Nunca conté a
nadie lo sucedido en el patio trasero de la escuela, ese balón que se había
estrellado con tanta fuerza en mi cara no era para mí; veía en el espejo con
tristeza el enorme hematoma que me había dejado el impacto, pero sabía que el
consuelo era algo de lo que yo no era merecedor; y con las semanas el moretón
se curó más rápido que mi orgullo.
Un buen día
me sentía extrañamente contento, bajaba las escaleras de salto en salto, con
los pies juntos, pensando que era un sapito, animado y feliz, como cualquier
anfibio no estaba muy preocupado por mi lugar de aterrizaje, mientras hubiera
otro escalón y no cayera al vacío me daba por bien servido. Lo que nunca
calculé fue que momentos antes algún desgraciado quisquilloso y remilgoso se
habría deshecho de la bolsita de salsa roja que acompañaba su almuerzo. Ahí
dejada a su suerte, la bolsita estaba en el suelo, esperando bañar con su
delicioso y carmín contenido unos tacos o una tostada, pero su destino fue
fatal. Como era de imaginarse, mi yo adolescente y sin suerte aterrizó con todo
su peso sobre la salsa, haciéndola estallar como granada de fragmentación,
lanzando esquirlas de pielecillas de chile y semillas por doquier, hiriendo de
muerte el vestido de la profesora de lengua y literatura castellana que pasaba
por ahí.
Al ver lo
ocurrido me llevé las manos a la cabeza, ahora sí que la había cagado en
grande. Como toda herida de guerra el manchón en el vestido de la profesora era
escandaloso, no podía creer que eso estuviera pasando, me sentía espectador de
una mala comedia, los gritos de la afectada me regresaron a la realidad.
– ¡Tonto! ¡Eres
un torpe! ¡Mira lo que hiciste! – respiraba con dificultad, sus fosas nasales
se abrían y el color de su rostro se mimetizó con la salsa, hasta que una voz
tranquila llamó su atención, era alguien que venía con ella, justo detrás de
ella – Su vestido es verde profesora, si le echa agua en este momento se le va
a quitar la mancha –
Detrás de la
figura iracunda de la profesora se asomó Miranda, un compañero, que llevaba
entre sus manos las pertenencias de la profesora. La maestra resopló y caminó
hacia los baños – ¡Fernández, ya te tengo atravesado! – gritaba la afectada mientras
entraba a los servicios de los profesores. Cuando nos quedamos solos Miranda me
vio y sonrió cómplice conmigo, sincero, como nadie lo hacía en ese lugar, yo
respondí la sonrisa que se convirtió en risa. Mi compañero riendo me preguntó –
¿Viste la cara de la profesora? ¿Por qué hiciste eso? – sin dejar de reír por
los nervios, y le respondí honestamente – No lo hice aposta, te lo juro –
Miranda
comprendió y creyó en mi palabra, en esos días que nadie creía en mí. Con una
sonrisa limpia me tranquilizó – No te preocupes, yo conozco a la Profesora
Patricia. Es muy comprensiva y no vas a tener problemas –
Suspiré
aliviado, de verdad quería creer en lo que Miranda me decía; lo miré a los ojos
y sentí que había conocido un nuevo amigo. Desde el pasillo oímos la voz de la
profesora – Te salvaste Fernández, porque mi vestido es verde no se nota mucho
– Miranda me guiñó el ojo; y mi alma regresó a su lugar.
Arturo
Miranda era un adolescente diferente, para empezar era muy propio al hablar,
tenía buen aspecto, cuando todos los adolescentes somos horrendos; las
hormonas, el crecimiento irregular de la anatomía; el cambio, el acomodo, en
una época donde todo era un brote de acné con el pelo grasoso; y algunos con
frenillos. Miranda era delgado, de rostro limpio y piel mate, su voz no había
cambiado pero no sufría desniveles, era tranquilo y a todas luces
centrado; pero algo oscuro había en él,
parecía entristecer con facilidad.
