El valor lo cegaba, enfrentaba a cualquier toro con su
montera y espada, pero en el alma cargaba una pena muy grande, a pesar de
jugarse la vida en el ruedo en cada corrida, un puñal atravesaba su alma, era
más grande el dolor que aquellos toros de media tonelada.
Con su traje de luces cargado de sueños, reflejaba esa tarde
la muerte, su amor quien le dedicaba coplas con la voz privilegiada que tenía,
lo engañaba con otro hombre, él lo sabía, pero no podía creerlo, al verla tan
frágil y entregada, su mirada parecía sincera, su amor parecía incondicional.
Ella lo esperaba después de cada corrida, no podía ver los
toros, los nervios la mataban al ver cada vez que su esposo era rozado por los
pitones – Que cerca estuvo – pensaba con el corazón hecho un nudo.
El torero estaba distraído, esa tarde fue la última que se
le vio torear, una llamada antes de salir al ruedo confirmó sus sospechas, su
amor aquella cantante de voz dulce lo engañaba, su mirada cálida se repartía
entre dos amores; y a pesar de las pruebas el torero no lo podía creer.
– Si ella me engaña es que no hay nadie incondicional, juro
que hubiera metido las manos al fuego por esa mujer, juro que era una santa,
que era solo mía – Pensaba en silencio con un gesto amargo.
Quería llorar, pero estaba paralizado, tenía que enfrentar a
un toro, a ese toro que le quitaría la vida y con ella el dolor.
El torero era buen mozo, de ojos azules y figura esbelta,
aun joven y a la vez veterano, triunfaba en los ruedos cortando rabos y orejas,
dejando aquellos pañuelos blancos agitándose por los aires, tantos triunfos, pero
esa tarde podía respirarse la derrota.
En el ruedo una distracción puede ser mortal, la
concentración del torero tiene que ser tan fría y calculadora como los
movimientos de una mosca antes de dejarse atrapar. Se encomendó a su virgen,
aquella a la que los toreros rezaban antes de dejar allí la vida, tal vez mas
que una encomienda fue una petición – Déjame volver a ver su risa otra vez, o
cierra mis ojos para siempre guardando ese último recuerdo –
La imagen en su mente de su amor lo ponía triste y por una
extraña razón no se pudo despedir de ella, y… ¿Para qué decirle lo del otro
hombre? ¿Tal vez lo negaría? ¿O solo había sido una aventura? ¿Tal vez un
momento de soledad por sus largas giras?
Se culpaba y la culpaba, no se perdonaba, pero la quería
perdonar, decidió no llamarla, no despedirse y salir al ruedo, él lo sabía,
rondaba en su cabeza que esta sería su última corrida, y si dejaba la vida en
los cuernos del toro podría ser menos doloroso.
Había llegado su turno, partió plaza y sonrió a su público
que lo aclamaba, con esa sonrisa dulzona, tan parecida a la de Julio Iglesias,
como el mismo Paquirri, un hombre noble de pelo rizado y tez blanca.
Brindó el toro a su público que abarrotado esperaba ondear
esos pañuelos blancos, admirar desde la sobra y el sol ese traje de luces
recorriendo con su montera a ese toro negro, el ritual de la fiesta brava era
el preludio del final, quien aquella tarde tomó su capote y empezó a torear.
Su postura era cabizbaja, desde las primeras filas se podían
observar los pocos kilos que había perdido el matador, parecía engrandecerse el
toro como si intuyera su victoria; ese bóvido ibérico ganaría la batalla y se
le concedería el indulto.
Había sido un paseíllo fúnebre, esa cuadrilla con los seis
ayudantes del matador, los dos picadores, los tres banderilleros y el mozo de
espadas podían palpar el dolor en la cara del torero, el equipo se sentía inseguro,
tal vez enmarcados en una foto surrealista donde nada tenía sentido.
El torero buscaba a su amor en la plaza, entre el público,
en las primeras filas, sin tener éxito, ninguna mirada le devolvía la calma a
su mirada de desesperación, quería verla y por más que la buscó desde la media
plaza, no la encontró.
Se encontraron toro y torero en un cruce de miradas, el toro
le sonrió con la sonrisa de su amor y le pasó muy cerca, tanto que lo derribó.
