas
de las peleas callejeras y sin mayor esfuerzo me redujo con un par de
rodillazos. Me fue imposible incorporarme, por más que luché contra mi cuerpo
golpeado. Aun cuando pudiera pensarse lo contrario, la dosis de adrenalina fue
justo lo que mi fisiología necesitaba para encontrar la paz, me sumergí en la
oscuridad, me dejé llevar por la pesada manta que me cubrió mientras escuchaba
entre los murmullos de mis músculos quejarse por los golpes – Este ya tuvo
suficiente –
Quedé tumbado
en el patio, como cadáver cuyo espíritu ya le habría abandonado, dejándolo a su
merced. Me puse en pie en cuanto me fue posible, caminé pesadamente al
servicio, me miré al espejo, con compasión y con desprecio, como quien observa
a un perdedor. No había marca alguna en mi rostro, como cualquier miembro de
la desaparecida Honorable Policía
Judicial, José se había asegurado de no dejar marcas visibles de sus golpes.
Me dolía
respirar, las costillas en verdad me lastimaban al jalar aire, supe que ese
colegio no me traería nada bueno y un buen día dejé de asistir a la escuela, me
uní al grupo de los que jugaban al billar y allí solía pasar las mañanas, mi
padre me dejaba en la escuela; y en cuanto veía su auto marcharse yo salía a la
calle. En el colegio sufría, no aprendía nada, no avanzaba; en el billar me
divertía, me olvidaba de mis problemas e incluso sentía que aprendía lecciones
que en otra situación no podría.
El billar
resultó adictivo, olvidé la escuela y me ausenté de allí algunas semanas. El
dinero destinado a los exámenes lo invertía en desayunos y en el juego. Además
de que mi colegiatura se reflejó en una colección especial de discos;
Metallica, Guns and Roses, Kiss, Depeche Mode, Iron Maiden, Aerosmith entre
otros, engrosaban mi repisa de música, utilicé los recursos en lo que en ese
momento creí era importante y aprendí a escuchar buenos grupos.
Esa fue la
mejor decisión. Me alejé de los conflictos, refugiado en la música y el juego,
ya nunca me enfadaba, todo era motivo de risa y diversión, aun cuando mis
habilidades con los tacos de billar eran cuestionables yo ponía mi mejor
esfuerzo en mejorar. Luego de unas semanas consideré prudente poner pie en la
escuela, sólo por visitar y mirar cómo iba todo. Fue mi maldición, apenas crucé
el umbral de ese maldito agujero del infierno y la maestra Elisa me sentenció –
Gallego, voy a llamar a tu casa, debes unos exámenes y no has pagado, tampoco
has venido, al menos paga y presenta tus asignaturas –
Me sentí amenazado,
la idea de regresar de visita a la escuela había sido pésima, tan sólo pensar
en pagar un examen más a esa panda de criminales me hizo enfurecer, no me
quedaba más que prolongar mi situación en la medida de lo posible hasta
encontrar la solución; si mi padre se llegaba a enterar de lo que hacía, podría
ir preparando mi funeral. Como un relámpago de genialidad el fin del problema
atravesó mi cabeza, desconectaría el teléfono todo los días, así nadie podría
llamar, la engreída profesora tenía mi teléfono, pero yo podía cortar los
cables de ese teléfono y como en aquellos tiempos no habían móviles ni internet
a todo público la comunicación no era tan sencilla.
Y así lo hice
todas las mañanas durante el mes siguiente, desconectaba el teléfono antes de
salir de casa, y lo conectaba al regresar, pero siempre tenía que estar al
pendiente. Después del parapeto regular desayunaba tranquilo con mis amigos en
algún restaurante de la zona, luego nos encaminábamos al billar, lo habíamos
tomado como una vocación, organizábamos incluso torneos entre nosotros,
competencias.
Hubo quien un
día había olvidado un guante especial para jugar billar y volvió a su casa por
él. El ir y volver le llevó 2 horas y cuando vi el guante no era más que un
pedazo delgado de tela, muy parecido a los que usaba George Michael en su video
Outside. Este tipo se fanatizaba y pues pasando tantas horas en el billar era
normal conocer todo tipo de locos, muchos tenían manías, rituales extraños,
pero a fin de cuentas bola 8 era nuestro juego preferido. Después del juego me
marchaba solo a la tienda de discos por algo más, cosas nuevas para mí,
Megadeath, Scorpions, Pink Floyd, Phil Collins, entre muchos otros. Cansado de
mis actividades esperaba paciente en la puerta de la escuela a que llegara mi
padre, para subir gris, cansado, casi nunca listo para el futuro.