Muchas veces
le noté solitario, con los ojos irritados, como si hubiera puesto ortigilla en
los párpados, pero yo no tenía el valor de preguntarle si había llorado. Él
solía buscarme ocasionalmente en los descansos, charlar diez minutos me bastaban
para darme cuenta de su inteligencia y su sensibilidad, me caía bien porque me
trataba con dignidad, como un ser humano. Un día me soltó a quemarropa – No
eres el imbécil que dicen todos, ese personaje que te has creado en la escuela,
sin amor propio y orgulloso del fracaso –
En mi boca se
ahogó una risa nerviosa, era el primer cumplido que alguien me regalaba en
años. Mi recién adquirido amigo notó mi nerviosismo, pero no se contuvo,
aquella tarde me dijo cosas que aún escucho cuando acudo a su recuerdo – Tu
eres de los nuestros, deja ya de ser quién no eres, tienes capacidad de hacer
cosas, el camino que escogiste no te pertenece, deberías abandonarlo ya –
¿Qué podía
responder ante eso? permanecí callado, intentando entender lo que me acababa de
decir; yo sólo sabía coleccionar reportes de mala conducta y reprobar
asignaturas mientras mis anécdotas le daban la vuelta a la gran escuela. Sentía
sus palabras tan elevadas, tan fuera de mi alcance, que me sentía incapaz de
darle una respuesta a su altura, sólo le miré a los ojos pretendiendo entender
su mensaje, y sonreí.
Miranda al no
ver reacción en mi me invitó a caminar con él. Caminé a su lado por varios
minutos hasta el césped, nunca había visto en su rostro la sonrisa que dibujó
en el instante que descubrió un escarabajo. Evidentemente feliz se inclinó
hasta el insecto y lo levantó haciendo una delicada pinza con sus dedos índice
y pulgar – ¡Mira qué bonito es! los círculos rojos en su caparazón negro, en
estos detalles está Dios –
Primitivo
como era no pude ver la luz que lo iluminaba al sostener ese escarabajo; en
lugar de unirme a su apreciación de la naturaleza me alteré; y sin tacto alguno
le grité – ¡Tira eso!, a mí me da asco, me dan asco los insectos – ni siquiera
di tiempo a que reaccionara, con repulsión le arrebaté el bicho en cuestión y
sin titubear lo lancé por los aires.
Cuando mi
cuerpo regresó a su posición, luego de mi triunfal swing, encontré a un Miranda
consternado; de nada habían servido sus súplicas, angustiado me pidió
encarecidamente – ¡Déjalo!, ¡no lo mates! – pero como troglodita y sordo
además, lo ignoré y el bichito voló como jamás se imaginó.
Miranda me
miró con profundo dolor y me recriminó – No creí que fueras capaz –
Otras
expectativas que defraudaba, como siempre, pero esta ocasión de verdad me
dolió, quise disculparme pero él se alejó dejándome solo ahí; no supe cómo
reaccionar y lo mejor que se me ocurrió fue salir en busca del infortunado
escarabajo.
Creí
encontrarlo, hasta hoy mi corazón desea que haya sido el mismo; dejé a un lado
mi repugnancia por los insectos y lo tomé como hacía unos momentos Miranda lo
había hecho; corrí hasta alcanzarlo, lo puse eufórico frente a sus ojos – ¡No
está muerto! Andaba de parranda con otros escarabajos, ¿ves? sólo estaba jugando
– mi amigo pareció calmarse, pero noté el incipiente llanto que parecía
acosarlo, me sentí fatal, me disculpé varias veces; de corazón, él se alejó de
mí diciéndome que todo estaba bien, aunque claro, no le creí, pero ya no había
nada que pudiera decirle. El resto del día sólo pude pensar en el incidente;
lección aprendida, pero de qué manera.
Con los días
llegó la rutina y lo sucedido con el escarabajo había quedado atrás. Mi camino
seguía la misma ruta, descubría más enemigos, peleas y ganaba el primer lugar
como el peor alumno de la gran escuela, ni el tiempo que sigiloso pasaba
atormentaba mi cabeza como los insectos que era a los únicos que les hacía
reverencia.
Adormecido
era incapaz de sentir cualquier ilusión; y mucho menos perseguirla; era adicto
a la soledad, y poco más había dentro de mí, por el contrario Miranda parecía
haber encontrado una razón para sonreír, ese motivo se llamaba Selene, una
chica que era objeto de todos sus afectos, y todos sabemos que a esa edad
siempre es amor verdadero, puro y sin mayor intención que hacer feliz a la otra
persona, y estar con ella siempre.