Salieron los ayudantes con sus capotes y comprobaron lo bravío del animal, que corría
tras unos y otros que se dejaban el capote en el viento, como si de un
espejismo se tratara, como querer envestir con los cuernos al aire.
Algunas señoras en el público se taparon la boca, menudo
susto. El torero volvió a salir, había sentido el rigor de su oponente y el dolor
de las heridas físicas, pero las heridas del corazón, aquellas que no se podían
ver aun dolían más.
– Miradme, ya estoy muerto – Gritaba el torero, aunque nadie
podía escucharlo con claridad. Después de unos pases largos y otros cortos el
torero volvió a caer, parecía que un cuerno lo había rozado; el banderillero
Manuel Ibarra lo tomó del brazo y con la confianza y amistad que tenían de años
le llamó la atención.
– ¿Pero qué te pasa tío?, mira pal toro hostia –
El torero agachó la cabeza y su amigo cabreado reclamó – Que
estás muy distraído coño, si sigues así te va a pillar ese toro y míralo, tiene
muy mala hostia –
– Tal vez sea lo mejor – Dijo el torero con sangre en su
brazo
– ¿Pero tú eres gilipollas? Hay que suspender ahora mismo la
corrida –
– No, deja, yo jamás le haría eso a mí afición –
– Pero mírate, ¡Estás sangrando! ¿Qué no te enteras? –
– Voy a seguir –
Ibarra lo miró y le dijo – Ella te espera –
– Sabes que no – dijo el matador con una sonrisa apagada,
como quien ya no pertenece a este mundo, desenfadado y sin poner resistencia a
su destino tomó valor y sintió el calor de su brazo gotear la sangre que
tragaba sedienta la arena de la plaza. Dolía más el alma que ese brazo
expuesto, pesaba más el corazón que la montera y la espada.
Le sonrió al toro y le dijo – Bonito, hagamos una buena
corrida, la última y te prometo el indulto –
El torero se entregó en el ruedo como nunca, pases
arrodillado ante el fúrico toro, desvanecía el capote en el aire con su débil brazo
mientras el animal levantaba el polvo. El torero no estaba allí, pensaba en su
amor, en esa dulce mirada, en esa promesa del altar, no podía creer que ella se
hubiera entregado a otro hombre y le siguiera fingiendo el amor, nada le dolía más
que perderlo todo, porque sin ella ya no hay vida.
Su brazo no dolía, solo el alma.
– Hay que parar la corrida – Gritó alguien de la primera
fila, pero ya era tarde, estaba escrito que el torero perdería la vida cuando
una inminente y atroz cornada le atravesó una pierna y lo hizo volar por los
aires.
La gente empezó a gritar despavorida, la cuadrilla entró en auxilio
y metió al matador tras burletero, pero la mancha roja era ya muy grande, el
torero se desangraba y su traje de luces empezaba a apagarse.
Volvió a sonreír, empezó a hacer bromas y dijo – No se
preocupen, yo estaré bien, sin sangre mi corazón ya no podrá lastimarme, tal
vez en otro lugar volvamos a compartir nuestros sueños y todo sea perfecto,
pero en esta vida no –
Manuel Ibarra lo miraba sin contener las lágrimas, el torero
le devolvió una sonrisa, igual de dulzona, pero con más esfuerzo – Sé que tiene
quien la cuide, pero mira por ella –
La gente no pudo sacar los pañuelos blancos como en todas
las corridas y es que no había pañuelos negros.
Quisieron detener la hemorragia, pero ya era tarde, el
torero miraba al cielo, la miraba a ella sonreírle como el día que se casaron,
como cuando la abrazó por primera vez, su mirada se perdía, ya no sentía dolor
con su traje de luces cubierto en sangre, se fue, le brotaron alas a su espíritu
y se fue a un lugar donde podía amarla, pero sin sufrir.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarBuena faena!! Saludos mestro!
ResponderEliminarGracias Óscar!!! Me llevaste a una tarde de Toros!!!
ResponderEliminarQue dolor tan grande morir de (des)amor. Como bien mencionas, él ya estaba muerto antes de fallecer. Y eligió hacerlo con su otra pasión. Describes muy bien la tristeza del corazón hecho pedazos.
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