Llegué a casa
y escuché – Estoy cansada de conectar todos los días el teléfono, no sé quién
lo desconecta – Una espada disfrazada de la voz enfadada de mi madre se
atravesó en mi pecho, cómo quise desaparecer en mi sopa, para luego salir de
ella y tirar por la ventana el maldito aparato telefónico, tuve que tomar determinación
de volver a aquel lugar, no sabía cómo pagaría las deudas, pero lo primero era
eliminar el peligro inminente de que llamaran a mis padres por las faltas y los
exámenes en deuda, así que sin dudar al día siguiente estaba cruzando el portal
de aquel antro de perdición llamado escuela, y no para escaparme al billar,
sino para retomar el camino que había dejado semanas antes.
Para hacer mi
regreso triunfal a la porquería aquella elegí el peor día, casi no había alumnado,
ni profesores, asistí a una sola clase, no hubo más. Deambulé entre los pasillos,
como fantasma buscando el camino a la luz, o a la oscuridad, o a donde fuera
pero lejos de ahí. Caminé y recorrí las instalaciones como nunca lo había
hecho, hasta que de frente vi el aseo de señoritas. Decidí entrar, no había
quién mirara, por lo tanto no habría quien se mofara de mí. Al final del
pasillo dividido por unas mamparas estaba una escalera de marino que conducía
al techo, sin pensarlo subí y descubrí la azotea del colegio a la que tuve
acceso por un tragaluz.
Eso era una
belleza, no sabía cómo no lo había encontrado antes, aquel era el lugar
perfecto para mí, con el sol golpeándolo con fuerza, moteado por la sombra de
algunos árboles insolentes que llegaban a ser tan altos, podía ver no sólo el
barrio, sino la ciudad entera, se respiraba aire limpio, aquel en definitiva
era mi lugar.
Tenía que
compartir con alguien el momento y saqué de mi bolsillo aquella muñequita de
cristal, esa que estaba destinada a bailar encerrada en una caja por la
eternidad, pero al ver la luz conmigo varios colores atravesaron su alma de
cristal, no decía nada pero era transparente, translucida y yo sentía que sus
ojos brillaban.
El tiempo
pasó volando junto a las aves que me rodearon el techo, era todo muy bello,
pero tenía que volver al mundo, levanté con cuidado el domo que abría la cloaca
de mis pesadillas y comencé a bajar cauteloso, hasta que algo me hizo temblar
de miedo, era una mano que me sujetaba el tobillo, me agaché para asegurarme,
era Manuel, el hijo del director que con todo su peso se colgó de mi pierna. Quise
volver arriba, pero ya era demasiado tarde, el baño se llenó de gente, el hijo
del director y sus amigos estaban esperándome allí con insultos y gritos, ya no
sentía mi pierna, pensé por un momento que estaba a punto de perderla.
La situación
empeoraba cuando más de esos tipos se colgaron de mis piernas, aguanté su peso
porque era más mi terror de romperme la boca contra las escaleras si me soltaba.
Después sentí unos duros puñetazos en mis tobillos que casi lograban ablandarme,
y seguí firme y colgado, yo quise emprender el camino de vuelta, pero no me
sería posible con un tipo colgado en mí y otros dos golpeándome, entonces supe
que mis brazos no resistirían demasiado el peso y tuve que dejarme caer al lado
opuesto de la escalera.
Llevaba a mi
muñequita de cristal entre las manos y ella cayó primero que yo, rompiéndose en
mil pedazos, vaticinando mi destino, habían destruido a la pequeña cristal,
mientras los golpes de esos malnacidos hacían rechinar mis huesos – ¡Maldito
Gallego! – no recuerdo que pasó o más bien no sé describir la escena, como pude
me puse en pie, quería enfrentarles, pero eran demasiados, un golpe seco en la
espalda me hizo caer casi inconsciente, no había entendido el por qué se habían
limitado a golpearme en el cuerpo y no en el rostro, pronto descubrí que el
plan inicial era, después de golpearme hasta cansarse entregarme a la
coordinadora por estar en el baño de mujeres.