Y así lo
pensaba Miranda, Selene había sido la elegida no sólo para ser la novia de la
adolescencia; sino que ambos compartirían su vida, ella estaba destinada a convertirse,
cuando el tiempo llegara, en su esposa. Yo escuchaba con atención a mi amigo,
pero con poca empatía. Ese colegio de varones me hacía ver que mi relación con
las chicas de mi edad estaba limitada a la nulidad, pero ver el entusiasmo en
Miranda me hacía feliz, verle emocionado; era como si las miles de mariposas
que revoloteaban en sus adentros lo levantaran del suelo y lo llevaran
levitando hasta Selene, su amor. Durante tardes enteras escuché historias, que
iban a ocurrir, poemas y canciones que Selene protagonizaba e inspiraba, todo
sería perfecto para ellos dos.
Un par de
semanas después extrañé la presencia de mi amigo, llevaba días sin acudir a
clases, aunque no parecía que el resto del alumnado echara de menos a Miranda,
para mí era un hueco enorme imposible de ignorar. Tímido como era me obligué a
buscar en el aula una respuesta; un compañero de apellido Arroyo me informó que
Miranda había sufrido un accidente.
Arroyo no
había terminado de hablar cuando sentí una dura patada de nausea en la boca del
estómago, la impresión y la ansiedad me marearon, no daba crédito a lo que me
decía – ¿Pero por qué yo no supe nada? – Le recriminé a mi compañero – Seguro
no estabas en el salón cuando lo dijeron, para no variar, ya ves que siempre te
sacan de clases – La respiración se me cortó, no podía creerlo, tuve que salir
corriendo de allí.
Mi corazón
latía tan fuerte y rápido que creí que saldría de mi pecho; o que si sucumbía a
mi necesidad de vomitar me saldría por la boca, seguí corriendo hasta la
oficina del Coordinador, supe que estaba ocupado, pero no podía resignarme a no
saber qué había pasado, así que esperé, impacientemente, a que pudiera
atenderme. Cuando por fin pude pasar a la oficina me olvidé de todas cortesías,
sudaba como si hubiera corrido un maratón, y el aire se entrecortaba al entrar
a mi boca, era víctima de un ataque de ansiedad, pero no podía poner atención a
mi condición, tenía que saber. Sin saludar siquiera pregunté por la salud de
Miranda.
El
Coordinador arqueó las cejas, sorprendido, antes que cualquier respuesta tenía
que emitir su, en ningún momento requerida, opinión – Me sorprende que Miranda
siendo un destacado alumno sea tu amigo Fernández –
¿Cómo se
supone que se deba responder a eso? Después de todo mi capacidad académica y de
hacer amigos no estaba cuestionada ahora, era el estado de Miranda el que me
interesaba saber, no las expectativas sociales que estaban puestas, o no, sobre
mí. Pero mi silencio esperando la respuesta que buscaba no bastó.
– ¿Cuál es la
conexión entre tú y Miranda? – seguí con mi técnica del silencio incómodo, pero
esta vez no parecía funcionar, el Coordinador tenía la mirada clavada en mí, de
vez en cuando yo le veía a él, pero sólo mordía mi labio inferior; podría
decirme lo que quisiera, llamarme de todo, yo sólo quería saber de mi amigo.
Al no ver
reacción alguna, sólo mi mirada divagando me dijo en voz más baja, como si le
explicara algo muy básico a un impedido mental – Conexión, Fernández, la
conexión – no me sentí aludido ni insultado, sus palabras no eran lo que yo
buscaba y él lo notó; suspiró y hasta entonces se dignó a informare – Miranda
está hospitalizado, sufrió una caída – de ahí en adelante todo lo que salió de
su boca se convirtió en un ininteligible murmullo, nunca sabré lo que me dijo
ese hombre, lo único que pude rescatar de toda su palabrería fue el nombre del
hospital.
El resto de
la jornada estuve pensando en visitar a Miranda, aunque también esperaba no ser
imprudente, pero no descansaría hasta verlo y saber que estaba fuera de
peligro. Mi timidez no fue ningún obstáculo, no había transporte que me
esperara, nadie iría por mí; y a pesar de que en casa notaran mi ausencia no
tenían manera de impedir que fuera al hospital.
El nosocomio
no estaba muy lejos de la escuela, así que en cuanto salí me encaminé hacia
allí. Entré tímido y pregunté en recepción por Arturo Miranda, una señora, de
la que no recuerdo gesto alguno ni su estatura; sólo la angustia que se
desbordaba de sus ojos y su rictus de pesar, se me acercó preguntando – ¿Tú
quién eres?, ¿eres amigo de mi hijo? – Asentí, ella se me acercó amable y me
guió a la pequeña sala que estaba cerca de la recepción, me agradeció la vista,
pero me informó que quizá no era prudente entrar a la habitación de Miranda –
Ya vinieron varios a verle y está algo cansado – me explicó – Nadie puede verle
–
Comprendí la
situación, pero en verdad quería ver a mi amigo, agaché la cabeza y tímido le
dije – Soy amigo de la escuela – la señora pareció sorprenderse me miró a los
ojos y me dijo – Mi hijo no tiene amigos
en la escuela –
Me dio la
espalda y el tiempo se detuvo en su mente – Pero ¿Cómo? No es posible, o ¿eres
tú el gallego? Perdón, el español –
Mi silencio
le dio más pistas que mis palabras, se arrodilló para estar al nivel de mi baja
estatura y peinó mis flecos sudados hacia atrás y con llanto en sus ojos me
dijo – Mi hijo me ha estado hablando de ti… dime ¿Tú sabes por qué Arturo hizo
esto? ¿Tiene problemas en la escuela? –
Permanecí
impávido, no sabía de lo que me hablaba la madre de mi amigo, quizá me había
equivocado, quizá ella escuchó mal y yo estoy hablando ahora con la progenitora
de un desconocido, estaba considerando esa posibilidad cuando ella me preguntó
sin miramiento – Dime ¿sabes por qué se disparó mi hijo? ¿Lo sabes? – La
desesperación la hizo su presa, pude ver cómo los nervios se le rompían
intentando sacar de mí una respuesta, pero yo ni siquiera sabía la pregunta,
estaba nublado.
Un disparo,
había sido eso lo que no había dejado ir a clases a Miranda, y uno auto infligido,
nada más lejano a una caída accidental, ni siquiera intenté calmar a la señora,
no podía reaccionar, ni superar la impresión; la piel de todo mi cuerpo me
hormigueaba y sentía de nuevo las náuseas – Disculpe, es que a mí me dijeron
que se había caído – pude ver la decepción en su mirada, no había quién le
dijera por qué su hijo se había atacado así, soy incapaz de imaginar lo que
aquella pobre mujer sentía. Luego de unos minutos más de preguntas, a las que
yo no podía responder, me dejó entrar a ver a su hijo; ella quería respuestas y
pensaba que yo las tenía.
Aún puedo
oler el desinfectante del pasillo que me llevó a su habitación, sentir el frío
picaporte ceder a mi mano girándolo, tenía miedo de entrar y enfrentarme a una
realidad que parecía arrollarme, pero tenía pavor de no volver a ver a mi
amigo. Entré despacio, sentí el aire que ocasionó la puerta al abrirse y lo
inhalé hasta el fondo, buscando coraje, pero no había valor suficiente para
afrontar lo que vería al traspasar la puerta. Ahí estaba Miranda, mi amigo de
ojitos tristes y amante de los animales, tumbado en una cama, reducido a nada,
una detonación se había llevado su energía pacífica y amable, el color de su
piel no correspondía a un ser vivo, y noté de inmediato que respirar le
significaba un enorme esfuerzo, el ruido de la puerta hizo que abriera sus
pesados párpados, que se abrieron aún más al verme, sorprendido de mi
presencia.