Tuve dos
caídas, fue el recorrido más largo que jamás había tenido, los golpes no
cesaban, por el contrario, quien podía golpearme lo hacía y yo seguía sin
comprender tanto odio, me salió una gota de sangre por la nariz y los miré –
¿Por qué me odiáis tanto? Yo no fui quien le quemó los pies a Cuauhtémoc –
Mi osadía me
costó un fuerte puñetazo en la cara y el hijo del director se alarmó – Dijimos
que en la cara no, mejor le metemos la muñeca de cristal por el culo, seguro
por eso la tenía –
Se me partió
el labio por dentro y les escupí mi sangre en la cara, eso provocó que se
enfurecieran y la última parte del viacrucis fuera más letal, me descubrieron
el pecho y me llevaron a golpes, zancadillas, patadas por detrás y bajaron mis
pantalones.
– Ya métele la
muñeca, así en trozos –
Me salvaron
unos segundos, pues estábamos a punto de entrar a la oficina de la coordinadora,
cuando una voz me sacó de mis pensamientos – Péinate español, para que te vea
guapo la maestra Elisa – los demás estallaron en risas, entramos a la oficina de
la autoridad en turno como la pandilla de cuatreros cazadores que triunfantes
vuelven con la presa en una pica – Eres una inútil Elisa – Sentenció el hijo
director, la coordinadora se sonrojó, impotente sabía que desafiar al hijo de
su jefe podría costarle el empleo – Encontramos al Gallego en la azotea, se
puede caer alguien desde allí, esto te va a costar Elisa, el cerdo este andaba
sin pantalones y entró por el baño de mujeres para espiarlas, además traía una
muñeca de cristal –
Nada de eso
era verdad, pero no podía ni hablar, estaba torturado y con los pantalones
abajo, pero una voz me sacó de mis pensamientos, era la coordinadora Elisa que
dijo – Esto no vuelve a pasar, este alumno está expulsado de la escuela –
El hijo del
director sonrió, sabía que la autoridad en la institución era él, así que con
su tarea cumplida se marchó satisfecho, seguido por su pandilla de criminales
inútiles – Adiós galán, ya me contaron lo de Annie, seguro que te va mejor en
otra escuela –
– Gente como vosotros
nunca llegará lejos ¡malditos hipócritas! – Mis palabras provocaron más risas y
a lo lejos me decían adiós con la mano, burlándose y con carcajadas – Adiós
conquistador, rey de los gallegos –
La
coordinadora se sentó en su escritorio y luego de un larguísimo suspiro digitó
los números que le comunicarían a mi casa, luego de unos segundos alguien
respondió ¡maldita sea! estaba conectado el teléfono, todo había terminado ya.
La
conversación que sostuvo la coordinadora con quien le respondió al teléfono en
mi casa no la recuerdo, los temblores que me generaba la ansiedad y el dolor de
mis destruidos músculos hacían mi entorno un conjunto de imágenes y sonidos
borrosos. Justo después de colgar comenzó a sermonearme, no podría decir sobre
qué porque tampoco lo recuerdo, mis ojos perdidos intentaban clavarse en ella
para concentrarme, pero no lo conseguía, lo que sí recuerdo fue una sentencia,
pero no esa conversación, yo aún estaba tratando de superar el shock, no añadí
nada en mi defensa, no tenía sentido, solo escuché un último comentario en el
que Elisa me decía que para que alguien fuese expulsado de esa escuela es
porque ya estaba listo para ingresar en prisión, yo solo pensaba que tal vez
hay gente más peligrosa andando por las calles, con respecto a la expulsión
creo que me hacían un favor.
La
coordinadora se marchó dejándome solo con mis instintos pirómanos, impulsos que
nacieron en el momento que vi el mechero y sus cigarros que se había dejado
sobre el escritorio, cómo quisiera poder prender fuego a aquel lugar, pero por
desgracia no tenía alcohol ni gasolina. Pensé que lo único positivo es que
nunca tendría que volverles a ver la cara, aun me dolía todo, pero justo
reparaba en ello cuando escuché un estruendo, un relámpago que distorsionaba la
aparente calma de aquella oficina, pero no era ningún fenómeno meteorológico,
ese ruido yo lo conocía, de toda la vida; era la voz de mi padre, que en su
volumen más alto sonaban más malas palabras que los hinchas del atlético de
Madrid; un temblor sacudió mi cuerpo, me bañé en sudor frío, podía sentir
vibrar la puerta, ella temblaba al compás de los gritos de mi padre, ese día
como muchos otros deseé ser invisible.