Me acerqué a
pasos diminutos, como si el ruido que hacían mis zapatos al pisar el impecable
suelo pudiera dañarle, tragué mis ganas de romper en llanto, y le sonreí,
quería decirle muchas cosas, pero una pesada mano de hierro ahogaba mi
garganta, sentía cómo la pena de ver a mi amigo así me silenciaba la voz, y no
me dejaba respirar, mucho menos hablar; suspiré profundo y haciendo un apoteósico
esfuerzo le saludé – Hola – le dije midiendo cada letra que de mi boca salía,
no quería cometer imprudencias, no sabía si él podría responder, pero para mi
alegría; aunque con mucho trabajo me respondió – Hola – noté que el volumen de
su voz era muy bajo, no quise adivinar por qué, sólo me acerqué más para
escucharlo bien.
Estaba
aterrorizado, no podía ver a Miranda así, sin más protocolos le cuestioné sus
actos, le pregunté por qué lo había hecho; quizá a nadie le había confiado la
verdad, todos se preguntaban lo mismo, pero yo en realidad necesitaba saber qué
lo había orillado a eso, qué era tan grande, tan devastador para llevarlo a
tomar esa decisión – Selene – dijo con el mismo tono apagado – Selene no me
quiere, la vi con otro – no daba crédito a lo que estaba escuchando, Selene la
musa, la sirena que había dado tanta felicidad e ilusión a Miranda ahora podría
haberle inspirado su muerte.
– Tengo miedo
– me dijo Miranda, su voz era muy baja
pero retumbaba más fuerte que cualquier grito que yo hubiese escuchado – ¡No me
quiero morir! –
Estaba
arrepentido de haber intentado suicidarse, me lo dijo varias veces, yo no sabía
cómo reaccionar, qué decirle, no podía recriminarle sus acciones, ni el motivo
que lo llevó a esa cama de hospital, aunque él mismo veía ya las cosas desde
una perspectiva diferente. Ahí reducido, dependiendo de aparatos y medicaciones
para sobrevivir, Miranda veía sus problemas desde otro ángulo; y ya no le
parecía digno morir por ellos.
– No te vas a
morir, serás como el escarabajo ¿Te acuerdas? – Él sólo movió un poco su
barbilla, lo que tomé como una respuesta afirmativa – Así como él te vas a
salvar, te lo prometo –
Un profundo
llanto se apoderó de Miranda, repetía una y otra vez – No me quiero morir
– todo el peso del mundo se apoyó sobre mí, intenté darle ánimos, sin éxito;
puse mi mano sobre su hombro, con mucho cuidado; siempre me había dado la
impresión de ser frágil, hoy me parecía de cristal. Miranda sonrió levemente y
me repitió que no quería morir; justo entonces su madre iba entrando a la
habitación y se acercó a él de una zancada – No te vas a morir hijito ¡No te
vas morir! – Entendí de inmediato que mi presencia sobraba, así que sin
despedirme de la señora, que se deshacía de angustia, me encaminé hacia la
puerta; sólo levanté la mano para despedirme de Miranda; y salí despacio.
Volví a casa
anestesiado, del camino nada recuerdo, fue como si flotara, ignorando todo a mi
alrededor, estaba consternado y era evidente; no crucé palabra con mis padres,
podían recordarme lo mal estudiante que era otro día, no hoy. Al pedir silencio
mi padre vociferó – Este tipejo aún exige – pero mi madre le pidió que
accediera a mi súplica, después de todo lo había pedido por favor y de buena
manera.
Sobra decir
que no compartí con nadie mi pesar, me fui a la cama, y antes de dormir elevé
una oración por mi amigo, le pedí a Dios que le salvara y que le diera otra
oportunidad, tenía la esperanza de que el creador no me ignoraría como todos
los demás mortales, que por ser un perdedor hiciera oídos sordos ante mis
rezos; y así rogando por la vida de Miranda me quedé dormido.
Al siguiente
día, viernes, fui a la escuela, pero mi roto corazón no me permitía unirme al
desenfreno de los demás, la angustia me estaba matando, consideré ir de nuevo
al hospital, pero deseché esa posibilidad, iría en unos días, cuando estuviera
más recuperado y de mejor ánimo.
El fin de
semana fue gris, pensaba en Miranda y mi alma de inmediato se fugaba, tenía
miedo, pero me consolaba a mí mismo pensado mil teorías, imaginaba qué le diría
cuando saliera del hospital, evidentemente le daría un sermón, pero con tacto;
ensayé algunos pequeños discursos, frases sueltas, para dejarle saber que no
pusiera sus ojos en ninguna chica que no fuera de fiar; y mucho menos
permitiría que él pensara de nuevo que no valía la pena, porque mi amigo me
había mostrado todo su valor.
Católico como
era el colegio tenía una serie de reglas y costumbres ajenas a cualquier
institución académica, como la misa de los lunes, por si algún pérfido pecador
se hubiese perdido la eucaristía dominical. Toda la plantilla estudiantil
ocupábamos nuestras posiciones, yo me balanceaba en mi sitio, de puntas a
talones, nervioso, no sabía si podría resistir, esperar unos días más para
visitar a mi amigo. El estruendo de un micrófono cerca de un altavoz nos hizo
estremecer a todos, puse atención entonces a lo que estaba pasando, unos
cuantos golpeas más al micrófono y ahí estaba frente a nosotros; el
Coordinador, creía que comenzaría con una de sus acostumbradas letanías de
instrucciones, pero esta vez en cuanto nos dio el saludo noté el pesar en su
voz – Vamos a ofrecer esta misa por su compañero Arturo Miranda, quien falleció
el sábado después del medio día –
El mundo se
me vino encima, no me creía lo que estaba escuchando, el patio se volvía un
espacio tan pequeño, parecía que los edificios se cernían entorno mío, tan
cerca que cortaban el aire y no me dejaban respirar; miré a mi alrededor, todos
los compañeros parecían sorprendidos, otros sólo se limitaban preguntar por la
identidad de Miranda, que ¿Quién era Mirada? para empezar Miranda no era; Es.
Miranda es uno de los mejores seres humanos que jamás conocí, tierno y
sensible; compañero y cómplice. La vida no podía darme este revés, tendría que
seguir dormido, en una pesadilla horrible, porque yo le pedí a Dios, le hablé
sincero, oré de corazón; como se supone que rezan las personas buenas y a las
que se les responden sus plegarias, y ¿esta era contestación que merecían mis
oraciones? y las de la madre de Miranda, y las de él mismo.
Sentí que mis
ojos ardían, pero me contuve, en ese ambiente hostil lo menos inteligente era
mostrar alguna emoción. La misa se realizó sin contratiempos, aunque claro que
me hubiera gustado irrumpir y decirles quien era él, pero qué importaba ya, yo
le había prometido que viviría y otra vez fallé a mi palabra.
Sentía que
por cada respiro exhalaba tristeza, que había exhalado tanta que había nublado
el cielo.
Luego de la
misa el nombre de Miranda se mencionó un par de veces en el día, pero al igual
que mi viejo amigo El Macrino se olvidó casi de inmediato, éramos tantos que la
ausencia de uno apenas se notaba, pero para mí era un hueco enorme por llenar.
Ese día al final de clase caminé por toda la escuela en silencio, sentía que en
cualquier esquina saldría a mi encuentro Miranda y me guiñaría el ojo como la
vez que me salvó; pero no fue así. Caminé hasta el césped y miré de cerca las
plantas; y los insectos que en ellas estaban, suspiré profundo y de pronto miré
caminando por el césped a dos escarabajos, sus rojos caparazones con manchas
negras me hipnotizaron, jamás pensé en tocarlos, solo los miré, iban dos escarabajos
juntos y pensé, si Dios no está aquí ¿Dónde está?
La mayoría de los suicidas potenciales no quieren morir, desean ser salvados. Miranda tuvo algo de suerte de no morir en el atentado y despedirse un poco. También tuve un Miranda en mi vida, cuyos amigos eran Fernandez, así de intrépidos y osados, muy buenos amigos, Sin embargo, también una Selene se interpuso en su historia. Lloré con éste relato.
ResponderEliminarSi muero, que sea de amor...
ResponderEliminarEs un relato llevado de forma inteligente, era de imaginar que alguien tan sensible como Miranda, fuera un personaje de emociones tan intensas... Me encantó y arranco unas lagrimitas.
ResponderEliminarConmovedora historia y excelente narración
ResponderEliminarGracias!