Nada de lo
que hubiera vivido antes pudo prepararme para lo que se avecinaba; vi girar el
picaporte y entrar a mi padre, cargado de odio y de coraje, como el toro que
entra furioso, cansado y dispuesto a todo en el ruedo. Me puse en pie,
temblando tomé aire para empezar a explicar, pero antes de que pudiera
articular cualquier palabra mi padre me atestó un golpe que me cimbró las ideas.
Era todo lo que me faltaba, un bofetón que me desarticulara el cuello.
En el centro
del dantesco escenario estábamos mi padre y yo; él descargando su furia desde
un lenguaje que era incorrecto hasta para el peor bar del peor barrio. La
coordinadora que hacía unos minutos estaba crecida como un pavo ahora parecía
una hoja a punto de caer del árbol, con los ojos desorbitados intentaba, sin
éxito alguno, calmar a mi padre. En minutos que parecieron una eternidad se
presentó el Director, los gritos no cesaron, de hecho la escena se torció, como
si eso fuera posible, entre tantos dimes y diretes mi padre decidió que era la
hora de irnos de allí; al final expulsado o no, en mi padre se quedó con la
noción de ser él quien decidió que yo no continuara allí.
Al salir el
hijo del director y sus amigos cuchicheaban, y uno de ellos se acercó para
darme la cabeza de la muñeca de cristal, la tomé entre mis manos sin mirar a
nadie más, ella estaba en mil pedazos como yo, por todas partes, la tomé y la había
arrastrado hasta mi situación, si la hubiera dejado bailar en su cajita de cristal
nada de esto le hubiera ocurrido.
El viaje de
vuelta a casa fue sólo el preludio de lo que vendría en los días siguientes, el
mismo discurso, las mismas palabras que hurgaban en la misma herida de siempre.
Yo, el idiota, el inútil, el gilipollas, ese que no valía para nada; ya ni
siquiera para enojarse. Las palabras inundaban mi boca, y en su viaje al
exterior ahí se quedaban rompiendo el frágil cristal, a mi padre nunca le interesó
saber mis explicaciones ni mis adentros, nunca supo de las veces que fui
torturado de muchas formas, tanto por los compañeros como por los profesores,
en esa escuela me habían golpeado, robado, ofendido, humillado, y él nunca lo
supo, la mejor explicación era la muñeca de cristal, bastaba con mirarla.
Llegué
desesperado al punto de no saber si yo era el culpable todo, o todo era una
confusión total, por las noches no dormía, seguro que no pertenecía aquí, tenía
una forma tan distinta de ver y sentir las cosas, pero a quien le importaba, si
los resultados eran catastróficos.
Frágil como
el cristal, pero que en pequeños pedazos es más fuerte, así era yo, me habían
expulsado por segunda vez de una escuela, pero tanto aprendí del mundo real, primero
la estafa de la profesora, después la paliza de José, seguido por los golpes
del hijo del director y sus amigos, terminando con la expulsión de mi segunda
escuela y unos bofetones de mi padre, cortesía de la casa; pero yo no era una
víctima, no señores, no quiero vuestra lastima, veámoslo como una mala rachita,
nada más.
Es un tema que estruja el corazón. Es un relato de una cruda realidad. ¿Por qué engendrar hijos que crecerán abandonados? Nunca lo entenderé.
ResponderEliminarEspero la siguiente Burbuja....
Gracias por compartir
Besitos.
En el mundo de los ciegos, el tuerto es Rey! Entre ellos se reconocían. Ciertamente tú no pertenecdías a ese lugar, lo sobreviviste. Y esas experiencias de vida te prepararon para ser quien eres hoy. Las elecciones de tu futuro, ahora presente, demuestran la fuerza de tu espíritu y eso es admirable. Todas las personas, independientemente de nuestra historia, decidimos qué camino tomar. A veces cuando pierdes, ganas!... ;)
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